Estoy sentado frente a mi ordenador. Ya he repasado las páginas habituales que me ofrece Internet: diarios, la página de inicio de youtube, algún artículo del que quiero algo más que el titular, y poco más. También borro los innumerables correos no deseados que me llegan cada día. Hace algún tiempo, después de hacer eso mismo, abría un archivo sobre algo que estuviese escribiendo o que comenzara a escribir. Llevo con cierta preocupación que esta actividad casi ha dejado de existir. Y no encuentro una razón que me permita comprenderlo. Escribir es, en algún caso, una pasión que se alimenta de pulsiones, y debe ser la edad la que va dejando atrás todo tipo de pasiones y pulsiones, para vivir ya una vida de encefalograma plano.
Pero algo se ha convertido en recurrente. A falta de motivaciones para ponerlas por escrito, paso muchos ratos mirando por la ventana, que se encuentra abierta detrás del ordenador, a un paisaje sin duda lleno de motivos para posar la vista y lanzarme a ellos en picado, como las aves rapaces hacen cuando divisan una presa a ras de suelo. Debería sentirme libre como esas aves, si creo tener todo a mi alcance para poseerlo. Pero no me paro a considerar tal fatuo privilegio y sólo sigo con la vista el perfil del horizonte. Debo decir que mi estudio está situado en una colina de suficiente altura como para, que todo lo demás excepto las nubes, esté situado debajo. Ese perfil que menciono, en ocasiones lo marca el agua del Mediterráneo, en otras, colinas que lo ocultan. En la plácida llanura del agua nada, a excepción de un barco que, por el tamaño y ausencia de ventanas, parece un carguero enorme. Sobre las faldas de las colinas, caseríos blancos o sombría desolación causada por los fuegos. Dudo que allí lata algún tipo de vida. Más próximo a mí, el terreno desigual alberga casas desperdigadas y, sobre todo, árboles viejos, consumidos por la sequía.
Qué pobreza imaginativa la mía, que sólo me permite escribir sobre lo que veo. Pero como si otras realidades asaltaran mis pensamientos, en esos paisajes archivistos y recurrentes a diario, entro en trance transcendente y me doy a pensar en lo inquietante que es contemplar la vida que perciben mis ojos. “Y todo eso seguirá ahí, sin cambios notables, cuando mis ojos se cierren para siempre, para siempre en la eternidad incomprensible”, me digo sin añadir otra reflexión que mitigue mi inquietud. En realidad, nada me aparta de ese pensamiento, nada que lo enmascare o lo suplante. Es así para todos, y si eso sirve de consuelo, no lo es para mí.
Voy a conectar con mi compadre Gerardo, lo hago a diario. El vive cabalgando otra onda. Él habla del alzheimer, la música de André Rieu, las Celtic Women, etc., y lo mezcla todo con cierta gracia al describirlo; digo cierta gracia, porque no sé si hay gracia cierta o gracia falsa. El se ríe de sí mismo, algo que yo no consigo de mí, aunque confío que llegará y lo disfrutaré por algún tiempo.
Y doy por concluido este escrito que no da para más, y como siempre, lo enviaré a algunos incondicionales lectores y amigos. Volverán a repetir eso de “José, eres un pesimista”. Ojala se pudiese comprar optimismo, podría pensar que nada existiría si yo no lo observo, y así no le echaría de menos.