Ella no quería manzanas; no le gustaban las manzanas, de ninguna variedad, ni crudas ni confitadas. Odiaba las manzanas desde muy pequeña, desde que le dieron el primer puré de manzanas como postre o como complemento alimenticio y tuvo nauseas. Las odiaba más porque sus padres insistían en que comiera manzanas, sólo manzanas. A ella le hubiese apetecido comer otra fruta, y lloraba a su madre para que no se las diera. Pero su madre insistía en la bondad de las manzanas: vitaminas, limpiaban la dentadura, regulaba el intestino, y hasta, para animarla, le decía que eran fuente de belleza, que se le pondría piel de manzana, la piel más bonita que una niña podía exhibir con orgullo, o, por lo contrario, su piel sería arrugada si comía manzanas. Nada de esto la convencía e insistía en que las manzanas le daban náuseas. La madre, preocupada por la carencia de vitaminas que su niña padecía, consultó a un médico. Obviamente el médico le aconsejó que le diera más verdura y otras frutas que le gustaran a la niña.
La madre, de vuelta a casa, comentó con su esposo lo que le había dicho el doctor. El esposo y padre de la niña enfureció: «¿Por qué le vamos a dar caprichos a la niña, teniendo como tenemos una producción de manzanas que hasta exportamos al extranjero? Me niego. La niña, o come manzanas o que coma lechuga, si eso de las vitaminas es importante». Y así, la niña fue creciendo, y no raquítica ni con otras manifestaciones carenciales, gracias a la lechuga, probablemente. Ya de mayorcita y en esa edad en la que las niñas comienzan a mirarse en el espejo, recordando lo que su madre le había dicho sobre la piel de manzana, trató, frente al espejo, de comparar su piel con la piel de una manzana sostenida en una mano y la de una lechuga en la otra. Miraba su cara reflejada en el espejo, luego la manzana, vuelta a mirar al espejo y seguidamente a la lechuga.
La razón nunca fue investigada, pero el caso fue que la niña era tan fea, que más se parecía su piel a la de una hoja de lechuga que a la piel tersa de una manzana. La joven, descorazonada, rompió en sollozos cuando se vio y pudo apreciar que era fea, con la piel parecida a la rugosa hoja de lechuga. Su madre que la escuchó, se acercó al cuarto de baño donde su hija estaba y le preguntó: «¿Por qué lloras?» «Tengo piel de lechuga…», balbuceó entrecortadamente y añadió: «¿Podría cambiarme la piel y tenerla de manzana si como manzanas?» La madre, que sabía que eso era imposible, le contestó abrazándola: «No hará falta, cariño mío; papá y yo hemos decidido por otra solución: nos han recomendado un cirujano estético que te dejará la piel como la de una fresca manzana …