Ayer me quedé enganchado a un documental que daban por la tele. El tema era conocido, reiterado infinitas veces, trataba sobre el golpe de estado que intentaron unos militares en España el 23 de febrero de 1981. Hoy se cumplen 40 años de aquel suceso. No esperaba nada nuevo y me disponía a cambiar de canal.
Por la pantalla comenzaron a desfilar los personajes, protagonistas pasivos, que aquel día se encontraban en el hemiciclo del Congreso, diputados y funcionarios. El documental discriminaba, por razón de espacio, y sólo mostraba el testimonio de aquellos más relevantes, caras conocidas, hacía tiempo alejadas de la política. Sucede lo mismo que con aquellas personas que se cruzaron en nuestras vidas por diversos motivos y circunstancias, que no hemos vuelto a ver desde hace mucho tiempo y que de ellas guardamos la foto fija de por entonces, no actualizada, y no podríamos ni por aproximación imaginar los cambios que se habrían producido en sus figuras. No los reconoceríamos si nos topáramos con ellos.
Ir viendo aquellos rostros con el correspondiente nombre al que pertenecían, sobradamente conocidos, me hizo recordar la reflexión que había escuchado y que venía a decir que la vejez era bella.
Si ese axioma se refiriese a su espíritu, quizá yo no tendría nada que decir ni demostrar en su contra. No era el caso. Eran sus rostros desnudos, sus cuerpos vestidos permanecían doblemente ocultos. Calvos o con escaso pelo blanco, ojos sin luz en las blanquecinas pupilas, empequeñecidos y sostenidos por bolsas de unos párpados abolsados, caras hirsutas, con mentones flácidos, hiperplasia en las orejas, cuellos estriados, sin ninguna musculatura, narices crecidas o aguileñas, cejas y pestañas esbozadas o inexistentes. Irreconocibles incluso prestándoles atención sostenida y buscando similitud, rasgo a rasgo, con el recuerdo que habías congelado de aquellos personajes.
Mantuve la atención tanto cuanto pude, el espectáculo era deprimente porque, inevitablemente, no pude evitar extrapolar aquella visión a mi realidad personal. Hasta ese instante, acostumbrado a los cambios paulatinos que yo había sufrido, nunca había pensado si mi vejez era bella o fea. En lugar de no reconocerme, como no reconocí aquellos personajes, sucedía algo paradójico: no recordaba qué aspecto tenía yo 40 años atrás.
Cerré la tele, cerré los ojos y concluí: la vejez no es bella ni fea, está, como en los alimentos y otros artículos de consumo, impresa en nuestros cuerpos, es la fecha de caducidad.