Un padre, insatisfecho por la forma en que su hijo le correspondía, a él se dirigió en estos términos:
«Hijo, tengo que decirte que no comprendo tu comportamiento para conmigo. Mientras eras pequeño e, incluso, un mozalbete, nunca sentí tu desafección, al contrario, creo que tu padre era para ti el padre del que te sentías orgulloso, que te protegía y te enseñaba a dar pasos firmes por la vida. Y no estabas desencaminado, pues para mí no había nada más importante, y todo lo que hacía por ti, siempre era mi intención de que fuera para bien, para que todos los pasos que dieses en la vida fuesen los correctos. Mal padre habría sido si te hubiese dejado crecer a tu aire, bajo el pernicioso ejemplo de la calle, de otros chicos que no contaban con un padre como tú. ¿Qué hice mal para que ahora, ya mayor, no me dispenses el reconocimiento que deberías observar con tu padre? Apenas te comunicas conmigo, no me pides consejo, aceptas de mala gana el que te doy por tu bien. Sepas que sufro porque quisiera comprenderte, encontrar la razón que te ha llevado a ser así conmigo, y si tu explicación es la que alberga tu mente y nunca me confesaste, tendrás razón y yo habré estado equivocado. Te pediré perdón, lo único que puedo hoy hacer.»
Mientras estoy decía aquel padre, el joven, ya independiente del hogar paterno, en ocasional visita, permanecía sentado en un sillón del salón, parecía ensimismado con su teléfono móvil, tecleando espasmódico algún mensaje o siguiendo un juego compartido. Terminado que su padre hubo de hablar, dejó el teléfono sobre la mesa y levantó la vista dirigiéndose a su padre. Tomó el turno de la palabra y habló así:
«Te he escuchado, padre, aunque me hayas visto ausente. En realidad no podía mirarte mientras me hablabas. Quieres saber qué razón me lleva a comportarme de forma que que te preocupa o te duele, y te la voy a decir: Todo lo que has dicho, con ser cierto, careció de algo tan elemental como lo que no hiciste: cuando me equivoque no me corregiste, te enfadaste. Cuando lloré por algo personal, no me consolaste, me reprochaste que eso no era de hombres. Cuando quise hacer algo por mí mismo, no me empujaste, fuiste un muro infranqueable, porque lo viste inconveniente. Ahora, no es que quiera pagarte por todo lo que no hiciste, padre, es que es la única forma que tengo de evitar que mi padre siga pensando que necesito de su protección para no equivocarme. Mira, tú hiciste las cosas a tu manera, con la mejor intención; deja que yo ahora haga las cosas a mi manera, también sin mala intención.
El padre se fue y el joven siguió tecleando el teléfono.
No está mal. Pero no sé si se corresponderá con el tiempo actual, verás: no tuve descendientes, no podría calificar de real el diálogo.
Imagina que este fuera el diálogo de una pareja; él muy protector, ella aparente sumisa. Llegados a cuentas, el quejoso recibiría por respuesta » ya vas a empezar, Héctor, figuraciones tuyas. Vamos a cenar. Primero atiende a los conejos y al gato, en lo que caliento el Souffle»