Lloraba porque sí, lloraba porque no, lloraba porque quizá. Lloraba por todo. Tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar. Y que nadie la consolara, porque lejos de parar su llanto, éste se convertía en desgarrado, lastimero, de tal forma que parecía volverse loca de algún sufrimiento desconocido por el común de las gentes. Su marido, hombre bondadoso, lleno de ternura, sabía que no podía hacer nada que estuviese en sus manos para que su esposa dejase de llorar. Tampoco le preguntaba qué le sucedía, pues una vez que le preguntó, su esposa se puso histérica sin responder. El esposo sufría la extraña enfermedad que tenía su esposa, pues eso debía ser y no por una causa más o menos convencional y por la que cualquiera podía llorar, aunque, desde luego, no de forma tan continuada. Hasta dormida, hacía pucheros y dejaba exhalar suspiros. Un caso verdaderamente notable, que los médicos, psicólogos y otros notables científicos no sabían diagnosticar y tampoco tratar. Se llegó a pensar si estaría poseída por algún demonio que le estuviese infringiendo un permanente sufrimiento en su alma, pues que los análisis del cuerpo, todos habían dado que éste no padecía de nada que pudiese interesar al sistema nervioso. ¿Qué se podía hacer? Y sobre todo, ¿que podía hacer el marido, que a la postre era el que tenía que sufrir el que su querida esposa tuviese aquel desconocido dolor o pena? A veces, contemplándola sin poder hacer nada, él mismo lloraba, y lo hacía a escondidas, pues si su esposa lo advertía, lo único que conseguía era acrecentar su llanto. Lo cierto era que aquella situación le estaba empezando a trastornar; no comía apenas, no se concentraba en el trabajo, casi no dormía, y, por supuesto, se sentía incapaz de hacer el amor a su mujer, ni siquiera proponérselo.
Un día, cuando ya la gota debió colmar el vaso de su paciente actitud, el esposo le dijo a su mujer que se iba de casa, que la dejaba, que no soportaba más aquella situación; al menos, cuando estuviese lejos de ella, podría imaginarla llorando por su ausencia, lo cuál era mejor que imaginar por qué lloraba sin tener, aparentemente, ningún motivo. La mujer siguió llorando a su ritmo, sin que sus lágrimas o gemidos aumentasen más o menos al escuchar a su esposo. Y tal como lo dijo lo hizo. Tomó lo imprescindible, pues no pensaba en una ausencia definitiva, y se fue.
Aquella mujer, nada más cerrar la puerta su esposo, dejó de llorar. Se fue al cuarto de baño, se dio un buen baño de espuma tonificante, se puso unas compresas frías que le descongestionaran los ojos, se vistió, inusualmente elegante, se maquilló y salió a la calle. Se dirigió a un despacho de abogados con experiencia en divorcios y pidió que iniciaran los trámites para el suyo, alegando abandono del hogar por su marido.
(JDD 2003)