Simplicio y la puta filósofa

Simplicio decidió ir de putas justo cuando se cumplía un mes de la muerte de su esposa. Tenía cincuenta y cinco años, se había quedado solo en casa, y aún su cuerpo andaba con la libido más o menos exigente. Durante la larga enfermedad de su difunta, pudo soportar la abstinencia aliviándose ocasionalmente a solas e, igualmente, el mes desde su defunción. Pero echaba de menos el contacto con una mujer de carne y hueso que diera paso a la manipulación pura y dura de su imaginación y la ayuda de una revista pornográfica que guardaba en su casa. Como no tenía relación con ninguna mujer que él supiera receptiva, le pareció que no tenía otra alternativa que la de recabar los servicios de una profesional del sexo. Tenía noticias por dónde en la ciudad andaban esas mujeres ofreciendo su mercancía, y allá se fue una noche de sábado. Una vez había llegado con su coche a aquel parque, su mirar  a una y otra fue suficiente para aquellas mujeres, que vieron en él una presa potencial en forma de cliente. Alguna le hacía señales de que parara, pero él seguía haciendo rodar su coche lentamente, pagándoles, como mucho, con una ligera sonrisa. Cada vez se veían menos y Simplicio pensó que tenía que decidirse por alguna o saldría del parque como si hubiese hecho un tour turístico para japoneses. Pensó que su indecisión había valido la pena, cuando divisó un cuerpo en la penumbra que parecía ser el último chiringuito de aquella feria. La verdad es que aquel cuerpo daba la impresión de ser el postre de un bufé bien surtido de viandas apetitosas, y Simplicio no lo dudó. Se aproximó al lugar donde se vislumbraba aquella figura con la sana idea de contratarla, si ella aceptaba, por toda la noche. Según se acercaba, podía Simplicio apreciar más y más los extraordinarios encantos de lo que sin duda era una mujer impresionante. Cuando llegó a su altura, ya algo tocado de impaciencia, paró su coche y esperó. La mujer salió completamente de la sombra y se acercó a la ventanilla. Simplicio nunca había ido de putas y no sabía nada del protocolo que se seguía en eso casos, así que decidió dejarse llevar por la iniciativa de aquella mujer.

—Hola, guapo, ¿qué te trae por aquí a estas horas? —dijo aquella mujer, apoyándose en la abierta ventanilla.

Pregunta que a Simplicio le resultó embarazosa, ¿qué podía responder, medianamente coherente, un hombre no acostumbrado a tratar con putas. Pero no tenía mucho tiempo para pensar y tenía que responder, así que contestó casi de forma mecánica con otra pregunta.

—¿Por qué está usted tan al final de las demás?

—Gracias, pero puedes apearme el usted, al que no acabo de acostumbrarme. ¿Por qué al final? Pues, es pura estrategia. Los hombres suelen dejar pasar las oportunidades y finalmente toman lo que queda.

A Simplicio, hombre culto, aquella respuesta le pareció no sólo inteligente, sino con un alto contenido filosófico, y, curioso, quiso profundizar en ese pensamiento.

—¿A las mujeres no le sucede lo mismo?

—A las mujeres les sucede todo lo contrario: las oportunidades las toman al vuelo, sin darse tiempo a recapacitar. Si lo hiciesen, no se equivocarían tanto, luego de su elección.

Simplicio no salía de su asombro. ¿Todas las putas eran así de profundas en sus juicios? Más y más interesado en aquel descubrimiento, del que sólo había apreciado la punta, decidió seguir el hilo y ver adónde le conducía. La mujer ya había dejado de apoyarse inclinada en el marco de la ventanilla y ahora permanecía de pie, erguida, sus piernas, magníficas piernas desnudas, apenas tapadas con un short mínimo, cruzadas sobre sí mismas. Simplicio inquirió, en lo que creyó era la prueba final:

—Según usted, digo tú, cualquier hombre sería siempre la peor elección que hiciese una mujer.

La conclusión de Simplicio era como uno de esas que presentan los silogismos con trampa y esperaba que en ella cayera aquella puta, de la que pensó que hasta aquel momento había sido sólo afortunada en sus respuestas. Aquella mujer, sin pensárselo, dijo al atónito Simplicio, que la escuchaba embelesado.

—Tu pretendes cerrar un silogismo utilizando unas proposiciones erróneas, así que no te creas tan listo, que lo tuyo no es más que un sofisma. Recuerda que yo dije «no se equivocarían tanto», no dije siempre, así que del valor de las premisas que utilizas, no puedes construir un silogismo apodíctico, o categórico, por si no conocías esa palabra.

Simplicio no recordaba ya a qué había venido en realidad a aquel lugar. Quería, a toda costa, continuar dialogando con aquella mujer que había roto todos sus esquemas apriorísticos (fue él el que pensó en esa definición y no yo, por favor) que tenía sobre las putas. Abrió la puerta de su coche y la invitó a que se sentara a su lado. La puta no lo dudó y acepto el ofrecimiento.

No es necesario describir de qué hablaron las dos horas y pico que permanecieron allí, alto voltage filosófico. Interesa al lector saber que Simplicio se casó con aquella puta filósofa. Y es al lector a quien le corresponde sopesar si aquel silogismo era categórico o un sofisma; yo tengo mis dudas.

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