Esperaba impaciente aquel tren del que sólo su silbido me predecía su inminente llegada. Pitaba, se detenía, volvía a pitar. Yo miraba a lo largo de la vía hasta una curva que la ocultaba. Me impacientaba cada vez que recibía el sonido del silbato más nítido, más fuerte. «Está próximo, su aparición en la curva es inminente», me decía. La impaciencia era ya angustiosa; hasta la vía trepitaba, se acercaba, estaba seguro. Mis ojos no se apartaban de aquella curva por donde debía aparecer el morro de la locomotora con aspecto cansino, como si le costara arrastrar todos los vagones que iban unidos a ella. Ese tren esperaba que fuera el último que cogía para llevarme a ninguna parte. «Ya llega», me dije recomponiendo la figura y mirando al frente. «Que no parezca que estoy asustado», musitaba para dar muestras de valor. Sólo yo las percibía, sólo yo estaba esperando aquel tren.
Un pitido más fuerte y los pasajeros deben prepararse para embarcar. Por precaución me aparté un poco de la vía; era diferente subirme a aquel tren a que me arrollara. Cosas de un pensamiento que se resiste a ser el último.
La imponente locomotora ha traspasado la curva y se acerca sin aminorar la marcha. No lo comprendo, si ha de pararse para que me suba a uno de los vagones que arrastra, debería llegar a mi altura con una velocidad moderada, hasta que, finalmente, se detuviera para que yo pudiera abordarlo.
Quizá no valía la pena pararse para un solo viajero, porque la locomotora a mi altura, en lugar de pararse, dio un respingo de vapor y emprendió la marcha ganando velocidad cada segundo. «No era mi tren», dije sin entusiasmo. Al borde de la vía, esperé a que llegara otro, quizá era demasiado pronto para que llegara el mío.