En un lugar donde discurrió mi niñez, recuerdo que aquel día el sol no salió para todos, como cada mañana.
Iluminó con intensidad una humilde casa, un hogar en el que hacía frío, pero se quedó fuera, sin ayudar a una madre. Ella calentaba, expeliendo su aliento, cálido de fiebre, a su hijo recién llegado. El hijo quería vivir, la madre quería que viviera, nadie más asistía a aquel misterio; era el misterio de la maternidad, a solas con sus protagonistas.
La madre debió morir porque se quedó exhausta de mirarlo, o porque se quedó sin aliento.
El niño , por un tiempo, la debió llorar, como lloran los niños desatendidos.
Solo, el niño, ya no pudo vivir sin la mirada de su madre y sin su aliento. Debió ser por eso que murió en sus brazos.
Por la puerta que se abrió, entró el sol y un padre borracho. El sol se quedó un buen rato intentando vencer a la muerte.
Me contaron, yo era un niño, que el padre se fue por el brocal del pozo de su casa en busca del infierno. La muerte de la madre y del niño fue declarada muerte natural; habían muerto sin quererlo.
El suceso que sobrecogió a la gente de aquel lugar fue la forma de morir del padre, pero la historia es la que yo cuento.