De lo que un día escribí

Se dice que uno es el producto de sus obras. También, que por sus obras le conoceréis.

Resulta que, sin nada mejor que hacer, hoy me he sentado frente al ordenador con la intención de saber un poco de mí. Porque si sólo tomo en cuenta lo que recuerdo, seguro que quedo tan desdibujado que no sabría si se trata de mí o de un fantasma que se me parece. Y buscando en este pozo si fondo que es la memoria de mi ordenador, me encuentro un archivo que abro con la curiosidad de quién se pregunta cada día: quién soy yo». El archivo contiene mi paso por un foro pseudo literario, muy politizado, mexicano con nombre El Cadillo. No recuerdo si, finalmente, me echaron de allí o yo acabé con el foro con mi insoportable osadía. Releo algo de lo que guardo y la primera conclusión que saco es que, efectivamente, fui un osado, literariamente maleducado, sacrílego, prepotente y todos los adjetivos que se me quieran poner delante de mi nombre. Pero, como digo, no soy sino un producto, y los productos o se desechan o se los guarda uno para que la historia los juzgue. ¿Arrepentirme de algo? No tendría sentido. No creo en la recuperación del yo impoluto por arrepentimiento si antes estuvo manchado. Tampoco, hoy, creo que no fue para tanto rasgarse las vestiduras. Lo que escribí entonces podía haberlo dejado sepultado aquí, en mi ordenador, pero eso sería renunciar a mi pasado, que para bien o para mal hoy habría prescrito. No espero, por tanto, ni aprecio ni desprecio por las cosas que , entonces, escribí. Si alguno de vosotros la las lee, sólo le pido que sonría.

Este es el archivo: Deben copiar el enlace y pegarlo en su ordenador, móvil o lo que uséis para las búsquedas

file:///Users/Jose/Desktop/CARPETAS/macbookpro/Documents/Documentos%20II/Documentos%20Antiguos/ElCadillo.html

Y el virus habitó entre nosotros

¿Miras la televisión o lees los periódicos? Hace meses que yo ni lo uno ni lo otro. Montema: el covid-19. Cuando apareció la llamada pandemia, todos los medios se volcaron en hablar de ella. Viendo que siempre se trataba sin cambios sustanciales, decidí no escuchar ni leer lo que machaconamente se me ofrecía. Pocos motivos para la esperanza, poca información fiable y contrastada. Ola tras ola, vacunas y más vacunas, contagiados y fallecidos. Pronósticos inciertos.

El mundo a la vista presenta una aspecto distópico; todos con mascarilla, como si de una zona pudenda se tratase; esas partes que, por pudor, se llevan cubiertas., como son los genitales externos: pene y bolsa escrotal en el hombre; labios mayores y menores de la vulva y clítoris, en la mujer. El ano. Los pintores de este siglo deberán pintar al ser humano con esa prenda, si en el futuro no quieren ser tratados de indecentes. Ahora todos somos parecidos, ocultas las facciones. Si esto acaba algún día, a muchos les costará salir a la calle a cara descubierta. Muchas mentiras quedarían a la vista y ser juzgadas de forma inmisericorde: «¡Hostia, qué careto más horrible tiene ese o esa». Motivo suficiente para un rechazo que implique cercanía, llamase amor o sexo casual. Sólo la convivencia sincera se dará en la familia, cerradas las puertas a la curiosidad crítica de los de fuera.

«Tápese la nariz, use guantes, desinfecte las manos, mantenga la distancia», son órdenes habituales cuando vas a un supermercado o un lugar público. Se cierran fronteras, no las de las naciones, que también, sino las de tu propio pueblo o, incluso, las de tu propia casa. Bares, restaurantes, hoteles, lugares de ocio se cierran o se limita el horario y se imponen otras restricciones. Y este panorama, que pareciera de ciencia ficción, es la realidad del momento, no en un lugar concreto, en el mundo entero. Amen de lo que esto supone y supondrá para la economía individual o de los colectivos.

Y aún no he visto a nadie llorar o suicidarse, pero llegará ese momento. Ante un suceso de tal magnitud, la ciencia debería tener una respuesta inmediata, pero me temo que se están dando por vencidos; es el efecto naturaleza descontrolada. Quizá sea la solución para la supervivencia de la humanidad. Volverá a ser válido el axioma: «Solo sobrevivirán los más fuertes». Darwin quiso humanizar esa expresión añadiendo: «“Las especies que sobreviven no son las más fuertes ni las más inteligentes, sino aquellas que se adaptan mejor al cambio”. Pero para el caso es lo mismo, porque para adaptaras mejor al cambio es condición indispensable ser fuerte.

No es mal ejercicio que cada uno de nosotros valore su fortaleza ante los acontecimientos adversos, y si concluye que no está preparado, un consejo sería que no hace falta que concluya tal cosa, porque si llega el momento, el momento decidirá qué hacer con él.

¿No es un misterio?

En el jardín de mi casa crecen algunas plantas singulares. No son muchas si las comparamos con las que la naturaleza reparte por la Tierra. Pero hoy me olvido de otras sorprendentes y me fijo en esta mía. Suficiente para escribir sobre el misterio de la vida. Esta es la planta a la que voy a referirme:

Agave attenuata

Hoy tendré que aceptar que mi página no quiere que divague. Había escrito una larga parrafada sobre esta planta que, probablemente, WordPress debió entender que era un exceso y me la borró. La hizo desaparecer incluso de la papelera.

Retomo el asunto con el temor de que mi página esté empezando a filtrar lo que escribo y no deja pasar lo que no es publicable. Voy a ser más concreto:

La inflorescencia de esta planta es asombrosa, se mire como se mire. La planta madre que se ve en la base sostiene ese tentáculo (con razón en México la llaman planta calamar). No es una flor liviana, su estructura la forma un tallo leñoso, sin duda pesado, que la planta madre sostiene mientras crece más de dos metros. Hermoso y misterioso el observarlo. Pero el misterio no acaba ahí. Pasado un tiempo, la planta madre se marchita, quizá exhausta de un parto desproporcionado, la flor se seca, y ha de hacerse desaparecer, planta y flor, porque ya cumplió con su destino de adornar mi jardín. ¿Sigue el misterio? Efectivamente, arrancada la planta madre y su flor , ambas marchitas, se pueden observar que allí mismo han surgido varios retoños de la misma planta. Probablemente están pidiendo se trasplantados a un lugar con tierra fértil, donde repetirían el ciclo «crecer y multiplicaros» bíblico. ¿Es éste el misterio?

Terminaba mi escrito borrado con la siguiente frase:

No es un misterio, es que aún no sabemos nada de la vida.

La mente en blanco

Así percibo que está mi mente a medida que pasan los días. Será porque ya son pocos y nada se puede esperar que constituya un hábito perdurable en el tiempo. Pero aquí estoy, de nuevo intentando decir algo que atrape el interés de mis lectores-as. ¿Pero hay algo que yo pueda decir e interesar, aunque sólo sea para leerlo de corrido y volver a youtube o consultar una receta de cocina? Yo mismo me comporto como si ya todo lo que vale la pena hubiese dejado de interesarme. Recuerdo cuando era joven, hasta que cumplí los veinticinco años, que buscaba autores, clásicos y modernos, en las bibliotecas públicas o en las librerías de usado y leía como si fuese una necesidad fisiológica. Desde entonces, sólo ojeo los títulos que se me ofrecen en los estandes de los supermercados, los escaparates de las librerías o, si por casualidad, Google abre por un autor, o un periódico incluye una reseña de algún premio literario, o , de pasada, leo los títulos de los libros que aún tengo en mi escritorio, los que se salvaron de ser donados a la biblioteca pública de mi pueblo. Pero ya no recuerdo cuándo abrí un libro con la intención de leerlo o releerlo. Todos esos títulos han pasado a formar parte de algo que ha dejado de interesarme. Es como si, paseando por el campo, llamara mi atención una planta pero pasara de largo sin identificarla, sin observar sus flores, sin buscar en Internet su razón de ser botánica; es una de las muchas cosas que han dejado de interesarme de este mundo, en realidad casi todas. Ahora, cuando observo que en está página han quedado impresos cientos de títulos con sus correspondientes contenidos, los escasos lectores que me indica el sistema, pienso si a ellos les sucede lo mismo, que ya pasan de mí, que ni siquiera abren el enlace que les envío para ver de qué va esta vez, o, que siendo humilde, nunca fui alguien que esquibriera algo de su interés. Esta suposición no me impedía seguir escribiendo, ya que lo hacía casi en exclusiva para mí mismo. Pero el placer siempre fue escaso, a veces miro algún titulo del pasado, releo por encima el contenido y no me reconozco su autor. Sucede con casi todo lo que pasa por nuestra vida, se olvida, salvo acontecimientos que nos marcaron de algún modo.

Bueno, ya he escrito algo por hoy. Me ha entretenido un rato del tiempo que me queda.

¿Escribir puede ser una enfermedad?

Esto de escribir, compulsivamente como es mi caso, es como enfermedad mental, que debería se tratada clínicamente. Se podría comparar con una diuresis severa o una diarrea persistente. El médico te recetaría algún fármaco para el caso y recomendaciones en tus hábitos diarios. Si yo fuera a un psicólogo para que me mirara esto que podría ser una enfermedad, probablemente me diría: «antes de escribir, preguntase de qué quiere escribir, luego plantee un esquema del asunto, en el esquema introduzca variables para que en su momento pueda elegir la mejor, y cuando todo eso lo tenga lo suficientemente claro, elija un título acorde con el desarrollo de su historia. Luego repase todo y ponga sus manos sobre el teclado, mire a la pantalla en blanco y visualice sobre ella el comienzo del escrito. La primera oración es la más importante, deberá definir ya de qué va a ir el asunto. El lector tiene que quedar atrapado por esos dos pilares que enmarcan el contenido: título y primera oración. Intente hacer lo que le digo, y le aseguro que parte de su inquietud la dedicará a la agricultura o a buscar setas en el campo.

Voy a intentarlo.

Hoy no he seguido esos consejos, sólo me planteé que debo consultar a un psicólogo.

Dos cerebros y una sola cabeza

Quizá parezca una adivinanza mi anterior escrito, especialmente el título «¿Odio porque me odio?. No existe otra forma más clara para expresar lo que la pregunta deja sin respuesta. Una lectora se pregunta y me pregunta qué clase de respuesta es la que le dí: «¿Amas porque me amas?», y añade: «Se te chisporreteó el cerebro», y yo entendí que quería decir algo asó como que mi cerebro divagaba, deliraba o no estaba en mi sano juicio. No me costó responder a lo que era una aseveración más que una pregunta. Tenía razón. En el cerebro se entrecruzan respuestas de dos tipos: las que complacen a tu interlocutor y las que tú mismo te crees que convencen. Mi respuesta inmediata fue: «Sólo se puede amar cuando se estás en paz contigo mismo; o dicho de otra forma: no puedo amar si yo mismo me odio». Esperaba que mi interlocutora me calificara de sofista dedicado, preferentemente, a vencer a mi adversaria con mi elocuencia, sin conocerle la posibilidad de estar en posesión de la verdad. Posiblemente los dos teníamos razón, si ella partía de no conceder a mi cerebro la posibilidad de jugar a filósofo. Pero a ella le pareció que se le abría una luz en su propio cerebro, de tal modo que contestó: «Muy bueno, lo que dices». Esta respuesta, lejos de complacerme, me inquietó. Me inquietó porque hubiese sido incongruente cualquier respuesta mía. Si le decía «Gracias», habría supuesto que me tendía la mano en señal de reconocer mi victoria dialéctica. Si seguía cuestionando mi razonamiento, podía llegar el momento en el que mi cerebro ya no podría seguir al suyo y tendría que rendirme. ¿Qué conclusión se puede sacar de este juego de palabras? Como en el ajedrez existe un final que llaman «tablas», que ni uno ni el otro ha vencido, que el juego ya no pude continuar, que cada uno se vaya pensando en la jugada que no le permitió vencer.

¿Odio porque me odio?

Estaba el hijo en el lecho de muerte inminente. Los médicos habían ordenado se le retiraran todos los elementos que le prolongaban la vida, una vida sin consciencia, o eso diagnosticaron. El padre llegó al hospital desde muy lejos, alguien le avisó que su hijo se moría, que le quedaba `poco tiempo para despedirse de él, si así lo deseaba. Llevaban once años separados padre e hijo sin que ninguno existiera para el otro. El padre, inesperadamente, cogió el primer avión que le traía a la ciudad donde estaba el hospital. El médico que trataba la enfermedad de su hijo lo acompañó a la habitación. El padre no le reconoció; delgado en extremo, con barba descuidada y aspecto ausente. «Es su hijo», le dijo el médico.” ¿Puede oírme ?”, preguntó el padre. «No puedo afirmarlo, su estado es puramente vegetativo». El padre se acercó hasta la cama, se inclinó hasta rozar casi su boca con uno de los oídos del joven y el susurró: «Soy tu padre». Unos segundos y nada pareció que había cambiado, fue entonces cuando unos labios temblorosos se esforzaron en articular lo que podía ser unas palabras. El médico que observaba la escena, le sugirió al padre que acercara su oido a la boca de su hijo. Así lo hizo y así se mantuvo un tiempo que le pareció eterno; para el padre era la confirmación de que su hijo ya no existía y que no había valido la pena hablarle. Pero aquellos labios, que sólo habían dado señal de temblor, se abrieron y cerraron para dejar pasar una respuesta: «Te odio», fue todo lo que el padre pudo oír. El padre se retiró, sacó un pañuelo del bolsillo y se secó los ojos bañados en lágrimas. Iba en dirección a la puerta para abandonar la habitación, cuando el médico le detuvo. «Me pareció que su hijo le hablaba», dijo el médico. El padre se volvió hacia el médico y le dijo: «Sí, mi hijo me ha hablado», y no dijo qué había dicho. A continuación abandonó la habitación. Para el médico aquello suponía un inesperado cambio en el diagnóstico de muerte cerebral del paciente, de inmediato ordenó que se le volvieran a colocar los medios paliativos, además de alguno más específico para regar su cerebro.

Pasado algún tiempo, el joven fue dado de alta; se había recuperado por completo. Preguntó si su padre había dejado alguna dirección en donde avisarle en caso de fallecimiento, pero no había pasado ni por la recepción del hospital, tomó el ascensor y salió directamente a la calle. El hospital sí sabían dónde residía el padre, pero no pudo ser contactado.

El joven vivió con la angustia de haber confesado a su padre que le odiaba. El padre había hecho un largo viaje para verlo antes de morir, la conclusión que el joven sacó de aquel gesto, fue porque su padre le quería, y añadió: «mi odio no estaba justificado, quizá me he estado odiando a mí mismo».

El cerebro sólo el 10%

Curioso. Vuelvo a leer que nuestro cerebro sólo activa un 10% su capacidad de procesar. Y ahí se queda para no causarnos los problemas de una actividad mayor, que de usar el 100%, podrán controlar la materia, dejaríamos de ser humanos. Lo dicen los científicos, así que por mi parte, punto en boca.

Pero me digo: si el cerebro no da más de sí para preservar nuestra armonía funcional, ¿qué estamos haciendo con las máquinas que, sin parar, no dejan de superarse, hoy ya con capacidades superiores al cerebro humano? Es posible que si peligra nuestra libertad de pensamiento, de decisión, porque habrá máquinas que nos superen, neuronas que están dormidas se pongan en movimiento en función de la competencia que le exigen las máquinas y para no verse superadas por éstas.

A través de los tiempos, infinitas teorías, creencias y aseveraciones científicas se han ido desmontando sin recurso a la réplica: La Tierra es plana, los humanos vivieron o convivieron con los dinosaurios, la Tierra es el centro del Universo, el ser humano apareció de forma espontánea y siempre fue igual al que es ahora, el átomo es una bolita con un un electrón que gira a su alrededor, en el espacio no existe la gravedad.

Y hoy todo parece cuestionable. Los científicos ponen en marcha un 5% más de su cerebro y concluyen cosas como éstas: Diseño de nuevas proteínas, el ADN de un feto está presente en la sangre de la madre, algunos misterios de la materia oscura, las matemáticas incomprensibles, y un sin fin de otras que anulan las anteriores.

¿Qué porcentaje de nuestro cerebro será funcional dentro sólo de 100 años? Nadie puede asegurarlo, pero hoy podemos asegurar que tal y como discurren las cosas, o seremos máquinas o seremos superhumanos, y para entonces, quizá hayamos encontrado la forma de comprar felicidad y salud; la inmortalidad importará menos, porque nosotros mismos decidiremos cuando decir ¡basta!, ya no aguanto más. Y, por supuesto, ya no especularemos con otra vida.

Todo, absolutamente todo, está en nuestro cerebro, fuera de él no existe nada.

El ciego que no quiso ver

Erase una vez un hombre ciego que no veía nada; bueno, si, veía siluetas difusas de todo lo que se interponía delante de sus ojos. En una ocasión le pareció que una silueta era la de una bella mujer; las lineas que la marcaban en su cererbro eran perfectas. Como sólo eran lineas o sombras, él ciego tenía que imaginar sus facciones: ojos, pelo, boca busto, caderas, piernas, y hasta una sonrisa que dejaba al descubierto una dentadura blanca perfecta. La tenía delante, la podría tocar, su sentido del tacto confirmaría alguna de sus conclusiones. También podría olerla, olor que le indicaría que se trataba de una mujer limpia, perfumada para seducir, como hacen las flores con los insectos.

Y el ciego quiso cogerla de lo que creyó eran sus manos, pero por más que lo intentó, la sombra se escurría entre sus dedos. Así era imposible acercarla, confirmar su perfecta anatomía, olerla. No llegó a pensar que de haber podido hacer todo eso, también podía haberla abrazado, besado, poseído. Para el ciego eso sólo pertencía al mundo de los sueños, y ahora estaba despierto y sólo podía imaginarla.

Como apareció, la sombra desapareció, ya no precibío otra cosa que se había ido. Pero su cerebro guardó aquella primera sensación, con ella regresó a su casa, se acostó pronto con la intención de poder soñarla, pero no lo hizo, en su lugar soñó que vivia en un mundo sin sombras, que todo era real, que veía. Al desperar, pidio seguir estando ciego, porque la realidad que había visto en el sueño fue la de una pesadilla.

Hoy no diré nada

No escribiré nada, nada que se me ocurra, nada que sienta, nada que quiera deciros. Mi cerebro está descansando, se lo ha pedido mi cuerpo. Debo terminar, creo que ya he dicho demasiado.