De cómo tiempo atrás fui esclavo de mi obra

Esto que sigue lo escribí en 2003. Hoy me resulta imprescindible traerlo aquí como testimonio de los avatares de un escritor, por entonces, ilusionado. Habla por sí sólo del mérito que supone haber superado aquella fase donde el fracaso estaba cantado. Hoy, 15 años después, las heridas han sido tantas, que ya no me queda piel donde pueda crecer la gloria que todo escritor espera recoger de su obra. Aún así, no he renunciado a seguir escribiendo. Martillea mi cabeza la frase de un escritor consagrado: «Escribir no es ser escritor». Ya no sé si soy escritor o sólo escribo.

***

Comencé hace siete años,  a escribir algo indefinido a priori. Tenía, entonces, poco oficio y mucho entusiasmo. En realidad, acababa de poner en práctica una vocación aparcada por mucho tiempo, toda una vida esperando el momento. Como era de esperar, mirándolo con la perspectiva de hoy, aquello más se asemejaba a un engendro que a una obra literaria aceptablemente estructurada, gramaticalmente aseada, conceptualmente inteligible. Los personajes más parecían monos chillones, que unos seres humanos consecuentes con voliciones corrientes. Su extravagancia moviéndose por las páginas de la obra se salía de los márgenes.

Pero me sentí muy satisfecho entonces, tan satisfecho debí estar, que no dudé en imprimir aquellas trescientas y pico páginas con letras que se me antojaron un meritorio trabajo de linotipista. Hasta lo encuaderné artesana y rústicamente para que terminara pareciendo un libro. Pero el documento se quedó en el disco duro de mi ordenador, sin tener un claro motivo, pues era como dejar la copia de un bebé dentro de la matriz. ¿Qué podía hacer con aquel indudable libro que coloqué en un lugar de honor de mi biblioteca? ¿Por qué no enviarlo a una editorial para que hicieran clones de él e inundara las librerías? Claro, por qué no. Y lo envié. Esperé días expectante. En cualquier momento esperaba recibir una carta proponiéndome la edición, quizá una oferta económica. Lo que recibí fue una carta acusando recibo de mi manuscrito. Bien , me dije, y comencé a imaginar que alguien lo estaba leyendo. Yo mismo le leía en la pantalla de mi ordenador y sopesaba las impresiones que, a cada página, deberían estar percibiendo los encargados de evaluarlo. Pero los días, las semanas pasaban y la esperada carta  de aprobación final no llegaba. Era tanta mi impaciencia, que decidí llamar por teléfono a la editorial. Alguien al otro lado me pidió que esperara un momento, que iba a mirar no sé qué, para luego decirme en qué fase se encontraba. Muy nervioso, el tiempo de espera se me hizo eterno. Volvió aquella voz femenina, que representaba para mi como una emisaria divina, y me dijo: «Señor Diez, su manuscrito está a la espera, en turno riguroso, de ser evaluado. Tenga usted paciencia, ya que no podemos ser más rápidos, pues son muchos los manuscritos que recibimos y nuestros medios limitados». Había pasado un mes desde entonces. Un tiempo  de ilusión e incertidumbre que casi me paralizó. No podía escribir mientras pensaba en el destino de mi obra. Creo que durante ese tiempo de espera, lo releí unas veinte veces. Cada nueva lectura, tenía la impresión de no haber hecho bien tal o cual cosa, y, consecuentemente, mis buenos augurios primeros se iban esfumando para dar paso al pesimismo. No obstante, yo mismo me daba ánimos: «En conjunto es una gran obra, y para eso están los correctores de estilo, etc, de la editorial, que no verán en los errores mayor inconveniente». Habían pasado cerca de dos meses, cuando recibí un aviso de Correos para que pasara por las oficinas a recoger un paquete. Por el origen, deduje que tenía que ser mi libro. El pesimismo se convirtió en certeza: «Me devolvían el manuscrito». Fui a recogerlo. Dentro, junto al libro, un sobre de la editorial. Lo abrí preso de excitación y leí: «Apreciado señor Diez: Después de haber sometido su manuscrito al proceso de lectura, lamentamos mucho comunicarle que su contenido no encaja en nuestra  línea editorial. Le agradecemos, etc, etc». Fue un mazazo tremendo. En aquellas líneas no veía una razón objetiva y sí un subterfugio amable para devolvérmelo. Luego me tranquilicé. Recordé cuántas veces durante las lecturas que había dado a mi obra, sentí la propia vergüenza por errores infantiles y otros mayores que pude percibir y fui corrigiendo. A partir de esas consideraciones, me olvidé del manuscrito que descansaba oculto en algún rincón de los estantes superiores de mi biblioteca, y me propuse  revisar a fondo mi obra. Puedo, en más o menos, hacer un balance. Habré revisado no menos de cincuenta veces esa obra. Hoy ya pasa de 500 páginas. Se parece a la que le dio origen como un huevo a una castaña. En ella he vertido toda la experiencia adquirida durante siete años. ¿Puedo considerarla, finalmente, terminada según mi criterio actual? Última revisión. Diez páginas de lectura por día. Pequeñas correcciones. Imprimo esas páginas. No puedo hacer más por ella. Debe renacer y que su suerte sea la mía.

Una página de la obra que refiero anteriormente; un sentimiento, el único, casi autobiográfico. Todo lo demás en esa obra es pensamiento.

Cuando llegamos a una plaza que parece ser la principal, y la única, hago detener el coche unos instantes, mientras devoro con la vista todos los rincones de la misma. Sonrió levemente cuando la reconozco. Percibo que no ha cambiado mucho: las mismas casas, alguna remozada, el Ayuntamiento, la iglesia donde conocí el pecado y al Dios implacable y misericordioso al mismo tiempo. Levanto la vista hacia el campanario: allí están las campanas que yo solía tocar los días de fiesta, cuando el sacristán me dejaba. Un árbol que ya debe ser centenario y por el que yo imagino un niño trepando y dejándose colgar de sus ramas, entonces menos gruesas. Los bancos de piedra debajo del árbol también son los mismos, quizá algo desgastados de soportar tantos cansancios. Unos viejos que hablan al calor de una solana, no los reconozco, pero bien pueden haber sido amigos de mi padre.  Dos parejas, menos viejas, salen del bar; tampoco los puedo reconocer, pero bien pueden haber sido mis amigos de infancia y ellas mis primeros deseos. Los sigo con la vista empañada.  Mando continuar, con la voz cortada de una emoción nueva, mientras los demás adoptan  una posición reverente y expectante. Nos acercamos, siempre lentamente, al otro extremo del pueblo. Las gentes miran al pasar  mi lujoso coche sin demasiada exteriorización  de admiración. En mis tiempos de niño, cualquier cosa mecánica, que se moviera sola,  nos hacía correr detrás para no perdernos el espectáculo. Ahora, quizá, las gentes sólo manifiestan la resignación en forma de indiferencia por lo inalcanzable. Unas casas quedan por pasar para que empiece de nuevo el campo abierto. Mando parar y me quedo mirando una casa que sólo se distingue de las demás por el diferente revoco de pintura, ocre, en lugar de blanco. La reconozco. Es, sin duda, la que fue mi casa, la casa donde nací. Está milagrosamente en pie y por ella no parece que han  pasado los años ni el intento de los hombres de rejuvenecerla. La misma puerta de dos hojas que sólo  se abrían de par en par para que entrara la pareja de mulas que mi padre poseía; también la cabra que diariamente salía a pastar con las del resto del pueblo. Quizá ahora ya no se tienen esos animales, imprescindibles entonces para el quehacer y fuente de alimento esencial de una familia. Rebobino las imágenes que surgen de lo más profundo de mi pensamiento. Yo, que ahora vengo del lujo, no tengo la perspectiva de que mi casa fuera incómoda; más bien al contrario, cada rincón de la misma me trae el recuerdo de tiempos felices, como felices son los tiempos de la niñez, incluso la niñez en un marco de pobreza, como fue el mío. Dedico algún breve y fugaz recuerdo a mis padres y no puedo  verlos como eran entonces,  sino como eran en sus últimos años, allá en América. Recuerdo a una mujer menuda y vivaracha, mi madre, que cuando pasaban los animales por la casa, enseguida se disponía a borrar toda huella de su paso, y es que el suelo de toda la casa era de boñiga de vaca, barro y paja, todo mezclado y prensado. Pero de los olores no queda memoria en el alma. También recuerdo, y de forma especial, el sobrado de la casa, al que se accedía por una escalera estrecha que nacía en  la pequeña salita, a la entrada. En él, mi padre, guardaba muchas cosas inútiles y otras que sólo se utilizaban de vez en cuando. Allí también guardaba el niño Alejandrito todos sus tesoros en forma de cosas de lo más variado, de una utilidad sólo imaginada y que usaba para sus juegos cuando permanecía en casa y en sustitución de los juguetes que nunca los Reyes Magos le trajeron; aquellos inútiles chismes, en todo caso, hicieron sin duda despertar y crecer mi imaginación, que luego me sirvió para formar mi voluntad por poseer las cosas reales que me apetecieron. También me veo de forma imprecisa: un jovencito inquieto, que siempre iba y venía  corriendo de casa a la plaza y de la plaza a casa en busca de sus amigos de travesuras o para evitar que mi madre me azotara. Ir a la escuela ya no me impulsaba, precisamente, a hacerlo corriendo. ¿Estaría la misma escuela? Pero este recuerdo no me dice demasiado; la escuela no era de mi agrado por aquel entonces. No me enseñaron mucho. Quizá, eso sí, allí aprendí a leer, escribir y las cuatro reglas, que antes se decía. Pero puesto a recordar, lo que sí  recuerdo son las muchas tortas y zurriagazos que el maestro me dio por diversas causas y que entonces formaban parte del rigor de la enseñanza…

No digo nada, absorto como estoy en mis pensamientos. Félix ha interpretado que debe seguir el camino de regreso. El pueblo queda atrás, bañado por los últimos rayos de un sol tímido de invierno.

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