la princesa preñada

Un príncipe se casó con una plebeya, y todo fueron rumores en la corte. Unos lo comparaban con un cuento de hadas y otros como un indecente braguetazo. La nueva princesa estaba triste. El pueblo pensaba: “No puede tener hijos”. Pasaba el tiempo, y todos susurraban: “Por razones de estado, se tendrán que divorciar”. Y cuando nadie lo esperaba, la Casa Real anunció que la princesa estaba preñada. Los del cuento de hadas se alborozaron; los del braguetazo se callaron. Sólo yo reflexioné. Una mujer preñada es más que una princesa. Se convierte en odre esotérico donde principia la vida. ¿Hay algo más precioso y que supera en mucho la pretensión de los alquimistas de convertir el plomo en oro? Trato de imaginarme a todas aquellas parejas que viven la incertidumbre angustiosa de la paternomaternidad. Y no me cuesta trabajo imaginar el júbilo de ambos cuando el doctor les dice: “Felicidades, vais a tener un hijo”. Pero en el caso de los príncipes de esta historia no debió ser así. La presión social es única en este caso. Pensarían, al recibir la noticia: él, “Te quiero, Princesa”, como renovando una confesión hasta entonces condicionada; y ella, “Ahora sí me siento princesa”, como haciendo valer sus méritos. Y es que un hijo iguala a los padres en algo que es muy superior a cualquier rango social diferencial; es tanto como ser reyes de la creación. ¿Se puede alcanzar mayor rango?