Un hombre muy muy rico quiso que le contaran el cuento jamás oído. Hombre hecho a sí mismo, nunca le contaron cuentos cuando era un niño, al igual que nunca tuvo juguetes. Con la inmensa fortuna que amasó, compraba un ejemplar de todos los juguetes que salían al mercado, más por despecho, que por interés en los mismos. Pero no podía evitar una obsesión: quería que le contaran un cuento inédito, que le hiciera sumergirse en la posterior fantasía a que induce todo cuento en un niño. No le valían los cuentos clásicos, de los que ya había tenido noticia, además, esos cuentos y todos los ya escritos tenía que leerlos, y eso no le interesaba; él quería que se lo contaran, casi que lo improvisaran, como hacían padres y abuelos con los niños.
Puso un anuncio no sólo en en los diarios, revistas, sino en las emisoras de radio de todo el país que decía así:
«Soy un hombre mayor, vivo sólo y tengo una gran fortuna. Nunca supe cómo debe sentir un niño cuando le cuentan un cuento. Aquel que me cuente un cuento inédito, que me haga sentir como un niño, recibirá de mí, y en prueba de gratitud, la mitad de mi fortuna. Este anuncio no es una broma y así lo tengo declarado ante notario. Póngase el interesado en contacto llamando al teléfono 900 111 222 333 y recibirá concreciones sobre esta oferta»
La llamada era gratuita para el que estuviese interesado. Naturalmente, el anuncio causaba primero perplejidad y luego hilaridad en casi todos los que lo leían. Nadie se lo creía. Algunos pensaban que era uno de esos anuncios con trampa para ver cuántos ingenuos había en el país; otros cosa de algún loco maniaco depresivo con ganas de notoriedad; otros llegaban más allá, y elucubraban mil y una fantasías escabrosas.
Pasaba el tiempo y nadie llamaba a ese teléfono, ni siquiera para hacer una broma de mal gusto o por la curiosidad de ver hasta dónde llegaba quien estuviese detrás de tal extravagancia. El hombre rico, ante tal fracaso, no sabía qué hacer. Consultó a agencias publicitarias, de las más prestigiosas, y le sugirieron que no pusiera anuncios, sino que lo anunciase él mismo en la radio y televisión; le presentaron maquetas de cómo debería hablar, estar vestido, ambiente habitual y lo que debería decir. Y así lo hizo. Ahora el anuncio era más verosímil para quién lo escuchaba o veía, pues la figura, aleccionada por los publicistas, que presentaba el hombre rico, no dejaba lugar a dudas: un hombre con aspecto bonachón, bien vestido, paseándose por los magníficos jardines de su casa y mirando de frente.
Pero tampoco, en esta ocasión, se presentó ningún candidato. Unos pensaban que era muy difícil el reto: sentir un hombre mayor como un niño al que se le lee un cuento…, poco menos que imposible. Otros, que el cuento, para merecer esa recompensa, debería ser sublime. Además, quién podía estar seguro de que ese hombre no mintiera y después de escucha el cuento, dijera que no le había hecho sentir como un niño, y de esa forma no tener que entregar la mitad de su fortuna? ¿Cómo podría notar el efecto el autor del cuento? Muchos escritores trataron de recordar qué habían sentido ellos al escuchar el primer cuento de su niñez, pero ninguno lo recordaba; pensaban que sólo les gustó. Otros preguntaron a sus hijos, pero los hijos no supieron explicarlo. El tema llegó a ser motivo de discusión y debate acalorado en los medios públicos: ¿Qué siente un niño al escuchar un cuento, el primer cuento?
El hombre rico tuvo que desistir de que alguien se presentara a tan extraña convocatoria.
Estaba nuestro hombre pesaroso de que su fortuna no le pudiera hacer recuperar el tiempo perdido, cuando se le ocurrió salir a la calle y pedirle al primer niño que encontrase, que le contara un cuento inventado por él, por lo que le compraría la bicicleta más bonita del mercado. Y salió de su casa con la esperanza iluminando su cara. Nada más salir, un niño harapiento, descalzo, sucio, desnutrido, se acercó para pedirle limosna…
—¿Sabes algún cuento? —le preguntó al niño.
—No señó, no sé
—¿Nunca te contaron un cuento?
—No señó.
—¿Tú madre tu abuela no te cuentan cuentos?
—No señó. Yo no tengo madre y tampoco abuela.
—¿Con quién vives, pues?
—Con los hermanos.
—¿Qué les pasó a tus padres?
—Mi madre se murió y mi padre está en la cárcel.
—Comprendo. Oye, y tú, ¿podrías contarme un cuento, un cuento que te inventaras?
—¿Y qué me da usté?
—Lo que quieras.
—¿Me compra usté unos zapatos?
El hombre rico, con los ojos empañados en lágrimas, tomó de la mano a aquel niño y entró en la zapatería más próxima.
Nota del autor: El cuento termina aquí, porque a él tampoco le contaron cuentos cuando era un niño, y ahora tiene que inventárselos.