Creo que he escrto ya bastante con el escritor como protagonista: «Escribir desde la libertad», «El escritor malogrado», «El escritor atribulado», y quizá alguno más que se ha perdido en mi memoria y que, de existir, estaría aquí, dormido, esperando la mano de nieve que lo despierte. Sin duda el escritor es un personaje multifacético, que puede dar juego al escritor falto de ideas y para salir del paso. Un escritor, si es consecuente con su oficio y vocación, tiene la obligación de escribir sobre cualquier cosa. Afortunado que cuando empieza una novela ya tiene el quehacer señalado por unos cuantos días, meses, años. Luego, dependerá de él si lo escrito ha valido la pena. Hoy no escribo una novela, ni se me ocurre un cuento, ni tengo el corazón partido para escribir un poema, ni una carta, nada. Recurro, pues, al comodín que me permite seguir la jugada; tampoco es necesario ganarla.
Se me ocurre que el escritor debe, necesariamente, estar siempre acompañado de su fantasma. Un escritor, inmerso en su mundo imaginario, es un ser muerto; el mundo de los vivos no le reconoce, no interacciona con él; sólo sabe de su existencia cuando publica algo y se habla de él, que si no, tampoco.
¿Y qué significa que yo asevere que al escritor le acompaña su fantasma, siempre?
Cuando el escritor se queda traspuesto, buscando cómo continuar un párrafo, una secuencia, el fantasma está a su lado para ayudarle. Le susurra: «creo que debes dejar de tener miedo a lo que vayan a pensar tus lectores, debes escribir desde la libertad, no eres un notario que levanta acta de un acuerdo, ni un periodista que describe un suceso, ni un enamorado que escribe a su amada ausente». El escritor, que ha escuchado a su fantasma, parece retomar el impulso y vuelve a teclear, ahora despacio, midiendo primero las letras, luego las palabras y, finalmente, las oraciones que plasman un pensamiento. Pero como el fantasma sólo le ayuda cuando se queda varado, el escritor vuelve a darle muestras de su incapacidad para seguir. El fantasma, entonces, le vuelve a susurrar: «ese personaje de tu novela es bastante anodino, vulgar, sin la garra que atrape al lector. No tiene sentido tanta palabrería para describir algo que no tiene nada de original, así no vas a interesar a nadie y cerrarán tu novela antes de llegar a la mitad». El escritor cabecea arriba y abajo en señal de asentimiento a lo que su fantasma le dice y borra el párrafo recién escrito. Pero el escritor no reanuda la historia. Lo que le acaba de decir su fantasma le parece lo mejor que nunca escuchó para tener éxito. Escribir bien, estaba claro, no era suficiente, al lector sólo le interesaba que la historia le transportara a un mundo único, de sucesos imprevisibles, ya su mundo era vulgar como para interesarse en otro parecido.
El escritor, que parecía haber comprendido, al fin, la diferencia entre escribir para interesar y escribir para aburrir, regresa al comienzo de su novela, que ya tenía más de cien páginas, y lee lo que ha escrito. Para un instante cuando va por la página veintidós y se queda pensando. El fantasma ve la ocasión de intervenir y le vuelve a susurrar: «¿no te das cuenta de no haber dicho nada en esas veintidós páginas que te invite a seguir leyendo?» El escritor ya no duda. Sube el puntero de su ordenador a Edición/Seleccionar todo/ Borrar. El ordenador, que no debe comprender aquel rasgo de valentía, le pregunta: «¿Deseas, verdaderamente, borrar todo el contenido seleccionado? Una ventana parpadea con SI NO. El escritor ya no quiere que su fantasma le llame estúpido y, sin más vacilación, lleva el puntero a la ventana y pulsa encima del SI. La página que tiene delante queda en blanco, las ciento y pico páginas escritas no están, el cursor parpadea y le marca el principio de la primera página.
El escritor abandona su escritorio y se va a la cocina, se hace un café exprés, pone en la taza dos terrones de azúcar porque había leído que el azúcar era bueno para el cerebro, y se queda pensando, mientras le da vueltas con la cuchara al café, en cómo empezar su novela. El fantasma acude de nuevo y le dice: «Mira, una forma que nunca falla, es empezar escribiendo: Érase una vez… Verás que eso te lleva a crear unos personajes únicos, irrepetibles, del interés general de los lectores»
El escritor se toma el café de un sorbo y regresa a su escritorio. Se frota las manos mientras mira la página en blanco. El cursor parpadea insistente.