I
Un ángel se hizo hombre y habitó entre nosotros. De ángel sólo le quedaron las plumas y un gusto por el amor etéreo, que él, para hacerlo perceptible a los sentidos humanos, lo configuró en la forma de una mujer, mujer de figura anémica, probablemente sifilítica, seguramente tuberculosa. El ángel, nada experto en amores carnales, la colmaba de flores, de versos, de suspiros. La mujer estaba encantada; le quedaba tan poca carne, que no tenía deseos libidinosos y, por tanto, no echaba en falta retozar, cuerpo a cuerpo, con aquel hombre, nunca mejor dicho, llovido del cielo. Se llevaba las flores que le ofrecía a su pecho para arropar a su corazón cansado y frío; escuchaba sus versos como el que oye complacido caer la lluvia en primavera y se deja mojar para sentir su caricia; y los suspiros, ¡ay, los suspiros!, ella los hacía suyos como transfusiones de sangre vivificadora que le permitían inspirar un aire demasiado denso para ella. Hablaban, siempre hablaban. No comían ni bebían. Él le hablaba de paraísos, de cielos, del Padre Celestial, de ángeles, de praderas infinitas donde la tierra era una nube blanca como el algodón cardado, cubierta de margaritas. Ella, arrobada, dejaba volar su imaginación y comenzaba a danzar un vals, casi levitando del suelo, mientras le decía:” amor, amor que me haces transportar a los cielos, antes ignotos, pero ahora perceptibles. ¿Cuándo será el momento en que me lleves allí? Ya nada me retiene en la tierra, donde sólo te piden que te confundas con los cuerpos de los hombres para sentir esos cielos de que me hablas. Nunca supe de ellos. Los hombres me rechazaron siempre por mis pocas gracias. Dadme esta oportunidad, ángel de amor, que ninguna mujer debe morir en sí misma para sólo ser pasto de los gusanos». Y el ángel hecho hombre, llevado de su condición de ángel, la tomó en sus brazos, desplegó las alas ocultas y con ella voló.
La mujer se llamaba Raquel, y la encontraron muerta en un banco del parque. Los hombres, provistos de máscaras, la retiraron de allí para conducirla al crematorio.
II
Me dejaste un pellizco en el corazón, mujer de mi creación bufa. Pude ser contigo más sensible y haberte dejado satisfecha como querías. Pero los creadores somos dioses miserables, sin compasión. También somos hombres, y aunque arrastremos los estigmas de nuestra propia creación, nos queda intacta la capacidad de la ternura. Ningún hombre es impasible ante la mujer que no consigue salir del mundo ínfimo que destinaron para ella. Si algo remueve nuestras propias miserias es la visión de una mujer desolada. No le daremos albergue en nuestros sentimientos, pero maldeciremos al Dios que, yéndosele la mano de artista, creó tal cúmulo de imperfecciones en la que nos dio por compañera. Porque, sin duda, cualquier mujer fue creada para acompañar al hombre en su misión cósmica. Y cuando una mujer no consigue desempeñar su papel, porque el hombre no la toma de la mano, se convierte en un proyecto fallido, impropio del creador de creadores. Si nosotros, los hombres, somos dioses pequeños, miserables y sin compasión, también somos proyectos fallidos de nuestro creador. Falló el creador cuando nos creó a su imagen y semejanza, y, probablemente, sin pretenderlo, nos dio la ternura que nos hizo diferentes. Para Raquel, lo del cielo deseado solo era una forma de tener consuelo.