Escuchando a Fanny

Escuchando a Fanny, tengo la impresión, la firme convicción, de que sólo las putas conocen bien a los hombres. Con ellas no valen fingimientos, saben muy bien del pié que cojean. Saben, por ejemplo, cuándo un hombre es un verdadero hombre y cuando es una mierda de hombre, lo que es más frecuente. Ellas, cuando están follando y gritan: ¡Oh, mi amor! ¡Me vuelves loca! ¡Apenas puedo aguantarlo…! ¡Voy a correrme…!, como tienen dominio sobre esa cosa que tienen entre las piernas, aprovechan para ver el efecto que causan sus exclamaciones en el tío número cuantos que tienen debajo, encima, por detrás… La conclusión es siempre la misma: están más al tanto de esas expresiones que de obtener placer, menos de darlo; o sea que tratan de controlar esas expresiones modulándolas para calcular cuánto han de cobrar. Y así, “los malditos hijos de mala madre, veinticinco llevo en toda la noche, y ni uno de ellos me ha dejado satisfecha. Luego, cuando estoy sola, tengo que masturbarme para sentir alivio. No encuentro un tio que me haga, de veras, gritar, hasta que salten las tejas. Vosotros me llamáis fría si me niego a hacer el sesenta y nueve… Hijos de mala madre a quienes no les funciona la cabeza, el corazón, las tripas, el cipote, las pelotas…” La Fanny que así se expresa es la mujer corriente con su marido, con su amante, pero estas no lo dicen, quizá ni lo piensan. “Ellas necesitan de media hora de atención, sólo media hora, y ellos en quince segundos caen desmadejados, algunos antes de conseguir entrar…”
Después de escuchar a la desolada Fanny, entiendo algo más por qué las mujeres se refugian en la poesía erótica, en la prosa erótica más que los hombres, porque las mujeres necesitan creer que hay hombres de verdad, y esas historias que escriben, que leen, les hace vivir de una ilusión. Pero las pobres putas no leen ni escriben poesía erótica.

Nota: La Fanny de estos dos últimos posts es la protagonista de la novela Fanny Hill, una novela erótica de John Cleland publicada en Inglaterra en 1748.

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