Diario de una puta

Me llamo María, ya no puedo ser más vulgar. Si por lo menos fuera virgen, tendría a quien parecerme. Pero conmigo nada es imprevisible; estoy más jodida que una puta con hambre de una semana.

Mi vida, que no es vida, se circunscribe a levantarme a las doce, de mediodía, porque mi horario de trabajo me obliga a estar disponible hasta altas horas de la noche. En la mañana, aunque quisiera, no podría hacer mi trabajo; los hombres no follan por la mañana, van a sus trabajos después de ducharse y desayunar tostadas con mantequilla y café que les han preparado sus esposas. Tampoco es que dormir sea para mí una forma de descansar mi cuerpo y mi mente. Doy muchas vueltas, buscando la postura que relaje mi carne y recoloque mis huesos de tantas inverosímiles posturas a las que me obliga el trabajo. Y en cuanto a mi mente, tampoco me da muchas alegrías el dejarla en manos de mi subconsciente; no sueño con príncipes, palacios ni nada bonito que dicen se sueña. Tengo sueños que más bien son pesadillas, sueño recurrente con tíos que me piden las cosas más extrañas: apenas usan mi coño, prefieren otros agujeros que fuerzan a acoplarse a sus enormes pollas. A veces me despierto sobresaltada con deseos de vomitar, no tienen respeto por mi boca, parecen más complacidos si van a ella después de metérmela por el culo. Aunque no sé qué es peor, porque algunos la llevan tan sucia que le huele a carne podrida; y se enfadan si me dan nauseas. Hay un aspecto en mi trabajo que aún es más denigrante. Por lo general me preguntan cuánto por un servicio completo. No debería tener precio para mí, pero les digo lo que manda el mercado.  Hacen una contraoferta, que  si no acepto, la mayoría de las veces se irían a probar con la Isabel o la Concha, apostadas en la otra esquina, ellas capaces de todo, y cuando digo todo, es más de lo que uno se puede imaginar: se dejan hasta mear en la boca. Como decía, lo que más me molesta es tener que transigir con el comportamiento de algunos tíos a la hora de pagar el servicio y los extras. El precio, como digo,  ha sido acordado previamente. Pues ni en eso son unos caballeros, se ve que esa condición para ellos está reservada al ámbito social en el que se mueven. Sueño que estoy postrada en la cama, exhausta. El tío no pide darse  una ducha; ni ducharse ni cagar debe querer hacerlo si no es en su cuarto de baño. Se viste rápido, mete una mano en el bolsillo del pantalón y saca lo que parece dinero, mezclado con clínex usados, y lo tira encima de mi bajo vientre. Sin cambiar de posición, cojo aquel envoltorio, separo los clínex untosos y cuento: es la mitad de lo acordado. Y me despierto con un espasmo, recordando que así fue. La imagen del tío se me aparece nítida, la sonrisa burlona y el gesto despreciativo, como si no hubiese hecho bien mi trabajo. Por experiencia sé que no voy a conseguir que me pague el resto y me desahogo diciéndole: “Cabrón, haces lo que me has hecho a mi a tu mujer, seguro que te sale gratis”. Se encoje de hombros y sale sin cerrar la puerta. Al burdel, cuando bajo, le tengo que pagar por el uso de la cama. Apenas me llega con el dinero que me ha dado. Para yo vivir, o mal vivir, vuelvo a la esquina a esperar a otro cliente.

Uso el burdel porque los vecinos se quejaron del trasiego de tíos que entraban en mi casa. Por los hijos o celosas de sus maridos, me plantearon dejar el apartamento o denunciarme. Les dije que no se volvería a repetir y me dejaron en paz; tampoco podían denunciarme por ser puta, que ser puta no es delito, gracias a dios. Eso suponía una disminución de mis ingresos, que sólo trabajando horas extra podía completar para pagar los gastos, nada de lujos, había que sobrevivir.

Antes de acostarme me ducho a fondo, hasta que desaparece todo resto de olor y sabor de mi puerco trabajo; mi cama limpia, constituye un lugar sagrado para mí que no puedo mancillar con humores ajenos.  Ya levantada, y por la hora que es, acostumbro a no desayunar y sí hacer una comida ligera; el recuerdo me trae amagos de nausea que cierran mi garganta a ingerir alimentos. A base  de sorbos de agua, consigo que entraren, eso me mantiene viva.

De habitual, y hasta que se hace de noche, me ocupo en limpiar el apartamento, que nadie diría que allí vive una puta, una puta guarra donde las haya, pero, eso sí, por necesidad, que a mí me gustaría ser una señorita fina, con estudios o un trabajo de secretaria. Pero hoy tengo una cita a media tarde: tengo que visitar a mi ginecólogo, con el que se me va el importe de un par de servicios. Es un ginecólogo que las putas lo consideramos como nuestro padre, porque es muy comprensivo y, sobre todo, barato. Todas tememos, o sólo yo temo, que nos diagnostique una enfermedad contagiosa, de esas que no tenemos excusa y debemos parar,  si no queremos tener problemas con la justicia. Y parar para mí, ya se sabe que el remedio es peor que la enfermedad.

Escribo estas cosas en un diario y no sé para qué, pues me da vergüenza que alguien las lea. Si llego a vieja, quizá las lea yo misma y me proporcionen el consuelo de haber sobrevivido sin ser una delincuente o debérselo a nadie.

Y continuaré dejando en este diario todo lo que me pase, bien o mal escrito pero que se entienda. Por si me pasa algo y se publica, que las putas se manifiesten en la calle, como cuando han violado a esa joven una manada de tíos,  y las mujeres decentes no están de acuerdo con la sentencia de la justicia. Que mis compañeras de fatigas salgan a la calle y  griten ¡NO es NO!

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