Las cosas como son (reeditado)

Las cosas como son. Resulta que cuando nos preguntamos por qué» las cosas son como son» y no de otra forma que quisiéramos, la respuesta casi siempre es: «Las cosas son como son». Para abundar en ese axioma, permítanme que traslade aquí un fragmento de mi obra «No aseguro que volví». El dicho fragmento se enmarca en la situación de un hombre que vuelve de un largo coma y se plantea cómo serán las cosas en el mundo cuando abandone la clínica.***Cosas como ésta que a continuación describo, ocupaban la mayor parte de mis largos tiempos de soledad. Solía hacer un ejercicio previo de relajación y, con los ojos cerrados, comenzaba mi traslación a escenarios que seguramentese hallaban más allá del horizonte pequeño de mi realidad. Y así, por ejemplo, aparecía en un prado de fresca y altísima hierba. Sentía su presencia de ondulaciones inquietas y sus caricias en mi piel. Sentado, hundido hasta la cintura en aquella alfombra verde, miraba lo que me rodeaba: un escenario, nunca mejor expresado, de ensueño. Caía el agua enruidosas cascadas, que descendían como cabelleras plateadas desde los altos picachos que perdían sus cumbres entre brumas, y luego se remansaban en un lago de aguas negras, sólo festoneado por la espuma de pequeñas y blancas olas que rompían suavemente en la costa. Este ir y venir de las olas parecían traerme mensajes que me complacían. En el horizonte, no lejano, la música parecía surgir del silbar de los árboles, que se mecían esbeltos, como abanicos que me enviaban una brisa cálida. Y yo respiraba hasta lo más hondo de mi ser todos los aromas de la vida, sintiendo que todo mi cuerpo se bañaba de placer. Y en aquel éxtasis, me dejaba caer de espaldas sobre la alfombra húmeda que formaba la hierba, y miraba al cielo contemplando las nubes, blancas como algodones, que se trasladaban veloces, formando figuras que evocaban aves migratorias. Era tan fuerte la sugestión que experimentaba, que luego, cuando me desconectaba de aquel embeleso, podía jurar que yo había estado allí. Pero no era fácil sustraerse a otra visión menos gratificante, y es que la memoria, a veces, se interpone entre tu imaginación y el pensamiento. Entonces, mis recuerdos se aposentaban como águilas negras sobre campos quemados, llenos de muñones renegridos o de cuerpos retorcidos que apenas dejaban vislumbrar sus miembros. Y las nubes, ocultas, manchadas por el humo gris negruzco, que el pálido sol trataba de perforar en su obligación de vivificar tanta muerte allí abajo. En casos como éste, y eran más frecuentes de los que mi voluntad imponía a mi mente, sentía, como si los viera presentes, que todo mi ser se estremecía de pesimismo, y me tapaba con el embozo de la cama, como si mis párpados no fueran suficientes para echar cortina sobre tanta desolación contemplada. En cualquier caso, seguro que al otro lado de la cárcel de mi cuerpo, las cosas seguían siendo así, en ilógica convivencia, y mi axioma favorito venía una vez más en mi auxilio: las cosas son como son. La vida era un mosaico de contradicciones. A mi gente, quiero decir, las personas que vinieron a visitarme en la habitación que ocupaba, tanto mis padres como mis conocidos o desconocidos amigos, mis cuidadores, mis enfermeras, cada cual con sus coherencias colectivas o sus increíbles absurdos individuales, siguieron siendo como personajes de varias comedias que se representaban a la vez, intercambiándose los papeles que debían encarnar en cada momento de la percepción de mi propia existencia. Las cosas son como son, me decía como corolario balsámico, y, a continuación, mi espíritu se refugiaba en el sueño, estado en el que todo parecía seguir igual pero, a veces, al contrario.Tan acostumbrado estaba a mi pequeño mundo de despropósitos, que llegué adesear que al otro lado de mis cuatro paredes las cosas no fueran diferentes. Y me daba miedo el momento de enfrentarme con una realidad que contradijera mis hábitos y me forzara a comprender de nuevo el normal discurrir de las cosas. Un ser paradójico como yo sólo podía sentirse bien entre paradojas, y mejor cuanto más absurdas e incomprensibles. Para una normalidad no me valía decir «las cosas son como son», pues difícilmente aceptaría la verdad que no me complaciera. Dícese de los locos que son felices porque no se plantean cambiar las cosas del sentido que ellos les dan, y yo, que presentía que las cosas no podrían tener otro sentido que el que previamente se había prefigurado para ellas, tenía por fuerza que ser una de esas cosas. Por eso deseaba vivamente no dar ocasión a que la realidad de las cosas abrumara mi indefensa realidad de cosa fácilmente manipulable por las demás cosas. Y aunque los médicos no aventuraban un próximo restablecimiento, yo empecé a pensar en el momento de tener que dejar mi mundo, el que con tanta facilidad manejaba, y tener que enfrentarme con el mundo que trataría de condicionarte sin permitirte la calma de un» las cosas son como son», para que te amoldaras a las cosas como ellos quieren que sean. ¿Qué mundo me esperaba al otro lado? ¿Mi gente sería mi gente?Cualesquiera que fueran los papeles que desempeñaban en la comedia de la vida, ellos me pedirían que me integrara en la escena, que no desentonara. Todo lo más que me permitirían sería que, si lo quería, pasara desapercibido. Pasar desapercibido, no existir para ellos. No, en todo caso yo lo que quería es que fueran ellos los que pasaran desapercibidos para mí. Pero para lograr tal propósito, debía introducir una modificación sustancial en mi lema favorito. Las cosas son como son implicaba cierto fatalismo, de aceptación resignada, que bien valía para donde estaba, pero que no habría de valer para el exterior, ese mundo que intentaba por todos los modos condicionar tus comportamientos. Tampoco podría ser cambiado por «las cosas como deben ser» o «las cosas como tienen que ser», pues introducía un voluntarismo que yo estaba lejos de adoptar como intención. Si las cosas tenían entidad propia para ser ciertas cosas, no debían ser, no tenían queser, pues ya lo eran. En consecuencia, si debían o si tenían que, sería porque se trataba de otras cosas. Las cosas son como son, implicaba, decía,la tragedia personal de sentirte inmerso en ellas, ser como un juguete en manos de un niño travieso, avocado a ser roto en cualquier momento. Con este juego de las palabras, las frases y sus significados según y cómo, pasaba mucho tiempo preparando mi salida de la clínica. Y en un momento creí encontrar la solución: «las cosas como son». Las cosas como son, parecía suponer que no te imponían un determinismo inevitable. Tampoco un voluntarismo superior a la comprensión de quien las contemplaba. Las cosas como son, lo eran a posteriori, es decir, se determinaban mediante tu propia percepción y al margen de cualquier otra percepción diferente. En definitiva, mi conclusión era, que no deberíamos aceptar que las cosas son como son, y que las cosas como son cumplía con el importante requisito de estar supeditadas a la percepción que de ellas pudiera tener cada individuo. Era cierto que estas disquisiciones, no sé si filosóficas, servían para ocupar mi mente cuando las cosas reales la dejaban ociosa. No sabía si tenían algún sentido o si constituían un monumento a la majadería, o si venían o no a cuento. Era mi pensamiento y la comprensión del mismo no era necesaria, ni siquiera para mí; las cosas volvían a ser como eran. Lo cierto era que sólo tenía dos opciones para elegir cuando saliera de la clínica. Elegir una u otra tenía que ser determinado por mí antes de dar el primer paso que me condujera al exterior. Una opción sería enfrentarme con un mundo que contradecía a mi memoria. Tendría que aceptar que mis padres vivían y encontrar una explicación a por qué yo los recordaba muertos.También por qué aquella pareja que se presentó contra mi memoria, y que no siendo mis padres, yo hubiese querido que lo fueran. Y mis amigos con sus contradictorias vidas, que yo los recordaba muertos también y con otros recuerdos. Tendría que renegar de mi memoria anterior, y toda increíble nueva realidad debería ser por mí asumida con un fatalista «las cosas son como son». Pero también tenía otra opción: dejar de lado todo ese mundo de contradicciones en el que la comprobación de cualquier realidad supondría un quebranto para mi pensamiento- de forma que no haría más que acrecentar mi angustia por la incertidumbre de pensar si estaría vivo o estaría muerto, si despierto o soñando. Me sentiría desplazado de una realidad previsible, en un laberinto de difícil salida. Dejar ese mundo y empezar una nueva vida en otro donde todo fuera nuevo. Las nuevas experiencias sustituirían a la memoria antigua y las contradicciones vividas serían sólo complejas contradicciones de mi pensamiento, que, según había escuchado alguna vez, no era verdad ni mentira.

Derechos reservados. José D. Díez, 1998



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