A un árbol centenario, perdido en medio de la selva, con ramas a las que ya no llegaba la sabia, con una corteza arrugada, con grietas hasta el corazón, residencia de pájaros, monos, abejas, alguna ardilla inquieta, una culebra y un sin fin de bichejos innominados, a ese árbol, digo, le salió un retoño tardío. Que era suyo se podía comprobar porque no era un árbol independiente, con sus raíces en el suelo, éste había surgido de una de la raíces que se hundía en la tierra a la vista del árbol centenario. Era como si estuviese en gestación, unido por el cordón umbilical a su progenitor. Tenía no más de medio metro de altura, hojas brillantes y de aspecto traslúcido. Parecía estar orgulloso del árbol que le daba vida, se sentía seguro a su lado. No le iba a faltar de nada mientras crecía, cuando el árbol centenario muriera, él ya sería adulto, capaz de valerse por sí mismo. Sería, también, albergue de muchos animales, rejuvenecería aquel bosque, haría la vida posible proporcionando oxígeno.
Un hombre se acercó. Portaba en sus manos una motosierra, miró la copa y su inclinación, se situó en el lado apropiado, justamente donde estaba el retoño, le molestaba y lo cortó. El árbol centenario abandonó la vertical y cayó despacio, sin un lamento. Despojado de sus ramas, de sus nidos, de su sombra, ya sólo era un tronco listo para ser transportado al aserradero. ¿Y el retoño? Ya cuento que molestaba al leñador.