El título, partiendo de haberlo puesto yo para encabezar este escrito, puede parecer pretencioso. Lo es o lo sería si yo me atreviera a escribir sobre la juventud. Por lo mismo que si siendo yo joven escribiera sobre la vejez. Aclarado, pues, que no pretendo escribir sobre la juventud, el título corresponde a una película que acabo de ver.
No sé exactamente qué ha pretendido Paolo Sorrentino, su director. Poco importa, porque es una de esas películas que permiten la interpretación personal del que la ve, y seguro que es múltiple.
Y en esa interpretación personal mía, he procurado que no influyan las críticas que leído sobre ella.
Describo, pues, una sensación, la mía mientras la veía y cuando terminó.
Me sentí todo el tiempo como si me hubiese montado en un carrusel de espejos, espejos que deforman la realidad y espejos que la reflejan tal cual. Pero mientras me veía en esos espejos, yo no sabía cuáles deformaban y cuales no. Si me veía grotesco y viejo, pensaba que aquel espejo deformaba mi imagen; si, por lo contrario, me veía relativamente joven o, al menos, con una imagen agradable, entonces quería creer que aquel espejo reflejaba la realidad. Y la película es eso, juventud hermosa y vejez esperpéntica, continuamente desfilando ante tus ojos. Y quieres identificarte con lo que más te place, pero enseguida el esperpento sustituye a la imagen bella, y no tienes recursos para situarte en una imagen fija.
La juventud, así, es una metáfora, una visión primaveral. La vejez, el estío o el frío invierno. En ningún caso puedes situarte, porque a uno le sucede el otro y de nuevo se repite.
Puede que tenga que esperar para verme de nuevo como me gustaría, salvo que el carrusel se detenga.