Leo poco, en ocasiones me paro a leer cosas que antaño escribí; no las reconozco, aunque aseguro que son mías.
Viene a cuento un pasaje que describí en algún lugar de mi obra Doña Pilar. No se refería a un pasado lejano. Aún recuerdo cómo nos manteníamos limpios cuando sólo se disponía de una palangana, un cántaro de agua traído de la fuente, jabón fabricado por mi madre y la toalla de felpa. El rito obligado de lavarse (me refiero a lavarse integralmente) correspondía a los domingos antes de ir a misa, con la ropa de domingo y zapatos lustrados con betún. Evacuar el intestino y la vejiga en un orinal, que luego se vaciaba abriendo la ventana y arrojándolo a la calle al grito de ¡agua va!.
Eso que yo he vivido no es una fantasía. Cuando escribí lo que sigue, era consciente de que estaba reflejando una realidad cercana, y decía así:
«La higiene o la falta de ella, no era una situación propia de retrasados mentales y no debe inducir a pensarlo; quizá con la instalación del agua corriente en las casas las cosas empezaron a cambiar para aquellos que descubrieron la ducha, pero, incluso así, muy pocos se lavaban parcialmente (excepción de manos y cara) en una palangana, y completamente casi ninguno en tiempo desapacible; sólo en el verano, y después de las duras faenas, alguno decía refrescarse chapoteando en el corral con el agua de un barreño y desnudo de medio cuerpo para arriba. Ir aseado era asunto a tener en cuenta los domingos y fiestas de guardar; consistía en lavarse el cuello, la cara, la cabeza con jabón, aclararse ésta con una solución de agua y vinagre para suavizar el pelo o atacar la caspa, y ponerse una camisa limpia, calzones limpios y ropa de domingo. Las mujeres lo mismo, con las variantes de ropa propia del sexo. La limpieza de cintura para abajo no era integral sino selectiva y de tarde en tarde: ellos y ellas se limpiaban el sexo con un paño húmedo cuando el vello púbico se convertía en un amasijo de pelo y semen, o cuando se sentían escocidos en la entrepierna, a la que seguidamente se aplicaban polvos de talco. Las pelotillas de excremento, fijadas al bello anal, habrían de caerse por si solas con el tiempo, si antes no eran arrastradas por la piedra higiénica con la que se limpiaban el culo. Las mujeres usaban, en algunos casos, el agua de colonia a granel; los hombres, sólo después de afeitarse para evitar se enconaran los inevitables cortes. Y esto, que pareciera una exageración, supongo quedará avalado si me remito a la obra «El médico en casa», que guardo como un tesoro, y en donde se puede leer esta perla increíble: «La utilidad de los baños de limpieza es incontestable; se deberán usar una vez por semana. Ahora bien; en París, la estadística suministra como término medio dos o tres baños por año y habitante» No sigue el autor o autores explicando si por venir de París (no obstante), quizá su primera recomendación estaba siendo sometida a riguroso estudio sobre los posibles efectos secundarios que podían sobrevenir por bañarse tan a menudo, por lo que debiera tomarse con reservas. Y no es extraño que estas recomendaciones, lo mismo que otras en libros religiosos, conformaran los hábitos de muchas de aquellas gentes; una casa que se preciara de estar al día, debería contar con ese libro o similar, en el propósito ampuloso y casi eufemístico de disponer a mano de una «Gran Enciclopedia Práctica Ilustrada de Medicina e Higiene»
Como el olor que todos despedían era uniforme, difícil era distinguir quién era limpio y quién sucio, salvo aquel que trataba con caballos o cerdos de forma habitual, que el olor a estos animales siempre impregnaba de un tufillo desagradable para los demás y difícil de evitar. Los problemas con los dedos de los pies eran bastante comunes, y a los que en lugar de prevención por vía de la limpieza, lo que todo el mundo sabía era de remedios caseros para que cicatrizaran las llagas; menos sabían cómo evitar y luego curar el uñero, o uña que se incrustaba en la carne buscando espacio donde crecer; lo normal era que siempre terminara en acceso purulento y la inevitable intervención del médico rural, después de recomendar una previa limpieza a base de poner los pies en remojo, en agua y sal, para ablandar las costras.»
Yo viví estas experiencias; ahora hago literatura de ellas, pero sólo por encontrar la catarsis que me libere del pasado, del pasado, porque ahora, limpios como solemos estar, somos pasto de los virus, seguro que aprecian nuestra higiene.
Por supuesto que, muchisimas personas pueden avalar los usos y costumbres aquí mencionados. No sé si por suerte o azar, lo mío fue distinto. De niña tuve un hogar modesto, si contaba con un baño reducido; un inodoro y regadera, que visitàbamos varias veces para más de una ducha, eso por el calor extremo. Muchos años los vivimos sin el boyler o calentador de agua para baño. No había mucho sufrimiento por el excesivo calor.. Sólo en navidades, un poco de frío. Muchos optaban por calentar agua y meterla a la ducha. Yo no. Hasta hoy, si algún desperfecto me priva del agua tibia, digo un mantram secreto y me lanzo al baño de agua heladisima. De ungüentos y menjurges, nada. Simplemente un jabón común de la tienda de la esquina y talco bien administrado para que todos lo disfruten. Hoy, sonrio ante la parafernalia de La Roche, Avenè, Uriage, CeraVe, y otras marcas que se han colado al baño de casa, casi volviéndose indispensables, y gastando en ellas – a veces- pequeñas fortunas, gracias a la sana mercadotecnia de El.corte inglés. Si, sonrío, y como dijera García Màrquez:. » Ah, como añoro los tiempos en que era feliz e indocumentado «
Nosotros fuimos 10 hermanos y, antes de que mi papá fincara una casa moderna, vivíamos con mi abuelita (su mamá) en una casa muy grande, pero tipo Colima: cuatro corredores techados, un montón de recámaras, un patio abierto en el centro del que salía otro corredor que llevaba al comedor, cocina, y baños, lavaderos, una gran pila; más atrás un horno de ladrillo para hacer pan, y una gran huerta, llena de árboles frutales en donde los chiquillos disfrutábamos. Nos calentaban agua, la ponían en una tina, y de esa agua tibia nos bañábamos. Salía un chico y entraba otro. Nos bañábamos cada dos días. ¡Que tiempos señor don Sim’on!