Diálogo místico con Dios (2001)

En lo foros político-literarios o literarios a secas, si no aparecías como un huracán te ignoraban. Pero hacerlo también tenía sus desventajas: te amaban de forma sofocante o te odiaban con violencia verbal. Cierto era que no parecía que hubiese otra forma de hacerte notar. No importaba que escribieras páginas sublimes o textos inocuos, que nadie te dedicaba unas palabras reconfortantes. Si yo hubiese padecido de ignorarme, no habría durado en el foro una semana. Me di cuenta que se podía hacer literatura que rompiera con las formas, sólo había que elegir temas sagrados, bien fuese religiosos o de costumbres acendradas en las ideas; romper con las formas. Con esta disposición conseguí que me siguieran legiones, bien para confesarme su admiración o para censurarme con las peores vejaciones. Nada de eso me importaba, sólo me preocupaba que me ignoraran.

Algunas cosas que envié a los foros, al parecer, nunca habían sido expresadas en letra impresa. Por supuesto que hoy no estoy orgulloso de ellas, pero si por entonces cometí excesos, estos forman parte de mi historia; recordarla es el principio de no repetirla.

MONÓLOGO MISTICO CON DIOS

 OYE, DIOS, HOY ESTOY DE MALA HOSTIA CONTIGO, ¿SABES? Y ME IMPORTA TRES COJONES SI TE SABE BIEN O TE SABE MAL. ESTÁS UN POCO PASOTA CON ESTE JODIDO MUNDO, AL QUE DEBES MIRAR COMO YO MIRO UNA CAGADA DE MOSCA. Y NO ES QUE ME IMPORTE POR LOS DEMÁS; LO DIGO POR LO QUE A MI ME ATAÑE: HOY ME HE MIRADO AL ESPEJO Y ME HE VISTO HORRIBLE. LA PRÓXIMA VEZ QUE HAGAS ALGO A TU IMAGEN Y SEMEJANZA, A VER SI TE PONES LAS PILAS, QUE ÚLTIMAMENTE NO CREAS MÁS QUE MONSTRUOS.

Tú, Dios, llevas esto de ser el Ser Supremo con demasiada prepotencia, y diría que con una pizca de tiranía. Los prepotentes suelen ser unos fatuos, y los tiranos unos cobardes; necesitan a muchos servidores fieles para sentirse seguros.

¿O fui yo un mal tropiezo de tu mente creadora? ¿Se bebe ahí donde tú moras? ¿O es que estás viejo? Sea como sea, la jodiste conmigo, tío; no podrás presumir de ser perfecto. También es muy probable que sólo te divierta, como divierten las críticas de los bufones a los todopoderosos. No os preocupéis por mí, paisanos; tengo asumido que ya no me hará más mal que haberme dejado nacer para hacer de mí un esclavo.

 ¿Hubo alguien que te hablara así? Usaré el viento como mensajero.  Quizá te alcance allí donde te escondas. Hablaré de tiranía para acusarte. Y si alguien se une a mí, que no salga en procesión reverente, encogido de temor e impotencia. Y cuando sean muchos, no estaría mal que, después de acusarte, salgamos todos en manifestación ruidosa de descontento. Por ellos mismos y por los demás. Por todos. Para que no jodas tanto como jodes sin que nadie te lo diga. ¿Podré hacerlo?

      Viento, viento, sé mi mensajero, aunque contigo me responda con el rayo que me parta. De las infinitas cosas que creaste, yo soy la más inútil. Podrías prescindir de mí; no te pedí que naciera.

Ya me he levantado y no ha pasado nada. ¿Qué me reservas de tu refinamiento para torturar? Pues mira si te das prisa, porque te voy a poner a caer de un burro. Aquí uno dice que digas «NO A LAS DROGAS». Y tú  no vas a decir eso, ¿verdad? Después de montar el cártel del opio del pueblo, o sea la Iglesia, cómo vas a ir en tu contra… !Qué se joda el pueblo si tiene vicios!, dirás, después de tirarte el último pedo en El Salvador. ¿Pero qué te ha hecho esa pobre gente? Pero si te adoran, te veneran, te cantan, te rezan, se humillan de rodillas ante ti. Y tú, ¡agua va!. ¿Por qué no te cagas en La Gran Manzana? Allí no, claro; los gringos te pueden mandar un misil atómico y joderte el pavimento de tu casa, o en el Vaticano, La Meca, y en otros lugares donde tienes tus embajadas. Sería como tirar  piedras contra tu propio tejado, ¿verdad?

      En fin, ¡QUÉ ASCO DE SPOT!, dice uno por ahí. Seguro que es un lameculos tuyo, un agente ideológico a sueldo. ¡Chingada madre contigo!, como dicen algunos por no poner la mierda en la boca.

¿Y éste? ¿Qué te ha hecho éste para que le jodas las neuronas de esa manera? Convertir este monólogo en una ecuación matemática de mecánica cuánti… Hay que ver contigo, ya no sabes en qué dar para divertirte. Y  Dios está en los pucheros, dijo otra de tus criaturas, seguramente porque vio en el fondo un poco de carne… Pero, éste de la tercera de la termodinámica tiene algo de razón. Porque la entropía no tiende a infinito,  sino a cero. O lo que es lo mismo: tu universo se irá al carajo. ¿Y luego, qué? ¿Aprenderás de tus errores? ¿Harás algo estable, plácido, eterno como tú?  ¿O es que no puedes? Pues si no puedes, deja ya de dar el coñazo con el  «creo en Dios, todo poderoso, etc. De todo poderoso, nada de nada; un chapuzas, eso es lo que eres.

  ¡Y éste? Todos los anarquistas son así de simples. Parece mentira que no se dé cuenta y haga esa pregunta inocente. ¿Tú, Dios, qué le dirías? «¡¡¡Qué te mando de nuevo la Inquisición!!!» Los anarquistas por lo  general no creen en ti, pero a veces se preguntan para ver qué piedra han de coger.

 Prometo quererte si haces una machada que, mira tú, a mi me entusiasmaría. Tírate un pedo todopoderoso debajo de los cimientos del Vaticano. Y que se abra la tierra y se lo trague. No importan las obras de arte que contiene; los pobres pasan de ellas. Todo, y con las obras de arte, los cien mil curas, las veinte mil prostitutas, los monaguillos chaperos, las monjas lesbianas, el oro, el incienso y la mirra. Y las vírgenes que parieron a tu hijo de cesárea, sin romperlo ni mancharlo; pero ¿qué tenía el coño de María que no tuviera el de las demás? Ganas de distinguirte la tuya.

      Bueno, sólo es una sugerencia para redimir a este pecador. ¡Aleluya! Tu representante en la Tierra reza arrodillado en un reclinatorio  de terciopelo rojo, vestido de pontifical y calzando zapatillas bordadas en oro. Te pide clemencia para los miserables de la tierra. Algo es algo. Quizá te distraiga de tu macabro capricho.

   Mira, Dios, lo que dice ésta. Otra activista tuya que viene a desacreditarme de esa forma subliminal. Tienes legiones desacreditando a los ateos. Pero yo no soy un ateo. Por no ser ateo no soy ni creyente. Cree en ti el que no tiene en otra cosa que creer. Y puestos a creer, te idealiza. Así no tiene que desayunarse con los sapos con los que yo me desayuno:  que si eres esto, que si aquello, todo en plan eres mi guía, mi  esperanza, mi consuelo. ¡Y un huevo! Anda, dile a esta lectora empedernida que lea una obrita (como dice uno por ahí) que yo te dediqué para desenmascararte. «Salmos por un cuadro», y está completa en mi WEB. 

   ¡Quién cojones será ese Goytisolo! Seguro, alguien que tú has mandado para despistar.

Yo, diablilla, (no interrumpas), es que estoy dirigiéndome a Dios. Si me distraes, él va aprovechar para hacer alguna de la suyas. Pregúntame lo que quieras en otro «topic», que a ti te responderé. 

      Como te decía, Dios, todavía, si quieres, puedes ser un tío guai, o sea, un tío cojonudo, pero…

  Lo mismo te digo, querida Tancredi: déjame que hable con Dios. Cuando se está en plan místico, como yo ahora, no se está para otra cosa. Además, ahora sé que lo tengo interesado. Quiere saber hasta dónde llega mi osadía. Al principio le pareció divertido, pero ahora veo que está torciendo el morro y me manda una señal: me he levantado con una tortícolis de tres pares de cojones.

Te digo, Dios, que eres un sádico. Éste, que dice ser Marcial, lo tienes  zombi perdido. Delira. Le diste el don del habla y no le sirve más que para decir sandeces con apariencia de inteligentes; claro, que a lo mejor lo haces para que otros imbéciles digan:¡Qué grande es el Señor, Dios; que grande su obra el hombre! Sí, todo es cuestión de publicidad subliminal. Y no digas que no; ahí lo tienes, repartiendo octavillas de dos en dos, con un lenguaje que debe dejar boquiabiertos de admiración a tus  más fieles.

Te voy, Dios, a dejar por imposible. Estás sembrando ya cizaña entre yo y  mis amigos, confundiendo lenguas, creando malos entendidos; son tus tretas bien conocidas: «Líbrate de meterte conmigo o te mando al Hombre», dices. No los perros, sino el Hombre. No, contra el Hombre nada puedo hacer, así que mejor me rindo.

P.S. Recuerdo que entre los muchos miembros de aquel foro que manifestaron su parecer, uno de ellos, que se declaro ser religioso de profesión, me dijo: «Bravo, José, ya quisiera yo que todos los que se dicen creyentes, tuviesen la osadía de creer en Dios como tú lo has hecho; desde luego no estoy yo entre ellos.» Se equivocó en un detalle: yo no creía en Dios, o no creía en el dios en el que creían ellos.

A petición de Silly (2001)

Escribí este relato en 2001 y lo presenté en sociedad, a sabiendas que para algunos miembros del grupo les iba a parecer sacrílego, irreverente. El dios de los creyentes es inconcebible como el que yo presento, un ser humanizado, ignorante de muchas cosas de sus criaturas, admitiendo haber cometido errores en la creación, y hasta capaz de reírse como cualquier padre se ríe con las ocurrencias de sus hijos. No fue como esperaba y que me daba igual, aceptaron de buena gana mi intento de desacralizar a ese dios que les atemorizaba más que les daba amistad y sosiego. Hoy, supongo que el relato no pasa de anecdótico.

El título no puedo explicarlo, no recuerdo qué o quién era Silly

A petición de Silly, paso a relatarles la historieta que le conté a Dios

Como quiera que Dios me dispensó de contarle una de curas al ver la cara de susto que puse, me dijo condescendiente.

-Bueno, dejemos a los curas, que la verdad, sólo oír de ellos, creo que no me iba a hacer gracia. Cuenta lo que quieras.

-¿Quieres que te cuente una de los foros de Internet? ¿Sabes lo que es Internet?

-De oídas. Mucha gente que viene aquí lo echa en falta. Pero es que aquí, como todos somos espíritu, pues no tenemos máquinas. Pero cuenta, cuenta.

-Sí, lo comprendo. Hay tal adicción en algunos a eso de Internet, que muchos andarán colgados con el mono.

-¿Qué es eso de colgados con el mono?

-Pues… una dependencia acojonante, como si les faltara aire.

-Comprendo. También se quejan  de no poder hacer el amor carnal, pero es que como aquí sólo son espíritu…

-No había caído. Una cosa trae la otra. 

-¿Qué quieres decir?

– Qué entre los vivos hay mucho reprimido. No se comen una rosca con el cuerpo por diversas causas y han encontrado en Internet la forma de follar.

-¿Qué es follar?

-Hacer el amor

-Hacer el amor carnal, quieres decir.

-Bueno, no exactamente; follar por Internet es como hacerlo con el espíritu. La gente se calienta con poesías llenas de metáforas sugestivas, y la imaginación les lleva a orgasmos íntimos, solitarios. Si aquí tuvieran Internet, pues la cosa cambiaría, aunque sólo sean espíritu.

-Comprendo. Veré de arreglar eso. 

-Bueno, pues te cuento.

-Te escucho.

– Pues resulta que un hombre y una mujer entraron en contacto a través de Internet y en un foro de esos. La mujer era muy cursi, muy cursi…

-¿Qué es una mujer cursi?

-También hay hombres cursis. Un hombre y una mujer cursi es algo así como una rosa o un clavel con un lacito rosa o azul prendido del tallo.

-Ya. Entiendo la metáfora. Son cosas de los jóvenes, la inmadurez, el romanticismo. Sigue.

-No creas, Dios, también se dan casos en más de cuarenta.

-¡Jo, eso si que es grave! ¿Hasta ahí hemos llegado? Veré la forma de arreglar eso

-El hombre, en cambio, era un cabrón, así como yo, más basto que una magdalena de esparto.

-¿No serías tú el de la historia?

-Pues… sí… ¿te importa?

-Sólo si no me hace reír.

-Sí, el hombre era yo. Intentaré no defraudarte. La mujer cursi no paraba de mandar poesías sugestivas, como digo, algunas tórridas. Yo, al principio, me metía con ella de la forma más desconsiderada y cabrona  que me caracteriza. Ella, lejos de ofenderse, seguía mandándome más y más poesías cursilonas, a la vez que sensualotas. Yo seguía dándole caña, aunque la música iba por dentro. Quiero decir que alguna de sus poesías se me enganchaba en los bajos…

– ¿Qué son los bajos?

-Los bajos… instintos, iba a decir.

-Quieres decir en los huevos. Déjate de metáforas, que no estás en Internet y voy a dudar que seas tan cabrón como presumes.

-Pues… sí, eso quería decir, Dios. Pues en los huevos. Y claro, uno que no es de piedra, pues empezó primero con eso de los orgasmos solitarios. 

-A masturbarte. Te digo que dejes las metáforas, ¡joder! Que estoy harto de metáforas cuando los hombres se dirigen a mí.

– Vale, Dios, no volveré a pecar de eso…Es que uno no sabe…. 

-Pues ya lo sabes; al grano.

-Todo siguió así por algún tiempo: ella dale que dale con sus poesías y yo a lo mío. Un día, la mujer me escribió de forma privada confesándome que me amaba, que era una especie de diablo que la tenía seducida. Yo le contesté que ella también a mí por ser un ángel.

-Los ángeles no son así de cursis, ya lo comprobarás, y bastante cabreados los tienen los hombres que los utilizan en sus metáforas. Sigue.

-Por ser tan delicada, entonces. Y seguimos carteándonos, pero ya no como en el foro, sino de tío a tía, con todas las desinhibiciones que te puedes imaginar.

-Sí, no me las cuentes, que me las imagino perfectamente. Sigue.

– Entonces, como llegó el caso que estábamos los dos que nos comíamos la pantalla del ordenador, decidimos encontrarnos en cuerpo y espíritu para mejor conocernos.

– Que te dejes de ambigüedades, joder. Quieres decir para follar, que ahora ya me sé el término.

-Pues sí, Dios, para follar, que es que ya no aguantábamos más, ¿lo comprendes, verdad?

-Claro que lo comprendo. Yo os puse ese instinto, aunque principalmente para que tuvierais descendientes. Pero se me fue la mano, como en otras cosas, y los hombres le sacan todo el jugo que pueden a mi error. Sigue.

-Sigo. Decidimos encontrarnos en una ciudad equidistante. Yo reservé el hotel y quedamos allí después de fijar el día y la hora. El encuentro se produciría en el hall del hotel. Para identificarnos, ella llevaría  un lacito rosa en la muñeca y yo un pañuelo azul en la mano. 

-Un poco cursi, ¿no?

– Desde luego que sí, pero pensamos que esas dos prendas no es común exhibirlas en público, y no queríamos enojosas equivocaciones con otras personas. Piensa, Dios, que íbamos a estar los dos tan excitados, que no respondíamos de nuestros impulsos. Y llegó el día, la hora, el hotel, el hall. Yo me presento con el pañuelo azul en la mano, como Pavaroti. Oteo el ambiente en busca de una mujer con un lazo rosa en la muñeca. No veo ninguna. De repente, algo llama mi atención. No puede ser, me digo. ¡Joder, no puede ser!

-¿Qué no podía ser? Me tienes en ascuas.

– Que era un tío remilgado el que llevaba el lacito rosa colgando de la muñeca…

Y  Dios se puso a reír como no lo hacía desde el alba de los tiempos; tanto, que me permitió volver al mundo de los vivos a ver si tenía mejor suerte. THE END.

Aforismos (1998)

Debí pensar que para pasar a la posteridad, además de escribir algo notable, tenía que demostrar lo inteligente que era ofreciendo a la humanidad esas sentencias o aforismos que se toman como piedras angulares del pensamiento. Debí pensar, también, que esa era una tarea continua, que no se podía hacer una lista de aforismos como el que escribe una novela o la cesta de la compra, que cada aforismo era como un Flash que te iluminaba de vez en cuando y que deberías llevar contigo una libreta y algo para escribir la ocurrencia del momento. Bueno, pues como muchos de mis proyectos abortados, comencé la tarea de ir tomando nota de aquellos que pensé tenían derecho a ser inmortales. Luego no seguí. Hoy se me ocurre uno: la vanidad es la fotografía de la estupidez.

Pido disculpas si alguno ya se le ocurrió a otro genio.

Helos aquí

Aforismos
y otros pensamientos breves

JDD 1998

La historia es un registro de la adulteración de los hechos. 

A todos los que sufren, balas de piedad. 

Yo soy mi pensamiento y, como mi pensamiento, soy voluble… a veces; y a veces soy otro. 

Lo que he vivido, no me lo quitará la muerte. 

Si para ser libre sólo libre he de ser, jamás. 

Las máscaras, cuando verdaderas, se llevan por dentro. 

¿Tendrán derecho a amar los tristes? 

Un ser omnipresente, de tanto estar en todas partes, estará siempre solo. 

Que a mi muerte, de mis ideas surjan nuevos seres humanos, que de mi cuerpo sólo gusanos. 

«Yo no te veo, por lo tanto, no existes» -dijo el ojo. El oído guardó silencio. 

También el pensamiento necesita compañía. 

Los ojos son lo realmente importante del ser humano, porque en ellos está acumulado todo lo que hemos visto… y lo que hemos visto es lo que somos. 

El hombre es todo el poder de d~os. 

La costumbre es una burla que, desde el paso ineluctable del tiempo, le espeta el ocio a la inteligencia. 

Palabras, tan reales como las ideas que iluminan. 

El deseo de trascendencia es la más sublime de las vanidades. 

Las lágrimas no son para llorar. 

El único sentido de la realidad es aquél que puede atribuirle quien jamás la ha conocido. 

Los momentos cesan (y su recuerdo tras ellos), sólo los sentimientos, los inevocables sentimientos, perduran. 

L evolución es un tránsito que no se recorre, se acumula. 

Sólo se muere una vez en la vida. 

El rasgo humano de una acción se encuentra en su motivo: el hombre, para hacerse humano, debe actuar de acuerdo a aquéllo en que cree, aun si es preciso subyugar aquéllo que quiere. 

Hay en todo esto un engaño: no soy yo quien escribe, es el peso del Universo el que se manifiesta. 

La vida es una aventura que se agota. 

La vida es una realidad electiva. 

El poder difusivo de la religión no estriba (¡vaya ingenuidad!) en su divino origen, sino en sus humanas consecuencias. 

¿Qué significa para un hombre, que nada es más allá de sí mismo, acabar con lo poco que es? 

El hombre que sabe decir la última palabra, debe aprender a soportar, después, el más absoluto de los silencios. 

En el camino hacia la plena sabiduría deben encontrarse todos los extremos. 

Los que son últimos, jamás serán primeros. 

Democracia: poder de los mediocres 

Religión: vicio que resguarda de la duda a los débiles. 

Para conocer la naturaleza del mar es preciso tragar su agua. 

Sólo al abandonar los pasos éstos siembran huella. 

Altruista es la acción egoísta que conviene a los que no participan de ella. 

Un hombre debe estar orgulloso hasta de sus vergüenzas. 

Aplaudo y compadezco al hombre que dedica su vida a convertirse en estatua. 

Pero… ¿cuánto del hombre guarda la estatua? 

Yo no soy rutina de la creación. 

¡Tantas palabras, tantos conceptos; todo ha de serle ligero al hombre! 

Toda nuestra vida acumulada apenas alcanza a justificar nuestro postrer suspiro. 

La vista es más profunda en la obscuridad, pues sólo entonces revela la negrura de todas las cosas. 

Después de muerto ya no habré escrito estas palabras ni tú las estarás leyendo ahora. 

Jamás discutas con alguien a quien le suenen las tripas. 

Vive cada día, todos los días. 

¡Que llueva sol! 

Desconfía de quien te diga: «Todos somos iguales». Tal vez sí sea igual a todos los que así dicen. 

La estupidez es la única firmeza que se le puede permitir a un hombre. 

¿Quieres acabar con el mundo? Hacerlo contigo será suficiente. 

El asombro es el eco de la consciencia; la duda, la impronta de la inteligencia. 

Mi moral es una puta amable que puede indignarse y fingirse imperativa con una emoción a veces maternal. 

Las palabras son entes vacíos que sólo encuentran contenido en el interior de las personas. 

Aun el que ignora la cosa es capaz de sentir algo hacia ella. 

La verdadera comprensión del otro empieza con la advertencia de que cualquier diferencia no es inmanente a cada uno. 

El paraíso, si ha de ser placentero, es sólo habitable en inconsciencia. 

Rebasar el cauce de lo escrito debe ser el objetivo de toda lectura creadora. 

¡Vive, vive, que no es para siempre la vida! 

¡Pobre de aquel que tenga a la derrota por opción! 

Sólo cuando el monstruo se mueve entre los fondos, puede haber novedad bajo el Sol. 

He mojado algo más que mis ríos. Remonto todo caudal insuficiente. Sigo buscando el mar justo para mi remo. 

Debe haber algo de mí entre tanta palabra. 

Sólo esto sé. 

¿Qué deberá decir el epitafio de la humanidad? 

Cosas que escribí

Año del Señor, 2001

Lo mezclaba todo, sacrilegio y sensibilidad de poeta. Gustaba este estilo bronco en los foros en los que participaba. A veces me excedía, pero se me perdonaba porque, de alguna manera, excitaba las neuronas de los-las pusilánimes. Voy a iniciar la inclusión de algunos testimonios que completan mi biografía literaria, o supuestamente literaria.

Echadme una mano, viejos,
que no puedo con la aurora
que me trae esta chiquilla.
Testigos sois de que no puedo, ni quiero,
a solas estar con ella.
Y no es temor lo que lo impide;
es cariño paternal, o de abuelo la ternura.
¡Maldita edad que no me da otra alternativa!.

Aviva ya el alma, que se te duerme, y llévala a un mar tempestuoso. Dile que esperé allí en actitud inerme la caricia del viento incestuoso. Mientras ella se fecunda de pecados, verás alma y cuerpo embellecidos. Alma y cuerpo de virtudes sobrados, y de marchitos amores renacidos-

Paja sacralizada desacralizada la mía, que no sé si os llega quemada o el viento la esparce en el mar. Mientras tanto, aquí permanezco, de seis a ocho horas más muerto que vosotros. 

Dice un escritor de moda por aquí (Arturo Pérez Reverte) que de finales felices se cree lo justo, y que la última barita mágica que vio la tenía clavada en el coño un hada a la que violaron en Sarajevo.

Fuerte, ¿no? Pues yo digo: ¿Es el signo de los tiempos presentes la desesperanza? ¿Las ilusiones han pasado a ser sólo juguetes de la infancia? ¿El amor se ha empezado a cotizar en bolsa? ¿Los dioses se han puesto a jugar con los astros al billar americano? ¿Los héroes piden cobrar por adelantado? ¿Los artistas, seguros de su no-inmortalidad, crean sus obras en materiales biodegradables? Los poetas, ¡ah los poetas!, se llevan la mano a la entrepierna y exclaman: ¡alma, corazón, vida!, todo está aquí; será menester tenerlo siempre limpio, por si acaso ¿Los filósofos, ya seguros de su inmortalidad, se irán corriendo a hacerse una cura de rejuvenecimiento? ¿Qué es un final feliz? ¿No es acaso el principio de un estado no feliz? ¿No sería mejor procurarse momentos felices, lo que yo llamaría el instante atrapado? En fin, si yo fuera un hada no esperaría a que me violaran… Y si me encuentro hoy un hada, no le pediré un final feliz; le pediré que me meta la barita mágica por el culo, ya, en ese preciso instante. ¿Para qué esperar a mañana lo que puedes gozar hoy?

Jose de fin de semana, feliz si se encuentra un hada..

Seguirá. No me redimirá de los pecados, pero como no creo en el infierno…

Pilar (1999, revisado)

Pequeña historia de una joven que un día decidió ser mujer con todas las consecuencias.

Pilar había conocido varios hombres en su vida  —se da por supuesto que el lector entiende que se había acostado con ellos—. Los hombres nunca llegan a conocer a las mujeres —se entiende que por las mismas circunstancias.

Pilar había sacado como conclusión que los hombres iban siempre a lo suyo en sus relaciones con las mujeres —otra expresión que se entiende y que seguramente explica la segunda proposición del párrafo anterior—. Que conseguido lo que pretendían, la estima o, simplemente, la amistad y eso que llaman amor, quedaba aplazado hasta la ocasión siguiente. En consecuencia, —extrema a todas luces— Pilar, a todos los hombres que, repito, había conocido, nunca les había dejado la iniciativa en esas cosas, por temor a ser una mera máquina de masturbar para ellos, según ella gustaba decir —en las entrevistas, reuniones, etc.—. Pero Pilar, a solas con sus sentimientos, o la falta de alguno definitivo y categórico sólo imaginado, deseaba amar intensamente y ser correspondida, al menos con la misma intensidad, y sentía que, o bien ella se equivocaba con su comportamiento, o los hombres eran todos iguales, frase no suya, por cierto —tampoco del que esto cuenta.

 Pero como siempre en la vida, una circunstancia fortuita termina sacándonos del atolladero en el que sentimos nos hundimos. A Pilar le pasó eso.

Como cualquier día, se fue a su habitual lugar de trabajo; era periodista, recién estrenado su titulo por la Escuela de Periodismo de Madrid. Había entrado en la Redacción por su buen expediente y porque había conocido —no se olvide el sentido que se da aquí a esta palabra— a un profesor adjunto de la Escuela que trabajaba en el periódico a tiempo parcial como corrector de estilo. No había nada entre ellos, salvo el recuerdo fugaz de un encuentro en una noche de fiesta y cacería de emociones fuertes por parte de los unos y de las otras. Pilar no recordaba qué le había interesado de aquel hombre con el que había terminado en la cama, y si su  deseo había ido a remolque de lo que ella sostenía como principio de auto estima femenina, o fue su auto estima la que fijó a aquel hombre como objetivo —estas disquisiciones son propias de mujeres como Pilar—. En cualquier caso, aquel encuentro —y otros que no vienen al caso—, nunca más se repitió, muy a pesar del profesor, que lo intentó en otras ocasiones, como era previsible. Pilar, en estos asuntos, siempre los paraba con la misma frase: «No estoy suficientemente motivada, y como no hay dos sin tres, prefiero que sólo sea uno.» Lo cual, ellos entendían, como que Pilar era un extraño caso de mujer fría o, quizá, con algún desviacionismo —perdón— que no acababa de aflorar. Y así se lo decían de forma un tanto abrupta, ignorando que ellos fueran la causa —muy propio de los hombres—. Vean el  caso del «profe» y cómo finalizó.

—¿Qué te pasa, Pili? ¿Por qué no vas al psicólogo?

—¿Al psicólogo? —preguntó extrañada.

—Él te puede arreglar eso. Eres un poco rarilla.

—No se trata de un problema de psicólogo; es que tú no funcionas todo lo bien que a mí me gusta.

Obviamente, aquella frase demoledora, que ella siempre tenía en la recámara y no era la primera vez que pronunciaba,  convertía a cualquier  hombre en un punto y aparte en el guión de su vida. Y Pilar disfrutaba recordando la cara que había puesto el tío en cuestión e imaginando que toda su sangre se habría venido a la periferia de su cuerpo; tal era el color de su cara —algunos se ponían pálidos; los vanidosos—. También es obvio pensar, que los hombres que habían padecido los zarpazos de sentencias parecidas, nunca más se habían dirigido a ella con nuevas insinuaciones. Ella, frecuentemente y a solas, echaba de menos que los hombres la tomaran en serio, aunque nunca explicó qué significado le daba ella a eso de tomarla en serio.

Pilar, como decía, deseaba, no obstante, encontrar un amor intenso que partiera de desdibujar los roles respectivos del hombre y de la mujer en la forma de cazador y pieza de caza. Pero no atribuía en exclusividad a quién correspondían esos papeles en cada momento, por lo que, a veces, ella se sentía culpable y se hacía su auto crítica, sobre todo cuando no estaba en la escena de caza, en la que siempre su raro instinto se imponía.

Su papel en la Redacción era modesto, y trabajaba el ordenador con la paciencia del que se sabe seguro de sí mismo y que aquel meritoriado no duraría para ella mucho tiempo. También su feminismo la impulsaba a establecer plazos cortos  en la escala de las ambiciones, que otros (los hombres) se empeñan en considerar exclusivas por falta de consideración, más que por considerarlas «propias del sexo».

Aquel día que no ofrecía, en principio, ningún motivo de esperanza de que fuera a ser diferente, Pilar, digo, fue al trabajo, y sin saber por qué —ella no acostumbraba a predisponerse físicamente para ser objeto de deseo de sus compañeros—, se puso un vestido, en lugar de un invariable suéter o blusa —según el tiempo— y un pantalón vaquero, que daba  a su aspecto general un toque invariable que tornaba ambiguo su sexo. Se había comprado aquel vestido porque le gustó la figura —la verdad es que sintió un estremecimiento—  que le proporcionaba a una joven,  más o menos como ella, que había visto unos días antes caminando por la calle. Y no le pasó desapercibido que, a su paso, aquella joven despertaba en los transeúntes un irrefrenable y reflejo acto de mirarla, y no sólo al verla, sino que algunos y algunas se volvieron mirando atrás, quién sabe con qué pensamientos. La joven era airosa, pero no más guapa que Pilar, y esa consideración, a más de creer tener mejor tipo, la tuvo Pilar. El fenómeno   le pareció curioso y nuevo. Ella, con las mujeres,  nunca había establecido otras comparaciones que las intelectuales y la eficacia de esa lucha voluntarista que algunas, Pilar entre ellas, llaman movimiento feminista. Y movida por el instinto de la competencia, aunque ella no profundizó en esta consideración, no paró hasta encontrar el mismo vestido. El vestido era ajustado a las formas del cuerpo, sin mangas, discretamente corto —un palmo por encima de la rodilla— y topos rojos sobre fondo blanco. También el escote se quedaba corto con intencionada picardía del diseñador, dejando claro que lo que ocultara no fuera menos hermoso que lo que lo que dejaba al descubierto. Pilar tuvo dificultades para ponérselo; falta de costumbre, pensó ella. Pero la razón no era esa: su cuerpo se extendía un poquito más allá de los límites que imponía la tela. No obstante, y como la tela no cedía, tuvo que ceder el cuerpo ese poquito de más, y al fin pudo ponérselo, como un guante ajustado a la mano. Y ya de puesta, continuó su transformación; se soltó el pelo y se lo cepilló por largo tiempo hasta que cayó como una cascada rubia sobre sus hombros; se pintó los labios de un rojo fresa, que los tornó sensuales; se puso unos pendientes que casi tocaban su hombro y que estilizaron su cara; unas pulseras con los colores del arco iris, como una guirnalda, remataron sus largos brazos;  unos zapatos a juego en color con los topos y de tacón extremo alargaron sus piernas hasta el infinito; se perfiló las cejas, algo de rímel y un ligero toque que obscureció el marco en el que brillaban sus azules ojos.  Y se miró en el espejo colocado en la contrapuerta de su armario ropero. «Parezco una furcia», se dijo, pero lejos de hacerla desistir de tan extraño, por lo inusual, disfraz, sonrió complacida; también ella se gustaba. Cuando salió a la calle, pronto pudo comprobar que también con ella se repetía el fenómeno: las gentes, ellos y ellas, la miraban, y sentía que se volvían para tener un visión completa de aquello que se movía, pero, sobre todo, que no era una alucinación. Pilar iba pensando en el revuelo que iba a causar al llegar al Periódico, y diseñaba frases ingeniosas para responder convenientemente a las procaces insinuaciones, o simplemente expresiones, de las que, a buen seguro, esperaba ser objeto. Efectivamente, nada más llegar, ya el conserje, que nunca le había prestado especial atención, de forma espontanea exclamó:

—¡Por todos los demonios! ¿Qué le ha sucedido, señorita Pilar?

—Que voy a la guerra, Manuel —dijo Pilar sonriendo.

—Pues ya soy su primera víctima  —y se quedó mirándola mientras pronunciaba otras frase ya ininteligibles 

—No será para tanto, hombre — y sin abandonar la sonrisa, desapareció en la cabina del ascensor.

Mientras el ascensor subía, Pilar se zarandeó los pechos para colocarlos en la posición de simetría, que ella imaginó se habían escorado a la derecha, y se ajustó la parte baja del vestido, haciendo resbalar un par de veces sus manos desde sus caderas y hasta donde sus manos alcanzaban a lo largo de sus piernas. Cuando el ascensor se detuvo, Pilar sintió arrepentirse de lo que estaba haciendo, y a punto estuvo de pulsar el botón que la llevara de nuevo abajo. No lo hizo, respiró hondo, y salió muy decidida, quizá por la inercia de los pasos irreversibles y heroicos.

En el pasillo se cruzó con dos desconocidos que salían de la Redacción. Salían hablando, y al apercibirse de su presencia, sus mentes desconectaron el movimiento de sus bocas, que quedaron abiertas en dos muecas diferentes e igualmente ridículas. Eran dos hombres que sobrepasaban los cincuenta años de cualquier almanaque, menos el que ellos se figuraban, sin años, seguramente. Pilar miró al frente, segura de que el pasillo quedaría expedito a su paso. Y así fue, ya que antes de que llegara a la altura de ellos, estos se apartaron a sendos lados del pasillo pegando sus espaldas contra la pared, como si por allí estuviese pasado un tren (Pilar estaba como un tren, la verdad sea dicha). No dijeron nada, se limitaron a decirlo todo con la vista y   un aumento del ritmo cardiaco. Pilar les sonrió, sin agradecer con palabras aquel cumplido de dejarle la preferencia del camino. Se volvió a mirar los despojos, y los dos hombres continuaban allí,  estáticos, estúpidos, con sus ojos dilatados, y no sé si babeando. Pilar les sonrió de nuevo para imprimirles el último empujón que precipitara su caída, pero ya no pudo saber lo que les hizo hacer a continuación sus mentes turbadas. Abrió la puerta y observó el campo. Todos y todas estaban ocupados en sus respectivos asuntos, y una puerta que se abría nunca interrumpía su atención ni la posición de sus cuerpos. Pilar se dirigió a su mesa, y como siempre hacía cada mañana al llegar, pronunció las mismas palabras:

—¡Buenos días, chicos!

Y el efecto dómino se produjo: como si una corriente los fuera conectando uno a uno, y no una alarma cualquiera que pone a todo el mundo sobre aviso, todos, uno tras el otro, fueron levantando la vista de sus faenas —algunos que estaban de espalda, volviéndose—, y en sus rostros se dibujaban las más variadas formas de expresión: Pilar detectó en todos una primera sensación de desconcierto, luego una de incredulidad, luego otra de asombro, luego un preguntarse qué era aquello y para qué, o por qué,  y todo, sucesivo o mezclado, en un espeso silencio que alguien, al fin, rompió con una exclamación que, por  la entonación, la convertía en la expresión por lo inesperado:

—¡Piilaar!

—¿Qué pasa, chico? ¿Has visto un fantasma? —preguntó Pilar sonriendo y sin detenerse en el camino a su puesto de trabajo.

—¡Joder! ¿Qué ha pasado contigo? ¿Te encuentras bien?

—¿A ti qué te parece? —contestó Pilar sin dejar de sonreír y sin detenerse.

—A juzgar por el aspecto… ¿Qué os parece, chicos? ¿No estaremos soñando?

—Déjame que te toque —dijo uno, acercándose— Quiero comprobar que eres de verdad.

—Toca, pero con un solo dedo. Por lo que estoy viendo, no quiero ser responsable de que te hierva la sangre.

Algunos no pudieron reprimir un impulso a seguir los pasos de Pilar que, como el flautista del cuento, pronto formaban una hilera detrás de ella. Las compañeras la miraban con una sonrisa estúpida, mezcla de decepción y de instinto de supervivencia. La decepción debía ser porque habían tomado a Pilar como prototipo de mujer que sabe poner a los hombres en su sitio; y lo otro sería porque se daban cuenta, aunque fuera por otro motivo, que todos los hombres parecían haber perdido el sitio que ocupaban, avanzando más o menos hacia una sola órbita: la que Pili trazaba con su caminar, y eso suponía para ellas el vació. 

Los que la siguieron ya habían formado un corrillo en torno a ella con comentarios como estos:

—¡Me has dejado hecho polvo, Pili!

—¡Qué guardado te lo tenías!

—¡Chica, debo estar soñando!

—¡Me pido «prime» para invitarte a comer!

—¡Ya no podré trabajar!

Y otras bobadas por el estilo. Pilar, ya sentada, cruzó sus piernas, y más de sus bien torneados muslos quedó expuesto a las espasmódicas miradas de sus compañeros que, ora miraban arriba, ora al centro, ora abajo con sus estrábicos ojos. Pilar les sonreía como máximo agradecimiento a tanto cumplido. Alguno, más atrevido y menos inteligente, le espetó a bocajarro:

—Nos has jodido, Pili…

—Pues deberíais estar satisfechos, ¿no? —le respondió Pilar, mientras se volvía y habría su portafolios—. Íos a trabajar, que el jefe se puede enfadar. 

—¿Tienes algún plan especial para luego? —preguntó uno.

—Sí; con tu  papi —responde Pilar,  poniéndose seria.

—No te enfades, mujer; lo decía porque alguna explicación tendrá esta transformación, ¿no?

—Si que tiene una: comprobar lo capullos que sois los hombres. No sé que os hace comportaros así; ¿es por el vestido? ¿Por la bisutería? Lo vuestro es falta de imaginación. Detrás de todo esto soy la misma Pilar que conocíais y que nunca os parasteis a imaginar. Y ahora, venga, a trabajar; ya conocéis mis poderes.

Poco a poco aquel grupo entusiasta se fue disolviendo, prodigando una última sonrisa de complacencia a la nueva Pilar que se mostraba para gozo de sus ojos, pero inaccesible para sus alborotados deseos. 

Pilar no había dejado de observar todas las reacciones, y su vista escrutó más allá del grupo que la había rodeado. Así, observó las caras de sus compañeras que sonreían y cuchicheaban en voz baja. Pero lo que más atrajo su atención fue la del compañero Robert que, en una mesa algo lejana a la de ella, había continuado trabajando sin levantar más que una sola vez la vista, al primer revuelo que se formó nada más entrar. Sentada, Pilar lo tenía  frente a ella, más allá de unas cuantas cabezas que no paraban de mirarla con una sonrisa boba y algún gesto mudo de invitación a salir luego juntos. Pilar hacía saltar su mirada de uno a otro, sin ninguna concesión en su expresión que les diera esperanza. Cuando uno a uno se fueron todos  dando por vencidos, Pilar, de vez en cuando, levantaba la vista de sus papeles y dirigía una única mirada a aquel compañero que no había mostrado ningún especial entusiasmo a su llegada ni a su posterior presencia. Robert era un buen compañero, que siempre la había ayudado cuando algo le pidió. Era algo tímido, muy callado, y nunca lo vio partícipe de ningún protagonismo. Llegaba al trabajo y se iba a su mesa, y sólo hablaba de cosas relacionadas con el periódico. Nunca lo vio con ninguna chica y, por supuesto, a Pilar nunca le había dirigido la menor insinuación. Pilar lo había ignorado hasta ese momento, pero su comportamiento en ese instante, diferente al de los demás, había atraído su atención y, ahora, cada vez que levantaba la vista, le dirigía una mirada esperando encontrarse con la suya. Pilar quería comprobar si, para Robert, ella le era totalmente indiferente, quizá no le gustaran las mujeres, o tenía una forma peculiar de demostrar el sentimiento que le habría causado su puesta en escena. Pilar estaba segura de descubrir lo que pasaba, si tenía ocasión de cruzar su mirada con la de Robert. Una luz en un monitor de su mesa se encendió: era su jefe que la llamaba y significaba que tenía que ir a su despacho. Pilar se levantó, se ajustó los bajos de su vestido, cogió un bolígrafo y un bloc de notas y se dirigió al despacho del jefe. El camino pasaba al lado de la mesa de Robert. Pilar, en su caminar, había vuelto a dejar el trabajo de sus compañeros y compañeras en tiempo muerto y cada cual hilvanando un pensamiento. A un metro de la mesa de Robert, Pilar miró  a éste, que seguía escribiendo en su máquina. Robert, sin dejar de escribir, alzó la vista y, por fin, Pilar leyó en sus ojos. La expresión de Robert era seria, no movió un músculo de su cara. Sus ojos acerados no mostraban complacencia por lo que veían. Se diría que estaban dictando una sentencia imposible. Pilar le sonrió con timidez, una de esas sonrisas que se interrumpen violentamente, como si la sonrisa no fuera lo más apropiado en ese instante, y siguió caminando con la imagen de un Robert que la había desconcertado. Entró en el despacho del jefe sin llamar, como habitualmente se hacía cuando la visita obedecía a su llamada. La relación con el jefe siempre era cordial, salvo cuando había motivos para esperar su bronca. Pilar se dirigió  la primera a su jefe, para llamar su atención de lo que en ese momento le ocupaba.

—¡Hola! ¿Me has llamado?

—Sí, Pi… He llamado a Pilar, ¿eres tú Pilar? —dijo sorprendido e incrédulo, interrumpiendo la tarea que le ocupaba.

—Pues…sí. No he cambiado de nombre. 

—Sí, sí, eres Pilar, sin duda. ¿Quieres un aumento de sueldo, o mejorar tu puesto de trabajo?

—¿Es una pregunta o una insinuación?

—Perdona, es una pregunta estúpida. 

—No te preocupes. Algo raro esperaba oírte; no ibas a ser diferente a los demás, bueno, no todos…—dice Pilar, a quién le viene Robert al recuerdo.

—Vaya, vaya… Si vienes así la primera vez que te vi, a lo mejor te habría nombrado mi secretaria…

—Tu secretaria para todo, ¿no? Bueno, ¿qué querías?

El jefe, unos años mayor que Pilar, un gran talento, a decir de algunos, era un hombre casado, serio,  no quiso seguir más el juego de palabras; la última expresión de Pilar no le daba más margen, si no quería pecar de frívolo, cosa que él se cuidaba de evitar en sus relaciones de trabajo.

—Toma esto y trabájalo un poco. Vuelve cuando lo tengas.

—De acuerdo. Hasta luego —y Pilar, tomando lo que su jefe le daba, volvió por sus pasos.

 El jefe la siguió con la vista y volvió a la tarea que había dejado, pero sólo en apariencia.

Pilar, en el camino de regreso a su mesa, no quitó la vista de la espalda de Robert. Se le antojaba que aquel chico estaba enfadado por su atuendo, y no supo de momento por qué. Se sentó en su mesa sin percibir nada más a su alrededor, tal era la concentración de su pensamiento en encontrar una respuesta al extraño comportamiento de Robert. Antes de enfrascarse en su trabajo, volvió a mirar a Robert, y esta vez se encontró de nuevo con su mirada. Era firme, pero su expresión era más relajada; no sonreía, pero su rictus no denotaba enfado. Pilar le sostuvo la mirada por un tiempo que le pareció interminable y demasiado concesivo, y bajó los ojos, vencida de una emoción extraña. Toda la mañana fue un continuo mirar y no hacer nada; a las miradas le sucedían los pensamientos, y Pilar iba encontrando respuestas. Aquel chico era diferente, pero a esta conclusión le nació una pregunta: ¿diferente para ella o para todas? Luego empezó a concluir que lo importante es que le estaba pareciendo diferente a ella y eso empezó a inquietarla. Y ese sentimiento fue aumentando. ¿Qué debería hacer? Ella nunca se había insinuado a ningún hombre, simplemente lo había elegido cuando la insinuación partía del hombre que de una forma u otra manifestaba su interés por ella. Era su principio, y no sabía qué hacer en un caso como éste. El caso es que las miradas ya no le parecían suficientes y le crecían las ganas de hablar con él, aunque sólo fueran unas breves palabras. Pero no encontraba la excusa apropiada; todas le parecían pueriles y preparadas. Poco a poco fue  dejando de pensar de forma continua, para hacerlo intermitentemente. Alguna vez miraba y no coincidía con su mirada; esto la decepcionaba por un instante, pero se volvía a sentir bien cuando a la mirada siguiente se encontraba con la de Robert.

Así había transcurrido la mañana, entre miradas y un sentimiento nuevo para Pilar, y lejos de arrepentirse por haberse vestido de esa guisa, Pilar pensaba que si no lo hubiera hecho, jamás se habría fijado en ese hombre, ni se habría percibido de su mirada. El nunca se lo había puesto fácil, era un chico tímido e inexpresivo; un simple compañero, en suma. 

Llegaba la mañana a su fin y ya todo el mundo en la Redacción iba recogiendo sus cosas. Se disponían a ir a comer. Pilar fue observando cómo, en ocasión parecida, todos se daban prisa por dejar la mesa ordenada e irse emparejando, o simplemente solos, para salir cuanto antes y aprovechar las tres horas que tenían para comer. Unos se iban a casa, si no vivían lejos, otros se decidían por los restaurantes cercanos. Pilar se iba quedando sola, y la gran sala se volvía un lugar fantasmagórico que no invitaba a quedarse. Robert aún permanecía sentado, no hacía nada, no escribía, no ordenaba su mesa. Pilar lo miró: se había resbalado sobre su sillón y miraba al techo, mientras lo hacía girar a un lado y al otro. Pilar no lo dudó y se fue hacia él. Iba a proponerle si quería acompañarla a comer. Tan rápida fue su decisión, que no tuvo tiempo de elaborar el antídoto para su orgullo herido en caso que se negara. Robert seguía en la misma posición y movimiento de vaivén de su sillón. Pilar se acercaba cada vez más. Pilar, con la rapidez que se suceden los pensamientos, descartó preguntarle si quería venir con ella a comer y eligió la fórmula definitiva.

—Me gustaría comer contigo, Robert.

—Robert se paró en seco en su vaivén,  se sentó correctamente y miró a Pilar.

—¿Decías?

—Que si quieres te acompaño  a comer. ¿En que pensabas?

—¿Por qué te ofreces a  mi?

—Eso no es una respuesta; es una pregunta. 

—Pero es una pregunta obvia.

—Pues ya te lo he dicho: porque me gustaría, no sé por qué. Y no hagas otra pregunta, por favor.

—Está bien. De acuerdo. Iré contigo. No, ven conmigo; eso es lo que has propuesto.

Pilar y Robert salen de la sala de la Redacción en un silencio espeso de pensamientos. Pilar delante, Robert siguiéndola de cerca para no perder su estela. En el ascensor se miraron, y no se podría decir quién bajó primero la vista; una situación que se hizo eterna. Robert se rozó involuntariamente con el cuerpo de Pilar, y el cerebro paralizó sus músculos ante la descarga recibida. Pilar no sintió nada; el magnetismo partía de ella, como siempre sucede  en casos parecidos. La primera atracción que una mujer siente por un hombre es siempre psíquica; como si los resorte físicos durmieran hasta encontrar la resonancia apropiada. 

El restaurante estaba cerca y fueron andando. Ya los demás compañeros habían desaparecido de sus vistas y de las miradas de aquellos. Ninguno de los dos hubiera querido hacer ante ellos una exhibición de conclusiones. Tampoco hablaron, iban uno al lado del otro. Robert fulminaba con su mirada a los que se cruzaban y hundían sus ojos en el cuerpo de Pilar. Se sentía incómodo; el papel de un hombre al lado de una mujer que se exhibe, como lo hacía Pilar en aquel momento, es siempre desairado. Es como un apéndice contra natura. Había que romper como fuera aquel silencio, y fue Robert el que encontró la fórmula:

—¿Te parece bien el «Restaurante María»?

—Siempre hemos comido allí. 

—Ahí habrá muchos compañeros.

—¿Prefieres que no nos vean juntos?

—En este momento, sí.

—¿Te avergüenzas de ir conmigo? —pregunta Pilar sin mirarlo.

—Francamente, sí. En esta ocasión, por supuesto.

—Di tú lo que prefieres.

—Vamos a mi casa. Algo tendré en la nevera que te pueda ofrecer.

Aquella inesperada propuesta de Robert cogió desprevenida a Pilar, y se limitó a mirarle a los ojos. Fue un instante, porque Robert miró al suelo, arrepentido de su osadía.

—Está bien, vamos a tu casa, de paso veré cómo vives.

—¿De veras que no te importa?

—¿Debo preocuparme por algo?

—No; por nada. No es normal invitar a su casa a una mujer a la primera oportunidad.

—Lo que no es normal es que la mujer acepte.

—No; tampoco es normal.

—Pues estamos empatados. Vamos a tu casa.

Tomaron el coche de Robert, y parte del trayecto de nuevo el  silencio fue el compañero que se presta a servir de interlocutor de aquellos pensamientos que sólo se elaboran para el consumo propio. Fue de nuevo Robert, quién ya llegando a su casa, por fin hizo a Pilar una pregunta que él mismo se había hecho muchas veces durante la mañana.

—¿Puedo hacerte una pregunta?

—Esa es la forma de saber lo que se quiere saber.

—¿Por qué has venido vestida así?

—Esperaba esa pregunta. Si no me la hubieras hecho me habrías decepcionado. Creo que ha sido una experiencia; quería saber lo que se sentía.

—¿Lo que sentías tú, o lo que sentían los demás?

—Lo que sentía yo, naturalmente. Los demás pueden sentir cosas variadas; tú, por ejemplo, me da la impresión de que no te ha agradado verme así.

—Así es, en efecto. 

—¿Puedo saber por qué?

—Pregunta metafísica. No lo sé. No se trata de un razonamiento, creo que es un sentimiento.

—¿Me estás diciendo que te importa lo que haga con mi vida?

—Si te digo que sí, podrías contestarme con todo derecho que me ocupe de la mía, ¿verdad?

—Depende.

—¿De qué depende?

—Otra pregunta metafísica. 

—Bien. Hemos llegado. Quizá no tardemos en conocer las respuestas.

—Eso pienso yo. ¿Tienes portero o portera?

—Estará comiendo. ¿Por qué lo preguntas?

—No quisiera que por mi causa anduvieras en boca de las gentes.

—Comprendo. No me importa lo que piensen los demás; me importa lo que yo pienso.

—Eso despeja dudas y me complace escucharlo. Pero en ese caso nos podíamos haber quedado en el restaurante.

—Tú tampoco lo querías, ¿no es así?

—Sí, así era. 

Toda está conversación la habían tenido a coche parado. Robert abrió la puerta e igualmente hizo Pilar. Los dos salieron y Robert se dirigió a la puerta del inmueble que estaba cerrada. La abrió y dejó la preferencia de paso a Pilar. Tomaron el ascensor y subieron.  En la mínima cabina, los dos, frente a frente, se miraron a los ojos, y sus cerebros, simultánemente, dieron la orden de cogerse las manos. Ese contacto, que ahora nacía de sus voluntades, por extraño que parezca, convirtió  el conjunto hombre—mujer en esencia, en ente metafísico.

 Robert no soltó la mano de Pilar ni para abrir la puerta de su apartamento. Él entró primero, atrayendo a Pilar, que le siguió dócil sin dejar de mirarlo. Robert cerró la puerta, y como si temiera se le escapara, le cogió la otra mano. Y ya frente a frente, mudos de palabras, se fundieron en una abrazo, un beso eterno, un buscar frenético donde aterrizar sus bocas inquietas, unos ojos cerrados para que todas las imágenes quedaran dentro. Las piernas se quebraban, ya no sostenían tanto deseo. Los vestidos estorbaban, se interponían como una censura entre sus cuerpos, y fueron cayendo, algunos rasgados de tanta urgencia. Y sus piernas vacilantes consumieron todas sus fuerzas en llevarlos al dormitorio, templo de todos los sueños, los físicos y metafísicos, sueños de amor intenso, como Pilar había soñado.

Ya no despertaron. Pilar y Robert se habían encontrado, al fin, por una indiferencia aparente, un reproche que anticipa el sentimiento de posesión, una curiosidad por lo desigual, quizá el destino.  Pero todo eso fue el principio y ya quedaba olvidado. 

La otra rebelión en la granja (versión libre)


TODOS LOS ANIMALES SON IGUALES,  PERO ALGUNOS ANIMALES SON MÁS IGUALES QUE OTROS (G. Orwell)

      «… Un enorme alboroto de voces venía de la casa… Sí, se estaba desarrollando una violenta discusión: gritos, golpes sobre la mesa, miradas penetrantes y desconfiadas, negativas, furiosas… No había duda de la transformación ocurrida en las caras de los cerdos. Los animales, asombrados, pasaron su mirada del cerdo al hombre y del hombre al cerdo; y, nuevamente, del cerdo al hombre; pero ya era imposible distinguir quién era uno y quién era otro.» G. Orwell; Revelión en la granja.

Todo había partido de una simple discusión entre las gallinas. El Cerdo Mayor se había follado a una pollita como era su privilegio. La pollita se pavoneaba ante los demás cerdos convertidos en gallos y gallinas. Las gallinas estaban soliviantadas, menos una que tapaba temerosa su cabeza bajo el ala. No podían soportar a aquella presumida; ellas también había sido folladas por el Cerdo Mayor, y no manifestaban otra cosa que respeto al lider. Pero ante aquella presumida, no quisieron pasar por gallinas sin su historia gloriosa. Y cada una, gritando más que la otra, se decían cosas como: «Conmigo, el líder, disfrutó más»; «Yo aguanté los cinco con la sonrisa en mis labios»; «Tú te crees más y mejor puta, pero lo que eres es una simple aprendiza»; «Mírala, cómo saca pechuga para que el gallo Galimatías la pise»; «No, si ésta lo que quiere es que los gallos la «cojan» como la starputa de la granja»… Y cosas de parecido y aún mayor soez. A todo esto, los gallos las azuzaban; llegaban incluso a perder el respeto por su líder natural, el Cerdo Mayor, y creían que el momento de la venganza había llegado para ellos:»¡El problema es él!», gritaban a las gallinas; «¡Picadle en el culo a ese cerdo prepotente!», coreaban todos. Pero las gallinas sabían quién, de verdad, era el problema: aquella pollita recién llegada a la granja era muy culta y podía saber cómo engañar a su lider; sólo tenía que hacerse un buen remiendo en el coño y teñirse las plumas de colores…

      Seguirá a petición de tan distinguido público.

Decía yo al final del atípico corral, allá por el año 2001, en un foro llamado El Cadillo. Un refugio de salvapatrias mexicanos que sólo hablaban de política, de su política. Y yo allí, que ni sé cómo entré ni recuerdo cómo salí. El caso es que no me echaron, de milagro, quizá porque daba un tono de color a tanto negro como allí se prodigaba. Y, por supuesto, me cuidé de no tocarles la pelotas en términos políticos.

AH, no hubo más granja, supongo que porque no entendieron mi fábula.

No!

No, no va más. He de jubilarme de las letras cuando aún estoy a tiempo. Recuerdo a mi compadre, con el que mantenía una relación estrecha, le inicié en este sin sentido de escribir. Todo parecía no tener fin. Sin apenas una mínima formación, consiguió escribir relatos bien estructurados. Un mal día, en contacto como siempre a través del ordenador, me muestra algo que acaba de escribir. Lo leo o mejor, lo miro, y me llama la atención el título que encabeza el escrito: «Mientras mi cerebro se va a la mierda». Lo que sigue es un caos. El se ríe, pero yo me inquieto; daba la impresión de haber entrado en un bucle en el que su pensamiento no encuentra el hilo conductor de los conceptos lógicos y coherentes. Sin necesidad de disponer de un diagnóstico preciso, aquel escrito y la incapacidad de superarlo que siguió, me dan una respuesta a lo que está sucediendo: a mi compadre se le está «fundiendo» el cerebro. Todo fue rápido. un pre Alzheimer, un Alzheimer, la demencia senil, el no estar, la muerte.

No, no soy consciente, en mi caso, de síntomas de una disfunción cerebral irreversible, pero sí detecto que los pensamientos, otrora ágiles, se han vuelto pesados, renuentes a mantener este blog al día. ¿Debo preocuparme? Sí, en el sentido de no esperar a que mi voluntad ya no decida porque mi cerebro comience a irse a la mierda. Tremendo que, sin pretenderlo, en este blog apareciera un escrito que a mis lectores le sugiriera esta pregunta: «¿qué le pasa a José?». Y ya nada, a partir de ahí, sería igual a lo de antes, que pudo ser considerado bueno o malo, pero no incomprensible, sin sentido, incoherente. Habría entrado en bucle, como mi compadre. Y esa muerte anunciada por entregas es la que debo evitar.

No, no voy a cerrar el blog. Si aparece algo nuevo, será un rescate de lo viejo que encuentre en los archivos. Si no aparece nada, el lector fiel o curioso podrá entrar por sí mismo en los archivos del blog y leer lo que le apetezca. No volveré a forzar mi pensamiento en la creación nueva. Si mi cerebro se va a la mierda, no seré yo el que lo anuncie.