el escritor atribulado

Quería escribir, sólo escribir historias que imaginaba. Vivía encerrado en su mundo, un mundo grande o pequeño, de sueños con pesadillas y otros, ocasionales, amables y reparadores. Pero era su mundo y lo asumía con estoicismo.
Un día decidió ver qué sucedía en el otro mundo, el que estaba fuera de sus pensamientos, pues, aunque lo recordaba, llevaba ausente de él mucho tiempo. Y lo primero que hizo fue encender un viejo televisor que había mantenido apagado todo ese tiempo ausente. Pensaba el hombre que esa era una buena ventana para de forma rápida ojear el exterior. El televisor no se había muerto de esperar y funcionó.
El mundo seguía viéndose en blanco y negro porque su televisor era antiguo. Pero ese detalle no le importó. Se fijó en los contenidos. No apreció ninguna diferencia con el mundo que recordaba, después de repasar las diversas cadenas que sintonizó. Y decidió que no valía la pena seguir buscando algo nuevo que le llamara la atención. Decidió, entonces, encender una vieja radio que guardaba casi como un adorno antiguo en el pequeño cuarto donde escribía. Todo seguía igual, salvo alguna variación en la música que se escuchaba y qué a él le pareció horrorosa. Desencantado, apago también la radio. Se puso a pensar si habría algo en el mundo exterior que fuese mejor que su mundo imaginario o, por lo menos, algo interesante que pudiese compartir o alternar con el mundo hecho a su medida y gusto. Para saberlo, ya sólo le quedaba salir a la calle, ponerse en contacto con la gente, visitar lugares públicos, incluso ir al cine para comprobar si las películas de ahora le gustaban tanto como las que recordaba de antaño. Tuvo mucha duda antes de dar ese paso. Temía que, agotada esa ultima oportunidad, tuviese que volver a encerrarse en su mundo para siempre. Pero tenía que hacerlo, porque también eso formaba parte de su pensamiento, y cuando su pensamiento elaboraba una idea, él siempre la había seguido para ver adónde le llevaba. Así construía sus historias.
Respirando hondo, se pidió a sí mismo coraje para dar el gran paso. Debió ser suficiente, pues abrió la puerta y salió a la calle. Miró perplejo las hileras interminables de coches que circulaban por la calzada. También la mucha gente que caminaba deprisa por las aceras. Le agobió mucho tanto movimiento sin sentido para él. “Todo sigue igual en el mundo, menos en mi calle, invadida por gentes anónimas y autos”, pensó. Recordaba su calle como un paseo casi peatonal, donde sólo ocasionalmente algún automóvil la cruzaba. Recordaba que la gente paseaba, se saludaba, se paraban y charlaban en parejas o en grupos. Tanto había cambiado su calle, que quiso saber si un pequeño parque frondoso donde él gustaba ir, sentarse en un banco y leer, todavía estaba allí, a unas cuantas manzanas de su casa y en la acera opuesta. ¿Pero cómo atravesar aquel río metálico? Él nunca había visto semáforos ni pasos de cebra, así que no los buscó. Tampoco estaba muy ágil como para sentirse capaz de sortear aquellos coches, y sintió miedo de ser atropellado. Pero era muy fuerte su deseo de volver a aquel remanso de paz, frescor y escuchar de nuevo el susurro de las copas de los árboles mecidas por el viento. Tenía que buscar el medio de cruzar la calle, sin riesgo físico. Se paró mirando a los coches. ¿Se pararían ellos si intentaba cruzar? No veía que nadie cruzara, así que esa especulación se quedó sin respuesta. Los espacios entre cada automóvil eran mínimos y circulaban a gran velocidad, según el apreció. Le sería imposible esquivarlos, serpenteando sin ser atropellado por alguno. Ya estaba a punto de desistir, cuando notó que los coches iban ralentizando su marcha hasta pararse unos detrás de otros. Esa era la ocasión propicia para pasar. No le ocupo pensar a qué se debía aquel fenómeno. Y con temor, comenzó a buscar los mínimos huecos y avanzar por ellos hasta el otro lado. Todavía tuvo un susto, pues una motocicleta casi se le echó encima, circulando ruidosa e inverosímilmente entre las hileras de coches como si con ella no fuese aquel enorme tapón de coches. Al fin, suspirando, el hombre se vio en la otra orilla. Por la acera no le era fácil caminar, pues era tanta la gente que circulaba en ambos sentidos y todos apresurados, que volvió a sentirse impotente, aunque como no era peligroso que una persona le atropellara, decidió ir avanzando en acordeón. No reconocía los edificios, así que debió recurrir al recuerdo. Cuando él iba de casa al parque solía tardar una media hora, eso sí, sin obstáculos y si no se paraba con alguien. Ahora podría tardar el doble, calculó. Tampoco era tanto, una hora.
Recorrió, probablemente, doble de la distancia, pero no encontró ningún parque; ni siquiera pudo vislumbrar el lugar donde entes se encontraba. Tampoco preguntó a los viandantes, pues le pareció que todos tenían un cierto gesto de vivir en sus micromundos, aunque rodaran por éste. Quizá ni le oyeran preguntar. Apesadumbrado, nuestro hombre volvió por sus pasos de regreso a casa. Cuando creyó haber desandado el camino, comenzó a buscar con la vista el edificio donde vivía. Al menos, pensó, eso no ha cambiado. Y empezó a impacientarse al ver que no reconocía el inmueble. Recordó, ya al borde del desespero, que tiempo atrás la comunidad de vecinos había decidido revocar la fachada y pintarla. Se maldijo por haber salido de casa y no ocurrírsele volver la vista atrás. Desde el otro lado de la calle no podía apreciar ningún detalle que, habiendo permanecido igual, le recordara que allí estaba su casa. Por otra parte, aquel río metálico se había puesto de nuevo en movimiento y le resultaba imposible intentar cruzarlo.
Cuando ya la luz del día iba dando paso a la luz artificial de las farolas, el tráfico se fue aclarando, y el hombre ya vio la posibilidad de cruzar.
No sabía el hombre que a menos tráfico más velocidad de los coches. Resultó atropellado.
Después de quince días en un hospital, no recordaba nada, ni de su mundo ni del que quiso saber si había cambiado.