Creo recordar que alguna vez un árbol inspiró uno de mis escritos imaginarios. En esta ocasión, un árbol va a ser protagonista de un historia real, por increíble que parezca y por que puedo ser juzgado como una persona sin derecho a determinar lo que es bueno y lo que es malo. Pero lo hice y lo cuento por la única razón de no añadir a la culpa el intento de ocultarla. Que los que lean esta historia a unos le parezca razonable y a otros deleznable mi actitud, es posible, y yo asumo cualquier juicio que se me haga.
Por razón desconocida, en mi jardín se venía adelantando la primavera. Cosas del clima, supuse sin mucha convicción. Los árboles de hoja caduca comenzaban a dar señal de vida con los botones verdes que pronto serían hojas, luego flores, y los que producían frutos comestibles darían lo que esperaba de ellos. Nada sorprendente, todo previsto a excepción de esos adelantos a los que antes me refería.
Paseando por el jardín o haciendo alguna labor de mantenimiento, solía fijarme en los árboles como si me anunciaran algún tipo de misterio; era la forma habitual mía de buscar trascendencia a cualquier cosa que me llamara la atención. Solía concluir que la vida era en sí el misterio, y no sus manifestaciones. Era finales de febrero y ya los árboles despertaban de su letargo invernal con el inicio del ciclo vegetal. «Otra primavera adelantada», me decía a mí mismo. Me llamó la atención que uno de los árboles aún no daba señales de vida. Daba la impresión de ser un árbol tardío en comparación con el resto. Pero algo no parecía normal: sus desnudas y leñosas ramas tenían un color oscuro, que nunca había visto antes. Me aproximé y tronché una rama algo menos gruesa que uno de mis dedos. Mi sorpresa, no sé si con fundamento, concluyó que en aquella rama no había sabia, que aquello no podía cambiar pasado el tiempo; era un pedazo muerto del árbol. Preocupado por no tener una respuesta concluyente, seguí dando vueltas al árbol y haciendo la misma operación con otras ramas; igual resultado. Apoyé mi espalda en el tronco principal mientras miraba la rama que acababa de tronchar. Ya no tenía dudas, aquel árbol estaba muerto. «¿Por qué?» Era un árbol joven, yo mismo lo planté. Cada año me daba una buena cantidad de fruto, y no voy a decir qué fruto porque esto es irrelevante. Ahora lo que me interesaba era saber la causa de su muerte prematura. Por las ramas no observe ningún signo de enfermedad parasitaria, el motivo debía buscarlo en las raíces. Instintivamente zarandeé el árbol y, sorprendentemente, observé que había perdido fijeza en el suelo. Tenía que arrancarlo si quería obtener alguna respuesta. Cavar alrededor hasta liberarlo del suelo era un trabajo que yo no podía emprender. Se me ocurrió otra solución: con una cuerda atarlo y el otro extremo atarla al parachoques delantero de mi coche. Quizá funcionaba la tracción que ejerciera sobre él y lo arrancara de cuajo. El invento funcionó: el árbol abandonó el suelo como si en lugar de haber estado plantado, hubiese estado posado. Desde el coche ya pude observar algo extraño: apenas si tenía raíces. Salí del coche y me acerqué al lugar donde había estado plantado. En el hoyo, un hervidero de bichos que nunca antes había visto. Parecían hormigas, pero no lo eran, ni por pequeñas ni por el color. Quizá exagero, pero allí había millones de bichos, huevas, larvas que se movían desorientadas. Estaba ya seguro que esos animales se habían nutrido de la raíces de mi árbol hasta matarlo. En un vaso de cristal recogí una muestra de aquel mundo viviente, lo tapé con un plástico y con él me fui al vivero del que me surtía de plantas y fertilizantes. «Termitas», me dijo el dependiente sin dudarlo. «Un gran problema si no acaba con ellas», me dijo. «¿Matarlas?» Pensé. No tenía claro que tuviese yo la potestad de disponer de la vida de aquellos animalejos. Pero el encargado o dueño del vivero fue tajante: » Si no las mata acabará con su jardín, luego entrarán en su casa y darán buena cuenta de los muebles». Entonces decidí que eran mis enemigos, que de alguna forma eran ellos los que me atacaban y yo tenía derecho a defenderme. En el vivero compré aquello que me fue sugerido para exterminarlas. Aún con la duda de si iba a hacer lo correcto, volví a casa. El árbol muerto me dio fuerza para tomar la decisión. Sobre aquella masa informe de vida vertí el insecticida que me habían sugerido y también tape el hoyo que había dejado el árbol arrancado. No tenía ninguna intención de ver el resultado. Pero durante bastante tiempo pensé si había sido un justiciero con derecho sobre la vida y la muerte.
Si te atacan tienes que defenderte. Tu árbol ya está en el Cielo de los Vegetales. Mi pésame. Abrabeso.
Según sus obras , cada cual ha de estar donde le corresponde.
Esos animales han invadido tu propiedad intentando arruinarla y acabar con todo.
Justo es que te defiendas y las envíes a «descansar» y que tu puedas seguir dando vida a todas las plantas de tu jardin.
No te lamentes Jose , yo hubiese hecho lo mismo .
Pero basándome en algunas de las respuestas dadas por tus amigos, me surge una pregunta .
Que habría que hacer con la multitud invasora y agresiva de Ceuta ??
10.000.- personas que de manera intencionada y permitida por lo que algunos llaman “policía marroquí “ toman de manera agresiva nuestro territorio ?
La respuesta la dejo en manos no del Sr. del vivero , la dejó a merced del que lea esto , bien sea de manera privada por mi amigo Jose o por quien corresponda.