Caminaba yo por una senda nunca transitada y tampoco tenía información a dónde te llevaba. La única noticia que tenía era lo que se decía por la gente del pueblo: «que nadie que se adentró por ella había vuelto». Yo no creía en esas historias, ¿qué podía impedir regresar? Sólo admitía una posibilidad: que al final de la misma hubiese un precipicio por el que se caerían los caminantes, bien porque se les había hecho de noche y no lo veían o porque, voluntariamente, se dejaban caer con resultado mortal, en ambos casos. La primera era improbable, no todos habrían llegado al precipicio de noche, pero otros misterios más absurdos existen, así que no la descarté. Yo, teniendo en cuenta estas dos posibilidades, me decía a mi mismo: «si caminas con cuidado, y no siendo el suicidio algo en lo que estuviese pensando, no debo temer que yo no rompa el maleficio del que hablaban en el pueblo». Me empujaba la curiosidad, la información podía ser cierta y debía tener una explicación; era esa explicación la que me había hecho emprender esa especie de aventura.
Ya la tarde quedaba atrás y comenzaba a oscurecer. Pusé más cuidado en cada paso que daba adelante a fin de evitar que terminara allí mi andadura. Pensaba que aún siendo motivo de temor, habrían sido bastantes las personas que con sus pisadas crearon la senda, pero también muchas lo habrían hecho por el mismo motivo que yo: la curiosidad. La diferencia entre las supuestas personas que no regresaron y yo no podía ser otra que yo iba muy prevenido y dificilmente me podría suceder nada que me impidiera regresar.
Si cuento esto es señal de que he vuelto sano y salvo. En realidad no llegué al final del camino, así que no puedo asegurar si la senda terminaba siendo fatal o no terminaba nunca y las personas que no volvieron continuaron por ella indefinidamente; otra posibilidad que más bien era una fantasía. Fuese como fuese, las personas que me vieron llegar de vuelta me preguntaban qué había visto y cómo había conseguido regresar. Yo les dije que no había llegado la final de la senda y que, por tanto, no podía saber lo que había al final.
En el pueblo siguieron como antes, con el temor a algo que aquella senda guardaba en fatal secreto y nadie mostraba curiosidad por conocerlo.
Había pasado mucho tiempo desde aquella experiencia mía. Quise saber si ya en el pueblo alguien había regresado con la respuesta, así que me acerqué por allí y mi asombro fue grande, pues la senda había desaparecido. Los habitantes del pueblo la habían borrado de adelante hacía atrás, hasta los límites que consideraron prudentes y regresaron. La leyenda se fue desvaneciendo a medida que los más viejos del lugar fueron muriendo. Los que quedaron nunca supieron de nadie que hubiese desaparecido, así que a mi pregunta se encogían de hombros o me decían: «nosotros no sabemos nada, sólo las historias que contaban los que se fueron, si usted quiere saber si hay algo de verdad en ellas, deberá crear una nueva senda que le lleve hasta el final, y si no regresa, volveremos a creer en el misterio».
No lo intenté, de haberlo intentado, quizá sólo yo habría conocido la respuesta. Los del pueblo seguirían alimentando su fantasía, como sucede con la vida.