¿Filosofía?

Una amable amiga, coleguilla en esto de emborronar virtuales hojas de papel,  lectora asidua de mis cosas, me llena de rubor cuando me declara su filósofo preferido. De rubor, sí, porque en ese sustantivo yo creo entender todo lo que significa.

En principio, mi amiga me atribuye una dedicación de mi pensamiento: filosofar. Pero filosofar es una actividad del pensamiento  que intenta comprender el porqué de las cosas, razonando sobre sus efectos y causas. Estaría justificado que fuese el filósofo preferido de mi amiga si en mis reflexiones yo aportara algo valioso para ella, que ningún otro filósofo le hubiese aportado.

¿Cómo mi vanidad podría aceptar tal cosa sin causarme la desazón propia de los dioses que se miran entre sí de reojo? Y ¿cómo podría yo presentarme ante ella,  desnudo y que viera mis miserias, o con qué ropajes que las ocultasen? Si toda la filosofía no tiene respuestas para explicarme lo que soy y poder mejor disimularlo, ¿cómo podría ayudar a mi amiga  a conocerse y no hacerse más preguntas sobre sí misma? Y al igual que no dejamos de preguntarnos qué somos y por qué, también sobre todo lo que nos rodea, incluso lo que pudiese existir más allá de nuestra percepción sensorial, la filosofía  está prisionera de sus contradicciones, cuando la ciencia, esa apisonadora de la epistemología, le responde inmisericorde: «Tú, ramera del pensamiento, estabas equivocada».  Y la filosofía se ve obligada a dar un nuevo giro que la mantenga como algo valioso para entretener al   inquieto ser humano.

Y si  doy por asumido que la filosofía no me ha servido para nada, salvo para entretener mis inquietudes, me ruboriza que mi amiga me tome, preferentemente,  como si fuese un oráculo infalible. Debe ser algo así como el amor, que todo el mundo reconoce que es ciego, pero que a él se entrega sin cuestionarlo-

Aún así, amiga, si mis cosas te entretienen, me doy por bien pagado, y, por favor, no me ruborices más con tu generosidad.

De animales a dioses, según y como

Estoy leyendo un libro, o dos, que alterno según mi estado de humor. Pero ahora me voy a referir al suceso editorial de alcance mundial «De animales a dioses», autor Yuval Noah Harari. Coincide esta lectura con la de un artículo periodístico que relata el descubrimiento de una mandíbula en una cueva de Israel. Según los paleotólogos, este hallazgo se puede datar en 200.000 años. Esto significaria una diferencia de 100.000 años en la migración del homo sapiens de sus reductos africanos a otros lugares del planeta Tierra. No es poco. No estoy en condiciones de aseverar nada en torno a estos temas, y ahi lo dejo como muestra de la relatividad que perdura en las afirmaciones sobre la evolución.

Esta es la pieza descubierta

Los que se dedica a hurgar en el pasado no pueden precisar si se trata de un hombre o una mujer. Sí se atreven a decir que es un  individuo joven, supongo que por la buena dentadura, sin desgaste, sin mellas, y  no digo ya sin empastes ni otras muestras de tratamiento odontológico, improbable por aquella época. Pero no voy a seguir especulando sobre este tema desde el punto de vista científico, aunque me resulte muy atrayente. No dejo de mirar ese resto de mandíbula, y de ella me fascinan varías ilusiones ópticas que traslado aqui.

Una de ellas es que, en pura abstracción, no veo esa mínima parte, sino el todo al que pertenece. Y veo un hombre o mujer que vivía hace doscientos siglos y la comparo con los dos siglos de la era moderna de la humanidad. Que hace 200.000 años no existían pasarelas de moda y se tapaban con pieles si hacía frio o iban desnudos si hacía buen tiempo. Tampoco tenían sofisticados medios de comunicación y las palomas no eran mensajeras sino alimento. No podía haber chefs que prepararan comidas dignas de estrellas Michelin, pues aún desconocían el uso del fuego y las recetas en la elaboración de los alimentos, que, invariablemente, consistían en fruta, nueces, insectos, carne cruda, raices… que se llevaban a la boca como lo hacen los animales inferiores. No se casaban, y el amor entonces sólo quería decir sexo; esa boca a la que pertence ese resto encontrado, no sabia de besos ni de lenguaje romántico que, como otros animales, sólo emitía sonidos guturales básicos  parecidos a gruñidos. Esa boca dudo que tuviera una función compleja gesticular, desde la sonrisa a la mueca de disgusto o expresión de asombro. Y sin más precisar supuestos improbables, lo que sí se puede afirmar es que la evolución necesitó millones de años para llegar a conformar una mandíbula que algunos, hoy, tendrían razones para envidiar. Algo estaremos haciendo mal para que hoy, doscientos mil años después, pocas dentaduras están libres de endodoncias, implantes, empastes, coronas, postizos. Cuando pasen otros doscientos mil años y se encuentren restos humanos, los estudiosos de nuestra evolución coincidirán en que hace doscientos mil años, los seres humanos no tenían dentadura natural, que se la ponían como se ponían zapatos. Y es que la evolución había experimentado un retroceso del cual sólo los humanos eran culpables.

No sé si me he quedado corto en glosar ese hueso que no dejo de observar y que me produce imágenes que me distraen de otras cotidianas. Ojala fuese mío dentro de doscientos mil años.

La lechuza de Minerva

Desde la ventana, Aitana, podía ver el corral, el horizonte, el firmamento. Nada de esto atraía su atención. Aitana sólo se asomaba para ver si la lechuza estaba posada en una rama del viejo algarrobo. Si no estaba, Aitana torcía el gesto, no le parecía que eso fuera un azar indiferente, y tampoco un presagio, simplemente es que estaba acostumbrada y creía que la lechuza formaba parte de un entorno que le pertencía en exclusiva. Después de esta primera consideración, Aitana daba la espalda a la ventana y volvía a sus faenas habituales. Pero cuando estaba la lechuza, la cosa era algo diferente. Aitana la contemplaba durante un buen rato. Nunca la había visto de noche. De día parecía dormitar, permanecía inmovil, recogidas sus patas entre el plumaje,  aferrada firmemente a la rama con sus poderosas garras.

Nunca sabré por qué Aitana sentía fascinación por aquella lechuza.  No habia tenido ocasión de leer que fuera considerada el símblo de la filosofía. Y, por supuesto, ignoraba  que un tal Hegel le había puesto un sobrenombre, La Lechuza de Minerva, y en torno a ella toda una simbología romántica, casi metafísica. De haber sabido esto y otras historias de las lechuzas, Aitana habría convertido su fascinación en un éstasis reverencial. Quizá Hegel también tuvo una lechuza en su jardin, y observó que emprendía el vuelo al caer la noche. Para un hombre dado a pensamientos profundos, la alegoría estaba servida: Minerva, diosa de la sabiduría, tenía su símbolo, esa lechuza que se adentra en la noche, en la oscuridad, en el misterio, en lo ignoto que resplandece con el conocimiento.

Por su ignorancia, Aitana no sabía nada de esto. Sí sentía que aquella lechuza, poco o mucho, formaba parte de su vida, sin darle mayor transcendencia.

Un día, Aitana, que se encontraba en su habitual contemplación de la estática lechuza, sufrió un sobresalto. Un chico estaba apostado detrás de la valla que circundaba su propiedad. Portaba una escopeta de aire comprimido y apuntaba a su lechuza. Al sobresalto le siguió la paralización casi completa. La voz se ahogó, sólo pudo mesarse los cabellos mientras todo su cuerpo se encogía en un espasmo inverso. Sonó el pam! seco y la lechuza cayó a plomo. El chico ni siquiera intentó llevar su trofeo.

Aitana recogió el cuerpo inerte de su lechuza y lo apretó contra su pecho acelerado. Regresó a casa presa de angustia y dificultad para respirar. En el quicio de la puerta se desplomó. Minerva, diosa de la sabiduría, había muerto, Aitana, quizá,  ya no podría pedirle mayor sentido a la vida.

 

 

 

Pensar en la muerte o en cómo morimos?

En post anteriores he reflexionado, según mi entender, en diversos estados en los que nos podemos encontrar en nuestras vidas. No podría obviar lo que, desde mi personal punto de vista, supone una inquietud universal del individuo. Quizá son dos inquietudes diferentes, y a ellas me voy a atener. Según este planteamiento, la muerte  y cómo nos morimos precisan ser tratadas independientemente. La muerte no admite dudas, otra cosa es si para unos es el final, la inmersión en la nada o, en un estado de sugestión personal, la ayuda que mantiene incólume el instinto de supervivencia. En cualquier caso, siendo el suceso más importante de todo ser vivo, el ser humano no lo tiene como prioritario entre sus inquietudes y yo no voy a hacer mayores consideraciones, que podrían ser tenidas por mis lectores como subjetivas. Confundidos muerte y cómo morimos, sí es algo que tenemos presente cada momento de nuestra vida desde que razonamos. Todos, a excepción de unos pocos insensatos, evitamos el peligro a que llegue nuestra muerte de forma prematura. Y lo hacemos de mil formas diferentes: evitando los peligros, pidiendo al médico que cure nuestras enfermedades,  recurriendo a tratamientos homeopáticos que nos ofrecen curanderos o que nos procuramos en tiendas especializadas en la nada prodigiosa. Algunos, presos de fervor religioso, se encomiendan a cualquier símbolo sobrenatural y se creen curados milagrosamente mientras se siguen muriendo.

Con el preámbulo anterior, podría estar en disposición de fijar un criterio, mi criterio, sin ninguna pretensión personal de considerarlo axiomático. Por esto, me dispongo a que cualquiera lo pueda considerar discutible.

Obviando, pues, la muerte como suceso inevitable,  y sin entrar en consideraciones sobre si es el final o el principio,  me voy a referir al segundo enunciado: cómo morimos.

En mi viejo blog incluí un reloj que se encargaba, sin que yo tuviera que darle cuerda, de darme los años, meses, días, horas, minutos, segundos que faltaban para mi muerte, fijada, previamente, en la muy realista edad de 100 años. Un artilugio fantástico que me ofrecía la técnica del momento. Cerré ese blog, y no sé si ese reloj sigue contando el tiempo preciso, más bien mecánico, que me queda de vida, tampoco he investigado si aún sigue teniéndome en cuenta. Es igual, mi consciente es ese reloj que tampoco necesita darle cuerda o cambiarle  la batería. Y según este reloj, haga lo que haga para que se pare, sigue indicándome que me estoy muriendo. Y cómo me estoy muriendo? De momento no parece que vaya my deprisa, tampoco despacio, pero inesorablemente se mueve, y se mueve descontando tiempo. Al contrario que el otro reloj, éste no fija el límite, así que el descuento de tiempo es virtual, aleatorio, lo que significa que mi muerte no depende de lo que yo haga para evitarla. Esto  sí es un axioma, y nadie podrá discutirmelo.

LLegado aquí, algún lector me preguntará: «bueno, José, qué nos quieres decir, que hasta ahora no vemos practico ni concluyente?»

Las propuestas filosóficas no son mi fuerte. Y aunque el sentido común es el menos común de los sentidos, a él me encomiendo.

No penséis en la muerte, llegará en cualquier momento. Tampoco penséis en la transcendencia de vuestro yo, que sólo es un desiderárum de imprevisible cumplimiento, y,  mucho menos, os angustiéis pensando en vuestro final convertido en un puñado de ceniza. Todo sucedrá, a todos. No existe reloj que marque el tiempo que os queda, ni analógico, digital o neuronal. Y en cuanto a cómo os estáis muriendo, sin cobraros por la consulta, os aconsejo lo siguiente: pensad en que no existe el cómo os estáis muriendo, no existe ese tipo de secuencia y, por tanto, no vale ningún remedio. Eso no quiere decir que no pongáis el que penséis es el idóneo. si eso os tranquiliza, pero ningún remedio evitará que os estéis muriendo. Cómo? El proceso es muy complejo, y comienza mucho antes de que el corazón se pare o el cerebro muestre inactividad y en pocas horas el cuerpo, si no lo destruye el fuego, comienza a descomponerse abruptamente. No es cuestión de consolarse pensando que otros seres se aprovecharán de tu cuerpo. La respuesta a cómo nos estamos muriendo es sumamente sencilla: Preguntaos cómo estáis viviendo. Si de verdad os preocupa el tema, en la respuesta que os déis, encontraréis la clave que buscáis. Una vez que la tengáis, que cada cual haga de su capa un sayo. No hay otra. O es que, gratis, José, os iba a dar otra respuesta? No confiéis en las que otros, gratis, os puedan dar por ahí, no podréis demandarlos por estafa.

 

De la tristeza

Qué es la tristeza? En mi anterior post hablaba  del estado de ánimo bajo. No es lo mismo. Según leo, tampoco es un estado depresivo. La tristeza no es una patología que precise de atención médica. Se puede pasar de la tristeza a la euforia, si se revierte la causa que la produce. Voy a intentar dar un ejemplo de  tristeza que yo mismo he experimentado. Cualquiera puede contar el suyo; la tristeza es una sensación familiar que a todos afecta en algún momento.

Salí de casa para dar un paseo. Cerca hay un parque por el que no circulan vehículos. Eran horas permitidas, la verja de entrada permanecía abierta  e invitaba a entrar por los umbríos pasajes que te adentraban más y más en la fronda. Era pleno otoño, y los caminos casi se esconden debajo de las hojas muertas, multicolores. Las observo y con el pie trato de apartarlas para no pisarlas. A veces uno no puede evitar ponerse estúpidamente transcendente.

En el camino hay bancos que te permiten descansar o sentarte y meditar. Uno de esos bancos me invita a usarlo. No estoy cansado, así que será para poder meditar. A él me acerco, procurando poner el máximo empeño en no pisar las hojas que se esparcen en el camino. No fueron tiradas a mis pies por bellas doncellas,  para glorificar al héroe que no soy. Son el exponente del ciclo de la vida que los árboles tienen designado. Y sentado, miro al arbol casi desnudo, erguido, aparentemente en estado de letargo. Sin estar muy seguro, pienso que ha dejado de cumplir con la función principal, la de proporcionar el oxígeno que nos permite vivir, y no aventuro su estado de ánimo. Quizá está exhausto y pasa por un merecido descanso. Pero hay árboles que siempre permanecen frondosos, y al verde de sus hojas, de las pinochas de los pinos, sin dejarlos denudos, suceden unas a otras dando la sensación de perennidad, de inmortalidad si este vocablo no fuese la expresión de una utopía.

Pero desde mi banco lo que observo es una forma de muerte, de muerte anunciada. Son humildes hojas que han dejado de existir y esperan que la tierra las incorpore para alimentar las venideras. De momento no soy consciente de esta función transcendente, sólo las miro como las hojas muertas. Prefiero pensar que están muertas a que están secas. Secas sería una tragedia, muertas es un destino inevitable. Y su destino me produce una profunda tristeza que me afecta, porque de ser una tragedia, sería un suceso imprevisible, quizá sólo lamentable.

Y como no podía levantarme del banco y que desapareciera mi tristeza, algo vino en mi ayuda. Una solitaria hormiga, trabajadora indisciplinada de un hormiguero, parecía haber perdido la senda de sus hermanas. No parecía  sentir angustia al sentirse sola y desorientada. Debía tener muy clara su misión, y, lejos de corretear aligerada de peso, trataba  de superar los insalvables obstáculos que se interponían en su camino para transportar la hoja que llevaba en su boca. No llegaría nunca al hormiguero, cada espacio que recorría en cualquier dirección, era una rampa que la devolvía al punto de partida. Ella persistía sin mostrar desaliento o buscar otra alternativa. Pensé que iba a morir en el intento. Me levanté y miré el área que alcanzaban mis ojos. Unos metros más allá, vi la senda de las hormigas que se dirigían al hormiguero cargando con otras hojas, otras volvían de vacío a cargar de nuevo, sin desviarse de la senda.

Con cuidado de no asustarla, cogí la hoja de mi heroína. Se sintió extraña al perder todo contacto  con algo sólido, pataleaba frenética, aunque sin soltar su presa.  Y en un vuelo nunca experimentado, hice que aterrizara al lado de sus hermanas. Debía saber qué dirección tenía que seguir, pues no tomó la de las hormigas que volvían de vacio. No sé si se preguntó qué había sucedido, pero yo pensé por ella. Estaba contenta, su hoja llegaría al destino que la vida  le había fijado.

Y  yo me fui de allí contento, la tristeza había desaparecido.

P.S. Y qué pensé luego de las hojas? Nada, sólo pensé en las hormigas.

Del estado anímico… por el suelo

Hoy recibo tu carta, la abro y veo las sombras que te afligen. Como tales sombras, no acierto a  imaginar los perfiles, lo que me impide tomar conciencia exacta de tu situación. Sea como sea, querida, tu confesión me hace sentir mal. Si algo deseo vivamente es que las personas a las que amo, quiero o estimo, nunca se vean envueltas  en ningún tipo de sombras. Por experiencia propia sé que cuando ellas se ciernen sobre uno, la vida deja de merecer la pena, eso nos parece. Pero en situaciones así, sólo nosotros, en actitud individual, seremos capaces de superarlas. Y consiste, de forma general, no en buscar salidas fuera como, equivocadamente, muchos hacen. Yo no hago eso, y me da resultado. Tampoco le pregunto a Google cuáles son las soluciones que proponen los cuaranderos de almas que pululan por alli.  Seguirlas es como seguir una receta de cocina complicada.

La cosa es sencilla. En primer lugar has de sopesar si esa situación es por tu culpa o culpa de los demás. Si es por tu culpa, piensa si por ello te quieres o no suicidar. Si es por culpa de los demás, determina si la solución es acabar con su vida. Hazlo, y cuando lo tengas claro, verás que tu problema se ha solucionado como por arte de magia.

P.S. No es una  broma, hablo en serio. Una vez solucionado, no tendrás que matar ni suicidarte. Amén

Día de Reyes Magos

Todos los anocheceres, cuando el sol apaga su luz, y como si la oscuridad fuese la aliada perfecta, algunos seres aparcan la timidez o el sonrojo que le produce ser vistos, descubiertas sus debilidades, en ciertos casos sus miserias, y se se sienten todo lo seguros de ser lo que son. Ya no se ocultan, sus deseos sólo los mueve el instinto de supervivencia, nunca son festivos, placenteros, alegres de sentirse vivos. Se aprovechan de ese estado perfecto que les da el anonimato para hacer aquello a que el instinto les impulsa. Existen otros seres que en la noche sorprenden a los que no se aperciben de su presencia y terminan en sus estómagos. No hablo de estos, hablo de los seres humanos, concretamente de uno que se me apareció en mi insomnio esta mañana, día de Reyes.

Y su visión fue nítida, tanto, que excedió a la imagen, a la memoria, al flash-back forzado en ausencia de presente y futuro.

Se trataba de un niño. Tampoco él había podido dormir. Sus padres dormían en una cama contigua en la misma habitación, alquilada con derecho a cocina. Pepito, creía en Los Reyes Magos, y las experiencias frustrantes de años anteriores, no habían, aún, conseguido convertir su ilusión en la realidad brutal a la que se veía sometido.

Impaciente, sólo vestido con una camiseta de felpa y calzoncillos , largos hasta la rodilla, saltó de la cama. Era una noche, además de oscura, fría, de esas que el frío quiebra los huesos. Pronto perdió el calor de la cama y las tres mantas con la que su madre le protegía. Tiritando, con los pies cubiertos por calcetines de lana, se dirigió al pasillo, zona común del piso compartido. Y en el pasillo, a tientas, buscó la puerta. Una vez que la sitió en sus dedos, se agachó, y con las dos manos, separándolas y juntándolas, recorrió el suelo. Cuando estuvo seguro de que allí no había nada, ningún paquete, ningún objeto que él pudiera identificar con un juguete, recorrió el camino inverso y se sumergió en la cama. ya era imposible que la cruda realidad le permitiera dormir y esperar a que los sueños repararan lo que él había esperado de los Reyes Magos. Repasó mentalmente si había sido un niño bueno, aplicado en los estudios, cualquier detalle que le explicara por qué él, al día siguiente, no podría presumir de sus reyes con los chicos de la calle. No lo encontró, y comenzó a sentir vergüenza. Vergüenza que fue creciendo a medida que las luces del amanece entraban por las rendijas de la ventana. Qué explicación podría dar a los otros niños, ufanos con sus juguetes, que no querrían compartirlos con él, por ese instinto de pertenencia, exclusiva de lo niños?

Pero Pepito era un niño al que, la ausencia de realidades placenteras, se le había despertado una imaginación casi prodigiosa. Dejó a un lado los sentimientos y comenzó a exprimir las diversas alternativas que le ofrecía su mente. Al final, creyó encontrar la mejor.

En un clavo en la pared de la habitación, su padre, policía, colgaba de la correa la pistola de reglamento. La luz ya difuminaba la estancia y Pepito, desde la cama se quedó, observándola. El padre aquel día de Reyes libraba. Pepito lo sabia porque le había prometido llevarlo a un pequeño huerto alquilado, que cultivaba para complementar el exiguo sueldo que percibía, al menos así no pasaban hambre. Seguro que su padre y su madre dormirían hasta bien entrada la mañana.

Era el momento. Pepito se levantó y se dirigió cauteloso hasta la pistola. la sacó de su funda, sin descolgarla, y volvió con ella a la cama. Era impresionante, cómo pesaba!, y estaba fría como un témpano. La acarició,  y sin haberlo visto antes, sintió que la parte superior de desplazaba hasta atrás. Pepito procedió a llevarla hasta que se detuvo. Era la corredera que permitía montarla, Una bala se alojaba en la recámara y la dejaba lista para disparar. Pepito siguió jugando con ella, apuntaba a la pared sin apretar el gatillo, con la boca imitaba el sonido de un disparo. Apuntaba a todo lo que se movía reflejado en la pared, sombras chinescas que proyectaban gentes o animales en movimiento que pasaban por la calle y se colaban por las rendijas de la ventana. Aquel era el juguete, ahora en sus manos, que Los Reyes le habían dejado. A los otros niños les diría que a él le habían traído un pistola, pero que su padre no se la dejaba sacar a la calle. Los niños no insistieran en querer verla, tampoco se burlarían.

Y, Pepito, no consciente del peligro, como cualquier niño, en uno de esos movimientos de apuntar e imitar un disparo, puso la boca del cañón sobre el parietal derecho de su cabeza, y esta vez, sí, el dedo índice de su mano derecha apretó el gatillo.

Hoy lo puedo contar. Los Reyes Magos no podían ser tan crueles.

 

El calendario

En algún lugar me regalan un calendario. No es un alamanaque de 365 hojas, una por cada dia del año. Tampoco  éste tiene pasatiempos, frases célebres, ni pronósticos del tiempo. Son doce hojas de papel, cosidas por la parte superior. El presupuesto no debía dar para más y se han suprimido las bellas fotografias de paisajes, de animales y, por supuesto, de bellas señoritas que servían para dar toque machista salido a las cabinas de los camioneros. En una franja superior, por debajo del grapeado, el anuncio de la empresa o producto que lo patrocinaba. De mi niñez, recuerdo que mi madre con las primeras  confeccionaba cuadros, un cristal encima y una cinta adhesiva cantoneando los bordes a guisa de marco. El resultado no podía ser más humilde. Luego, mi madre, los colgaba de la pared y, así, la casa parecía otra cosa,  a pesar de la austeridad del mobiliario.

Este calendario sólo cumple con la función de señalar los dias del mes, el día de la semana, las fiestas de guardar, las fiestas nacionales y, si acaso, te premite adivinar los puentes para que hagas proyectos de escapada con tiempo. Ni siquiera las fases de la luna, ausencia impensable en los almanaques y otros calendarios antiguos. Lo de las fases de la luna debía ser algo importante en tiempos pasados, quizá también ahora. No se borra de un plumazo de la conciencia del hombre, ni de los animales, la influencia que se atribuye a la luna. Todas las culturas la utilizan para predecir de sus fases los más diversos acontecimientos, de las mayores venturas a las mayores desgracias. En algunos casos, la luna y sus fases sí parece que salen del ámbito esotérico y tienen una explicación científica, v.g, las mareas.

Pero no estoy en ese calendario. En el que ahora tengo, ya colgando de una pared de la cocina, es el cutre de doce hojas, una por cada mes, sin más información que los dias coloreados señalando el día de la semana, los festivos y la correspondiente leyenda:  Navidad, La Constitución, etc. Bien mirado, esos días deberían alegrar más que cualquier otro aditamiento gráfico, son días de asueto, de dormir a pierna suelta, de hacer lo que te da la gana.

Me pongo transcendente y levanto las once hojas primeras. Deseo vivamente que mi fecha de nacimiento, día 19 de diciembre, esté señalado en este calendario como día festivo. No es posible, el día más importante de mi vida es un miércoles cualquiera, no está coloreado, no tiene la leyenda que señale el acontecimiento. ¿Soy yo menos que Jesús de Nazaret? ¿No fui yo hecho también a imagen y semejanza de Díos? Esta falta de consideración está en mis manos subsanarla, hacerme justicia. Y dicho y hecho, con un bolígrafo pinto de rojo ese anodino cuadro con el número 19. No pongo leyenda, doy por sobreentendido que es mí día.

Sólo estamos en enero, cuando vayan pasando los días, las semanas y los meses, quizá, espero, deseo vehemntemente que mi fecha de nacimento luzca como merezco, la fiesta correrá de mi parte. O, quien sabe, alguien lo hará por mí.

Será el principio formar parte de una estrella?

Siento  percibir de mí un perfil difuso

que me hace dudar que existo,

toco mi sombra y no la siento,

palmo mi cuerpo y estoy confuso,

si lo miro y no me miento,

no creo antes haberlo visto.

Quizá  estoy ya en el otro lado

formando parte de la materia oscura

ya sólo estoy esperanzado

en ser parte de una estrella

no me resigno a estar acabado.

 

 

Minicuento de Navidad

–Cómo está, señora? –preguntó el viandante a una mujer ya entrada en años, o gastada prematuramente por la vida, que, sentada en un banco público, parecía ausente, de mirada perdida en los pensamientos, sin parecer interesada en el bullicio de la calle, llena de apresurados compradores para la cercana Navidad.

–Por qué me pregunta, caballero? –respondio la mujer, sin dirigirle la mirada, aparentemente congelada.

–La veo muy sola, nada parece interesarle de lo que le rodea. Si necesita que alguien la escuche, yo puedo hacerlo.

–No podría entenderme ni darme una solución.

–Podía probar. Quizá ya no confía en nadie, incluída usted misma. Hable, y le daré la razón si la tiene.

–Siéntese en esa esquina del banco, si lo desea, quizá me decida a hablar con usted.

El hombre, de edad aproximada a la mujer, se sentó sin dudarlo. Y sin girar su cabeza al lado donde se encontraba , entrelazó sus manos entre sus piernas y adoptó parecida actitud . Por un momento ambos permanecieron callados. La situación al hombre comenzó a parecerle embarazosa, no tenía nada nuevo que decirle ni preguntarle. Era una de esas situaciones en la que ninguno parece interesarse por el otro, a pesar de compartir el mismo banco.

Al fin, y utilizando el comodín obvio de presentrase,  el hombre le dijo:

–Me llamo Jesus, y soy, según dicen, el hijo de Dios Padre. En teoría yo debería tener la posibilidad de dar solución a cualquier problema que tengas, también consuelo. Desgraciadamente, y aunque ningún creyente lo entienda, tengo mis limitaciones. Si fuesen ilimitadas, nadie tendría que padecer, porque yo tendía remedio para todo lo que aflige a la humanidad. Estoy aquí de casualidad. El Padre me pidio que viniera y viera si podía hacer algo por alguien que lo necesitase. No es que tú hayas sido elegida entre todos los que padecen, en realidad ha sido una casualidad el encontrarme contigo.

La mujer, lejos de reaccionar ante aquella sorprendente presentación, siguió en su actitud de mutismo e indiferencia. El que había terminado de hablar, tambíén adoptó la misma postura, esperando que fuese la mujer la que hablase. Pasados unos minutos, que ninguno decía nada, alguien se acercó llevando un carrito de bebé con un supuesto bebé dentro. Era una joven, no muy agraciada, casi recién superada la pubertad. Su semblante parecía desencajado. Cuando se paró delante de la mujer sentada, musitó una casi inaudible frase.

–Madre, ya está, creo que mi bebé tendrá con esa familia más suerte que con nostros. No han querido el carrito, ellos le comprarán otro mejor.

El hombre sentado al lado pudo escuchar y entender la tragedia de aquella joven madre y la de la abuela. Se levantó y siguió su camino sin decir nada. No tenía ninguna solución para ellas.