A propósito de mi último escrito. «Realidad o especulación», una amiga dice estar más o menos en mi escepticismo a ultranza. Y termina diciendo: «No es consuelo, me complacen esos avances, son los hijitos de la ciencia, lo que lamento es todo lo que no podré ver».
Es una buena reflexión. Si algo trae consigo desaparecer de este mundo vivo, es no llegar a tener todas las certezas a las muchas preguntas que nos hacemos cuando las que se nos proporcionan no son, ni mucho menos, definitivas a la vista de las nuevas que aparecen y que contradicen las primeras. Ante tales situaciones, debemos sentir el desasosiego que se siente cuando se piensa en la muerte, una más de las aseveraciones para las que se dan toda clase de interpretaciones. ¿Alguna pudiera ser verdad? Sólo los muertos podrían decirnos qué hay detrás de su muerte, pero, excluyendo casos paranormales de dudosa credibilidad, el caso es que nadie que murió ha contado lo que se podría esperar y así calmar nuestra incertidumbre. ¿Lamentar que no se llegue a saber la realidad de todo aquello que nos inquieta? Supongo que el que se lamenta es porque está persuadido de que con su muerte todo se acaba para su conocimiento. Esa podía ser una realidad no especulativa, pero he de convenir que pudiese estar equivocado. ¿Se imagina alguien el tsunami ideológico que causaría que se diera la ocasión de que un ser muerto, cremado, esparcidas sus cenizas en las olas del mar que llegan a las playas, volviera a recomponerse en el ser vivo que fue y nos dijera: «Esto es lo que hay y yo he visto, y como tal lo cuento». Millones de años y ni un solo caso que la mínima razón acepte como sucedido real. ¿Será cuestión de tiempo que suceda? Aquí, si la soberbia no me condiciona la conclusión que me atrevo a dar, deberé decir: no lo lamento, como señala mi amiga, el que no lo pueda ver, porque si así fuese, mi inquietud por morir se tornaría en esperanza. Y confieso no tenerla.