He estado a punto de tirar la toalla, borrar todo lo que movilizó mi cerebro, mis dedos, mis tiempos muertos. O simplemente apagar el ordenador y dejar que todo se quede ahí como en un nicho fúnebre.
Me fui a hacerme un café, con él me senté, de nuevo, frente al ordenador. La pantalla se había apagado. «¡Qué bien estás así!», me dije. Tocar una tecla y abrirse era seguir, volver a empezar. Me resistí. Aquella pantalla negra era la esquela fúnebre de mi vida. Pero me gustaba. Era como asistir, consciente, a mi propia muerte. Cualquiera desearía verse un segundo después. En esa contemplación podía hacer un resumen de mi vida, sin nada más que añadir. Luego, sin ningún resentimiento, diría: «Bueno, José, hiciste lo que pudiste, no vale arrepentirse de nada, porque aunque te arrepientas, nada ha de desaparecer». Y pensando en la frase, yo mismo me di la razón: «Qué importa lo que hice, si lo hecho, hecho está?».
Pero el éxtasis duró poco y forcé la apertura de pantalla. Lejos de sentirme en el otro lado, las carpetas, los iconos, el fondo azul me devolvieron a la realidad. Si como parecía había muerto y vuelto a la vida, inmóvil me dije: «Y todo para qué, si esta vida ya la viví. No voy a repetirme si todo ha de ser igual.»
Pero la vida, mientras te tenga en sus manos, te dirá en todo momento que nada se ha acabado, que sigas dándole alegrías, tristezas, euforias y depresiones, dolor y bienestar, risa y llanto, amor y odio. Y en este ir y venir de lo bueno a lo malo, seguramente te dirás: ¡Qué mierda de vida!, y no tendrás el valor de acortarla.
«Pero eso es porque eres un inconformista», te dirá un estúpido.
Y tú, que eres un inconformista, le responderás: «Pues tienes razón, no lo había pensado.»