Salustiana era un mujer extremadamente fea. Sus padres, como en una premonición de lo que llegaría a ser, también le pusieron un nombre horrible, o a mí me lo parece. Ni siquiera lo apostrofaron llamándola Salús, que hubiese parecido hasta exótico. Todo el mundo la llamaba Salustiana, pienso que hasta complacidos en su perversa intención de llamarla por su nombre. De todas formas, mejor era que la llamaran con un nombre que hacía honor a su fealdad, que cualquier otro que, por bello, hubiese sido un escarnio cada vez que la nombraran. Creció en el seno de su familia como una maldición, aceptada, igualmente, como la miseria que padecían sus padres, es decir, con resignación cristiana.
Era hija única, y eso fue su suerte. Los padres pudieron con sus precarios medios y una beca del Estado, darle estudios universitarios. Salustiana se había hecho merecedora de esa beca por su excelente aprovechamiento en los estudios medios. En realidad no fueron los padres los que la impulsaron a seguir estudiando, pues nunca confiaron que de aquel cuerpo se pudiese obtener nada meritorio. Fue ella misma la que se reveló contra un destino que parecía marcado con su indeseable presencia, allí donde se encontrara. Cuando se planteó la elección de su carrera universitaria, tuvo muy en cuenta el ámbito de actuación profesional en el que habría de desenvolverse. Consciente de su fealdad, insultante para los demás como miembro de la misma especie, eligió estudiar Filología China y sus familias. Pensó Salustiana que podría, así, escribir algún día una gran obra en chino, que sólo tendría proyección en China, y que si algún honor recibía, lo sería, en todo caso, en aquella región del mundo, alejada de las personas que directa o indirectamente la habían hecho sufrir tanto. Los estudios universitarios fueron aprovechados con título Cum Laude. Los primeros tiempos fueron alternar trabajos de traducción para ganarse la vida y escribir su libro, ambas cosas sin salir de casa, como era su deseo. Sus excelentes traducciones llegaron a trascender y le propusieron trabajar en exclusiva para una gran empresa con una filial en China. Salustiana lo aceptó con la condición de hacer su trabajo en casa. El empresa, a sus indicaciones, le proporcionó un ordenador traído expresamente de China, con caracteres chinos y hasta programas en esa lengua. Salustiana siguió con su empeño de escribir su libro en chino. Habían pasado diez años cuando Salustiana consideró su obra terminada. Pero Salustiana no supo, en un principio, qué hacer con ella, aunque su sueño era darla a conocer en China. Pensó en alguno de los chinos con los que se relacionaba su empresa y pedirle que, de regreso a su país, hiciese llegar el manuscrito a cualquier editora china, pero luego consideró que tendría que ponerse en presencia de él y, a buen seguro, el chino tomaría el manuscrito para, riéndose malévolamente, tirarlo en cualquier sitio; tal era la baja estima que Salustiana tenía de sí misma. Un día, después de haberle dado mil vueltas, decidió lo siguiente: tomo parte del manuscrito y lo intercaló en un extenso informe, que la empresa le ordenó que tradujera al chino. Ese informe iba dirigido a las autoridades chinas, en solicitud de una extensión de negocios de la empresa. A nadie en la empresa se le ocurrió ojear el contenido, por la obvia razón de no entender nadie el chino salvo la empleada Salustiana. Confiaban plenamente en ella y aceptaron el informe ya cerrado en un voluminoso sobre. El fragmento de la obra de Salustiana partió para China junto al informe de su empresa. Algo preocupada por tan atípica actitud y casi esperando que su jefe la llamara para comunicarle su expulsión, Salustiana esperó el resultado de su temeridad. Pasó algún tiempo en el que no sucedió nada; es más, las autoridades chinas respondieron al informe en los términos habituales en los intercambios comerciales, por lo que Salustiana dedujo que, al menos, su osadía no había merecido ningún comentario negativo por parte de sus destinatarios. Pero un día, ya pasados seis meses, sucedió algo insólito. Recibió una llamada de la Embajada de China. Sólo le pedían si tenía inconveniente en recibir en privado a un emisario del Gobierno Chino, a propósito de un escrito que había hecho llegar a las autoridades chinas. Salustiana casi se desmaya. Balbuceando dijo que aceptaba con mucho gusto, y esperó. Mil cosas pensó Salustiana que sucederían en aquella cita; la que más fuerza tomó, fue que el emisario chino vendría a proponerle la publicación de su obra completa, después de haber sido evaluada en su país como una obra meritoria. No fue así, y sí sorprendente lo que el chino, expresamente venido de China con esa misión, le planteó a Salustiana. Traduzco, porque, obviamente, hablaron en chino.
–Señorita. Tenemos la certeza de que usted, y sólo usted, es responsable de haber hecho llegar a las autoridades de mi país un manuscrito incompleto, seguramente con la intención de provocar en mi gobierno el interés por él resto contra una compensación económica que desconocemos. Estoy autorizado para negociar con usted los términos de esa entrega, sin ninguna limitación. Para nosotros es un extraordinario descubrimiento el que usted sea portadora de lo que ya consideran expertos de mi país una de las obras cumbres de la literatura china. Naturalmente, no nos conformamos con una copia parcial del manuscrito, y mi orden es hacer lo que buenamente pueda para regresar con el manuscrito original completo y todos los datos que usted me pueda proporcionar sobre su autor. Sin duda, usted recibirá expresamente, además de la compensación económica que nos exija, los honores que le corresponden por haber sido depositaria de la confianza de nuestro gran compatriota, y al que no le cuestionamos el procedimiento ni las razones.
Salustiana no salía en sí de su asombro mientras escuchaba al chino. Tampoco se le ocurrió interrumpirlo y desmentir su suposición. Cuando el chino terminó esbozando una sonrisa y haciendo una reverencia, Salustiana, que tenía una mente agil, le dijo:
–Señor. El autor de esa obra está muerto y no conozco muchos detalles de él, ni siquiera su nombre. Sé que amaba a su país y que toda su vida fue querer escribir esa obra, de la que estaba seguro ustedes estarían orgullosos. Soy depositaria verbal de sus última voluntad, que no fue otra que hacerles llegar su obra por mi mediación. Se cumplieron sus anhelos, y la presencia de usted da testimonio de ello. Lástima que ya no pueda disfrutar de ninguna gloria. Le daré el manuscrito completo con una sola condición: que me remita una copia impresa y que olviden cómo obtuvieron la obra.
El chino, serio de muerte, hizo una nueva reverencia, está casi doblándose en ángulo recto. Salustiana le entregó el manuscrito y el chino partió, reculando hacia atrás con reverencias sucesivas.
(JDD 2003)