Miguel es un fantasma, un desgraciado subproducto de esa trituradora que llaman Internet. Él antes era un hombre normal, sin otras pretensiones que las de ser un hombre corriente, ocupado íntegramente en sacar adelante a su familia.
Fue cuando creyó que ese capítulo estaba cerrado y bien cerrado, con todos los números hechos, y que podía sobrevivir en condiciones básicas, que le dio por escribir y cuidar sus plantas como medio de evadirse de una realidad que no se cierra sino con la muerte.
Ahora, Miguel, va de la imaginación a los sueños como el que transita por las nubes que crean la fantasía. Es una especie de místico sin sustento divino; una especie de asceta con el cuerpo en estado vegetativo. No así su mente, que, como la de Don Quijote, delira soñando con los mundos fantásticos que él mismo crea. Tal es su propensión a desfigurar la realidad, que todos sus personajes son máscaras de un carnaval negro, a veces deleznable, caricatura de un mundo en el que no todas las cosas son malas.
Miguel lo manipula todo con su imaginación destructiva de cánones establecidos. Parece soñar con el caos total.
Miguel ya no es recuperable, y es un peligro para todo aquel que caiga en su mundo de palabras. Es un peligro porque les impide pensar por sí mismos; en su lugar, rellena su cerebro con las secreciones paralizantes de sus fantasías, sin posibilidad de retorno, o, al menos, un retorno sin abismos.
Pero Miguel no es culpable. El también es víctima. Una persona que sufre una tal transformación, tiene en su exculpación el haber caído, sin saberlo ni pretenderlo, en ese aquelarre en el que todos buscan sus propios paraísos. Una vez allí, unos se convierten en arañas y otros en moscas, en partenogénesis continua. Unos y otros terminarán destruidos por sus insaciables apetitos.
A Miguel le espera la hartura infinita que terminará bloqueando su alma. Cuando esto suceda, su cuerpo y su alma serán sólo un desecho de ese caos que todos contribuyeron a crear sin pretenderlo.