Inspección Técnica a mi cerebro

Veía que las lineas de la carretera se cruzaban y perdía el sentido de la conducción. Una oftalmóloga me diagnosticó que mi problema se corregía con unas lentes progresivas. No quedé conforme.
Fui a otra oftalmóloga que me hizo múltiples pruebas, luego sentenció: “padece usted de diplopia; eso se corrige con un prisma que deberá colocarse en su lente izquierda.
Eso me convertía en una especie de Robocop. Tampoco quedé convencido.
Fui a otra oftalmóloga, no que yo la eligiese por ser mujer, fue una casualidad, y después de varias pruebas, me envió a neurología.
Fui a neurología, y otra mujer doctora. ¿Dónde estaban los hombres? Supuse que todos eran ginecólogos. La doctora, muy joven, me hizo muchas preguntas, finalmente me prescribió un análisis de sangre y tres resonancias magnéticas.

Estaba empezando a cansarme de criterios médicos tan dispares, pero acepté hacerme las resonancias y el análisis.

En ayunas, me fui al hospital. Primero el análisis. Una señorita me pinchó en el brazo y salió generosa mi sangre. No sé si le produje un orgasmo a la enfermera, el caso es que llenó cinco tubitos de mi líquido vital. Le pregunte qué me habían pedido analizar para necesitar cinco muestras, y me respondió lacónica que muchas cosas. Confieso que me quedé perplejo y hasta algo preocupado.
Dos horas después y también en ayunas, me fui a la sala de radiología, y llegado mi turno, entré en una sala siguiendo a otra enfermera o señorita doctora. Me invitó a desvestirme a excepción de mi ropa interior. “Menos mal”—me dije, porque lo tenía todo tan encogido, que hubiese sentido morir de falta de autoestima. También tuve que ponerme una bata verde, que me quedaba tan pequeña, que si la ponía con la abertura hacia atrás, me hubiese dejado todo el culo al aire, y si la ponía con la abertura hacia adelante, todas mis partes al descubierto en situación de presumir poco. Decidí que la abertura quedase hacia mi espalda, aunque el calzoncillo que me había dejado puesto dejaba poco margen a la imaginación de mi doctora, enfermera o lo que fuese aquella persona que me tenía en sus manos.
Pasé a otra sala, y allí estaba: esa máquina que parece sacada del almacén de atrezzo de la Guerra de las Galaxias. La señorita me invitó a subirme a una especie de mesa que se adentra en un túnel. Después de invitarme a que me colocase unos tapones en los oídos, me acosté y apoyé mi cabeza sobre una horquilla. La señoría me colocó, entonces, una especie de máscara de plástico rígido que se cerró sobre mi rostro. No debía ser suficiente para inmovilizarme, que aún me colocó dos almohadillas a sendos lados de mi cabeza. Puso una pera en una de mis manos: “Si siente pánico, apriete la pera” —me dijo. Me colocó algo en un dedo que supuse sería para detectar si me moría o seguía vivo. Faltaba algo y me pinchó en un brazo. Intuía que no era para sacarme más sangre y sí inyectarme lo que fuese en mis venas para seguir su rastro a través de mi cuerpo. Ya no podía desistir. Pulsar la pera para suspender aquella manipulación hubiese sido cobarde. Comencé a interesarme por aquello a lo que me estaban sometiendo. Dentro del túnel no había espacio para moverse, sólo mirar arriba. Muy cerca de mis ojos, unas ventanas con una luz tenue. Y no habían pasado unos segundos, que se desató la tormenta perfecta sobre mi cabeza. Taladradoras, motosierras, golpes de martillo sobre cinceles o sobre hierro al rojo para doblegarlo. Pensé en apretar la pera para preguntarle a la señorita si eso era normal o es que no funcionaba bien aquella infernal máquina. Me contuve, supuse que también ella lo oiría, y los de las salas contiguas, tal era el nivel de aquellos ruidos que superaban a cualquier umbral de una sala de tortura.Y así durante 45 minutos. Cada vez que algo parecía perforar mi cabeza, me preguntaba a qué lugar de mi cerebro habría querido llegar y qué esperaba encontrar allí. También qué habría descubierto. A veces pienso que mi cerebro es tortuoso, y yo mismo me pregunto de dónde surgen algunos pensamientos. Y como si no hubiese alcanzado el objetivo, un nuevo ruido, como de una taladradora de percusión, pareció querer doblegar cualquier cabeza dura que se le opusiese. Aunque de sobresalto en sobresalto, tuve ocasión de pensar: “Y si hallase un tumor…, o un mal pensamiento…. o una deformación de mi razón… o…” ¿Qué buscaba aquella mujer, al parecer, con tanto ahínco? Me arrepentí de no haberme informado antes en la Wikipedia en qué consistía aquella prueba, de haberlo hecho me habría evitado tanta ignorancia que me avergonzaba, tantos temores y presagios, y habría asistido decidido a ella en la seguridad de que me aplicaban lo último en el avance de ciencia médica. Debía estar contento con mi suerte. Luego, lo que resultase sería cuestión de asumirlo de la forma que fuese.

Terminó la sesión wagneriana, salí del túnel, me liberó de la máscara y de lo que estaba alrededor de mi dedo, le di la pera, y me dijo que todo había terminado. Me ayudó a incorporarme y me sujetó al bajarme de la mesa, pues sentí un ligero mareo. Me indicó que podía vestirme y se retiró a una sala contigua llena de monitores. Pensé, esta vez, sin consideración alguna: “esta tía ya conoce todo lo que tengo en mi cabeza, espero guarde la confidencialidad de los datos que ha obtenido”. Pero aquello no era sino una elucubración de mi deformación novelera. Me limité de preguntarle cuándo tendría los resultados. “Tres días” —me dijo. Le di las gracias convencido de que había hecho su trabajo, y por mí. Mis circunstancias ya no eran de su competencia.
Por deferencia a la Oftalmóloga que quiso diagnosticarme exhaustivamente la causa de mi problema, esperaré hasta el día 9 de Noviembre próximo, que tengo consulta con ella. Las lineas de la carretera que se cruzan, la visión doble en ocasiones, ya no será algo que me importe, porque para entonces tendré otras preocupaciones o ninguna.
Fin

Visitantes Anónimos

De vez en cuando, no frecuente, si no tengo nada mejor que hacer ni se me ocurre nada que me mantenga frente a la pantalla del ordenador, entro en mi StatCounter y observo algo perplejo la marca que dejan los visitantes a mi página www.josediez.com. Además del ordenador que usan, el IP que tienen, esa máquina me señala el lugar exacto donde viven, no sólo el país, sino el preciso punto geográfico dentro de la nación. Y para mi satisfacción personal, en algunos casos, el tiempo que han estado leyendo mis cosas. Aunque tienen la forma de contactarme, nunca lo hicieron. Lo que me sorprende es ver que la universalidad de Internet me abre a lugares tan exóticos, no hispano parlantes que son todos, como Noruega, Alemania, USA, Francia, Canadá, Holanda, China en una ocasión y otros muchos más. No me sorprenden los visitantes sudamericanos, donde soy ampliamente conocido y donde tengo algunos amigos fieles y otros muchos con los que de alguna forma tuve encuentros en el pasado. No he publicitado mi página, así que debo pensar que mis visitantes anónimos me han encontrado en Internet rastreando, bien mi nombre, bien al azar. En cualquier caso, aunque podría aventurar la identidad de algunos, la mayoría son totalmente anónimos para mí. Y es a estos a los que me siento obligado a dirigirme.

El hecho de haber dedicado un poco de vuestro tiempo para leerme, para abrir mi página a golpe de puntero esperando encontrar una sorpresa, no es para mí un motivo de satisfacción si mi StatCounter me señala que vuestra visita duró breves segundos; lo considero un accidente de vuestra mano inquieta. Lo es si, por lo contrario, ese tiempo que me dedicasteis me hace suponer que, al menos, pusisteis interés en conocer de qué escribía. Y la satisfacción es grande, si además de un tiempo que da para una lectura completa, observo que reincidisteis volviendo a mi “casa”; significa que algo os gustó de mí o que pusisteis una marca en una página de vuestra lectura elegida para continuar en otro momento con las siguientes. Desgraciadamente, mi StatCounter no me dice qué atrajo vuestra atención ni que pensasteis o sentisteis al leerme. Buscando un símil, es como si paseando por la calle, una bella mujer se cruza en mi camino y en nuestras miradas, sin más explicación. En ambos casos, yo no puedo sino imaginar qué tipo de sentimiento provoqué, y con seguridad me equivocaré. Para equivocarme pero relativamente, otros lectores no anónimos me hacen llegar sus opiniones con ocasión de poner algo nuevo en la página. No sé si son benévolos por ser amigos o sus juicios ellos mismos pretenden sean sinceros. En cualquier caso me sirven para ajustar mi imaginación a lo que pueden haber sentido mis visitantes anónimos, bien como lectores, bien como curiosos. La conclusión al final de esta reflexión es que no debo dejarme llevar por la euforia o el pesimismo, que si escribo para que me lean, también lo hago para que no me lean y que si escribo para gustar, también lo hago a riesgo de no gustar. En definitiva, creo que soy un escritor típico: escribo porque me satisface hacerlo.

Los Años Perdidos

¿Y si no teniendo pasado proyectara mi imaginación al futuro? No podría hacerlo al presente, por cuanto la realidad se impondría y sólo me mostraría lo fatuo que soy. No estoy obligado a confesar a nadie lo que imagino, en realidad nadie me importa en el momento en el que tan sólo quiero encontrar sentido a mi existencia, y si no tocarla sí sentirla. Pero tampoco debo dejar que mi imaginación se desboque en ensoñaciones que superen lo realizable por el ser humano en su circunstancia temporal, porque, entonces, el futuro me devolvería frustración tras frustración hasta consumir la fuente. Y sin memoria y sin imaginación, ¿qué haría entonces? Como escritor, no me cuesta imaginar personajes y dotarlos de vivencias. Es cierto que mis personajes nunca parecen ser felices y sí atormentados, pero si quisiera haría de ellos paradigmas de seres pletóricos de vivir. ¿Y por qué no quiero? Mi escepticismo los margina de toda posibilidad. ¿Podré, contra mi escepticismo, hacer una excepción de mí mismo? Por ejemplo, ¿puedo imaginar para mí una época dorada llena de satisfacciones? ¿Y en qué habría de consistir esa época dorada? ¿Entra dentro de los límites de lo realizable algo que pueda llamarse así? ¿Amor, éxito, paz interior, ausencia de presagios, la buena salud como marco necesario? Todo eso en alguna medida lo disfruto ahora, ¿qué me falta para confiar que mi futuro me dará algo del que pueda decir: ahora sí, ahora puedo considerarme un hombre que ha alcanzado todo lo que la vida me podía ofrecer. Pero mi pensamiento enseguida anticipa una respuesta que no podré llenar con mi imaginación: los años perdidos, y son tantos…

el lector

En algún diccionario ideo constructivo o de frases de las llamadas felices, tres o cuatro autores coincidían en suponer que la lectura nos permite conocer los mejores pensamientos del autor, y los autores que esto decían, que no recuerdo sus nombres, eran de los llamados indiscutibles. A mi juicio se equivocaban, o su candor era notable. Según yo creo, al escritor no se le pasa por la cabeza, mientras escribe, dejar en el papel el testimonio de lo que piensa; lo que hace es pensar luego en lo que ha escrito. De esta forma, el escritor es el primer lector de lo por él escrito. Sólo así se entiende que para un escritor equis, lo que escribe está bien escrito, y lo que dice va a misa. Es la prepotencia del escritor frente al papel (ahora la computadora), que pocas veces tiene presente al lector al que van a caer sus escritos. La frase leída: “Los intereses del escritor y los de sus lectores nunca coinciden, y cuando lo hacen no es sino un afortunado accidente”, podría suscribirla, pero no deltodo. Y digo que no, porque escribir y leer no es una confluencia de intereses. Sería confluencia de intereses (luego se vería si afortunada o no) si el escritor escribiera bajo demanda acordada. Pero por lo que digo antes, el escritor sólo confluye consigo mismo en una primera instancia. Es como el equipo que diseña lavadoras en una firma de lavadoras: concluyen que el producto es bueno y que se venderá solo. Los artistas, en general, hacen lo mismo: se gustan a sí mismos y creen —o les importa un carajo— que deberán gustar a los demás que tengan la suerte de participar de su arte. En definitiva, lo que sucede es lo que dijo Ionesco, sin creérselo del todo, supongo: «Sólo valen las palabras, el resto es charlatanería». Asi como sólo valen las notas del pentagrama, y la música sólo es ruido; o los colores y esa amalgama llamada arte pictórico.
Ah, y a través de los libros no se puede entender nada, y menos el Universo, como dice algún autor; menos mal que ese mismo autor deja aparte el amor, para que los poetas sigan divagando.

Heroicidades y estupideces

Hoy he realizado una heroicidad o la mayor estupidez de mi vida: he borrado todo mi pasado en mis relaciones personales en Internet. Foros, personas, amigos y amigas algo más que virtuales, todo a un clic se ha esfumado. Luego me he ido a mi agenda de correo electrónico y también he borrado todas las direcciones. Yo mismo he sido una especie de virus informático selectivo que, con saña, se ha aplicado a la tarea de destruir todo vestigio de mi pasado por Internet. Cuando creía mi disco duro limpio de testimonios, recuerdos y relaciones, me quedé pensando: “¿dónde más puede quedar algo?”. Fotos. y me fui a los archivos de fotos. Todas eran de la familia y algunas curiosidades. Se salvaron del clic mortífero. Pero no me quedé tranquilo. En algún lugar debe quedar algo. Busqué en “Mis documentos”. Allí encontré un mausoleo con numerosas y muy antiguas relaciones. También participación en diversos foros y algunos testimonios personales que debí considerarlos indestructibles, por importantes, cuando decidí guardarlos allí. Buscaba fotos y encontré alguna: eran de alguna amiga que me distinguió al enviármelas. A todo le apliqué la misma condena: ¡clic!. ¿Quedaba algo? Direcciones de Chat. Y allí me fui. Media docena aparecían desvaídas en la ventana del Yahoo Messenger, señal de no estar conectadas, pues de estar alguna, aparecería resaltada. Aproveché la ocasión de estar dormidas para acabar con ellas. Cuando ya no creía que pudiese quedar nada, me pregunté: ¿”por qué he hecho esto”?. No tuve respuesta, en su lugar y con un sentimiento de impotencia, me dije: “por más que quisiera, jamás podré borrar los recuerdos”. Y sólo confié en que mi memoria se fuese debilitando lentamente.

conmigo mismo

Como culebra que se enrosca en sí misma, plegando su ataque al miedo a sucumbir, así el hombre, yo el hombre, me deslizo fatalmente al interior de mí mismo. Sucede en el Universo. Todo se fagocita, todo lo que te pertenece, y ya nada escapa a la “introversión”. Cuanto se espera de mí, se convertirá en el residuo fétido de una digestión de la que se esperaba un eructo de satisfacción. Y así, el mundo dejará constancia de que todos sus hijos fueron huellas que marcaron su fisonomía. Yo no lloro, yo sólo sangro, y es una forma de morir menos estúpida.

Asi lo pense

Escuchaba esta mañana a un científico contestar a las preguntas que la periodista le hacía en torno a la vida y, aún, su misterio. Un chip extraño en mi cabeza se desentendió de procesar los datos que ese científico proporcionaba. Sus explicaciones eran, sin embargo, bastante didácticas y al alcance de las amas de casa, que suelen ser las que ven la tele por la mañana (yo soy un amo de casa). Y digo didácticas, porque las definiciones se prestaban a embrollarse. Decía que me desentendía, porque, de una u otra forma, lo que se decía me era conocido. Mi chip extraño, quizá activado por el tema que se exponía, le dio por elucubrar lo siguiente: Si el Hombre es el resultado de la evolución del Universo; si la evolución del universo es materia que interactúa; si la materia interactúa en base a reacciones químicas; si esas reacciones químicas en la vida que conocemos son, básicamente, las de la química del carbono; si  en la muerte se destruye esa cadena de reacciones y se libera el carbono, que vuelve a la atmósfera… Entonces, «¡Vaya por dios!», exclamé y continué: «Los poetas no deben saber esto»
(JDD 2003) Continuar leyendo «Asi lo pense»

Lo basico y lo estupido

CUESTIONES BÁSICAS
Introducción
Escéptico ante la posibilidad de obtener respuestas universales a cuestiones básicas que mi mente se plantea, después de haber navegado todas las singladuras conocidas, soy, en cuestiones de pensamiento, como un desertor de un gran barco de pesca, repleto de grandes y acreditados pescadores que sólo van en pos de los grandes peces. Los he visto, perplejos ante sus redes vacías, y me he lanzado al agua con una pequeña barca, hecha por mí mismo, y también una pequeña caña de pescar. Seguro que pescaré pequeños peces, pero servirán para alimentarme mientras viva. Mi preocupación no va ligada al instinto de supervivencia eterna, que doy por descartada, sin que esto me haya supuesto un gran trauma. Mi preocupación es cambiar el sentimiento constante de vértigo que siento mientras me columpio entre el ser y el no ser. Porque el ser, lo tengo comprobado, es un amarre endeble atado al presente, y el no ser, una cuerda floja que se hunde en el vacío. Si consigo acercarme al ser y anudarlo a mí fuertemente, estoy seguro de no sentir el vértigo. Terminaré cayendo al vacío, pero eso, qué puede importarme…
(JDD 2002)
Revisar la vida
Creo que para una persona, un motivo de máxima satisfacción sería tener la capacidad de revisar su pasado y corregirlo. Una persona tiene muchas formas de pasado: la forma en que vivió o padeció la vida, su comportamiento en sociedad, su gana o desgana en el vivir cada momento, su actitud ante los retos, su forma de adaptarse a las contingencias… Revisar y corregir el pasado no es cambiar de vida. Lo hecho hecho está y es inamovible. Pareciera, pues, que nada de tu pasado puede ser corregido, ni siquiera las consecuencias; podrá ser reparado el efecto causado con tu actitud, pero lo que hiciste permanecerá ahí, en tu memoria. ¿Puede la persona, en ciertos casos, cambiar su obra por la vía de la revisión? Supongamos un escritor que ha escrito una o varias obras. Publicadas o guardadas por la razón que sea, un día, este escritor decide revisar su obra, eventualmente corregirla, o incluso cambiarla sustancialmente. ¿Sería este acto una forma de revisar su pasado y la posibilidad que se le abre de cambiarlo? Pienso que sí. La vivencia endogámica del escritor con su obra es de la misma naturaleza que cualquier otra vivencia. El escritor, durante la gestación y posterior desarrollo de su obra, «vive» intensamente el mundo en el que está inmerso su pensamiento, hasta tal punto que su humor, estado de felicidad, desasosiego, sufrimiento, están casi en exclusividad ligados a su creación. Sucede, en ocasiones, que el escritor no tiene otro tipo de vida que la que inventa y plasma en palabras. Pues bien. Esta persona es de las pocas que tiene el privilegio de revisar su pasado y vivirlo de nuevo, con nuevos matices, nuevas experiencias y hasta nuevas decisiones; el resultado será que su antigua obra se desvanecerá en el mero papel de boceto de vida presente.
Yo me propongo, hasta donde se me alcance, hacer esto: revisar, corregir y hasta cambiar mi pasado literario para dejarlo en una simple idea que tuve. Y como ningún otro aspecto de mi vida pasada, presente o futura, me es o será posible revisar, dedicaré todo mi tiempo a intentar ser feliz con mi obra, que será cuando ya no la quiera revisar más y deje de atormentarme.
(JDD 2002)

El vértigo
Pero al mismo tiempo (o paralelamente) que reviso mi pasado literario, el presente se confunde con nuevas creaciones que, sin duda, serán revisables en el futuro. Esta dinámica revisionista mía, me hace pensar en si seré yo una persona sin convicciones, sin ideas fijas. Alguna vez, en uno de esos espasmos de mi mente, había dicho que las personas de ideas fijas me producen vértigo. Y así es. Cuando mi mente elabora una idea que me parece incuestionable, incluso por mí mismo, la desazón del vértigo se apodera de mí. Pienso si esa idea me hará esclavo de ella por no poderla cuestionar, lo que significaría que debo tenerla en cuenta en lo sucesivo para acomodar una parcela de mi libertad de pensamiento. Pongo un ejemplo. Supongamos que concluyo que estamos hechos de infinitas apócrifas historias. A partir del momento que el sentido de esa frase la incorporo como una convicción, el vértigo surge de inmediato: lo que digan de mí, siempre será mentira. La conclusión está perfectamente acomodada a la premisa. Siendo así, toda mi proyección pública dinamizará la falsa historia que se tendrá de mi mismo; o lo que es lo mismo: yo nunca seré algo verdadero. Y ese es el vértigo. Porque si nadie ha de decir de mí algo verdadero, significa que yo no he proyectado nada auténtico. A partir de ahí, sólo me queda el consuelo de que puedo revisar esa idea, que, a buen seguro, me hará sentir otro vértigo. Lo trágico de todo esto es que no puedo dejar de pensar, y eso no puedo revisarlo.
(JDD 2002)El ser auténtico
¿ Qué es la autenticidad? ¿Qué es la autenticidad referida al ser? Existen dos maneras de ser: el introspectivo, o sensación que tenemos de nosotros mismos, y el reflejado después de haberlo proyectado; en cualquier caso la sensación de ser sólo la percibe el ser mismo. ¿Qué sucede cuando ambas sensaciones no se corresponden e incluso llegan a ser antagónicas? El ser que percibe tal contradicción se siente confuso; ya no sabe bien si es el que cree sentirse que es o el que perciben los demás, y de ese dilema no se sale fácilmente. Cada vez que una persona afirma dubitativamente su identidad, lo hace bajo el temor de no ser aceptado. ¿Quién es capaz de señalarse como auténtico ante los demás? Siempre existirá ese temor. Y si uno mismo es incapaz de sentirse seguro de sí mismo, ¿dónde está su autenticidad? ¿Pero esta pregunta no me lleva a la afirmación anterior de estar hecho de infinitas apócrifas historias? Ciertamente, así es. Ahora me hago la pregunta: puesto que soy libre de poder revisar cualquier idea, ¿cuál es el camino para revisar ésta que tanta desesperanza lleva implícita? Sin duda debe haber una formulación, no sé si contraria, pero sí diferente. Y aunque ahora no la tenga, no debo cejar en el empeño de encontrarla; me va en ello el ser o no ser. 
(JDD 2002)
Conocerse
Como epistemología a la contra, me propongo, ahora, llegar a las causas partiendo de los efectos. Todos vivimos dos vidas: una virtual y otra real En la virtual, la que el reflejo en los demás me persuade de ser lo que piensan de mí, y ese sería el efecto, la causa es, sin duda, la proyección sin grandes matices diferenciadores a que da lugar mi actuación pública. Pero esta actuación no siempre responde a mi ser íntimo: histrionismo, vanidad, oportunismo, etc. vician esa proyección; es como si un filtro cromático dejara pasar sólo los colores que me interesa que pasen. Pero no es sólo eso: el receptor que luego refleja su opinión en base a esos colores, también aplica un filtro propio, que sería el de su propia óptica para sintetizar esos colores. Resumiendo, esta vida virtual llega, paradójicamente, a desvirtuar la percepción de mi ser. La segunda vida sería la real. Por vida real se entendería aquella que la forman todo el espectro de colores, pero sin filtro. Esta vida me debería dar indicadores inequívocos de mi ser, pero no es así. Virtudes y defectos conforman a la persona, y esos serían todos su colores. La persona es conocedora de sus defectos, pero nunca sabrá a ciencia cierta cuáles son sus virtudes. Las virtudes de uno, sólo son estimables por los demás, que inevitablemente aplicarán filtros al juzgarlas. Por tanto, tampoco la vida real te permite conocer cómo eres en realidad. Y en este laberinto, en le que los efectos no son originados por sus causas correspondientes, se desdibuja el ser. Debería concluir que yo no soy yo, puesto que no puedo percibirme, pero algo me dice que todo esto carece de importancia o está mal planteado, aunque no lo parezca. Tendré que seguir haciendo trabajar a mi mente. 
(JDD 2002
En dirección al yo
Ahora, puesto que de forma introspectiva o refleja no puedo conocerme, me planteo encontrar los mecanismos que me permitan acercarme a mi yo, lo más fiel posible. Los mecanismos no pueden ser instrumentos ad hoc creados por mí mismo ni tampoco que me sean ofrecidos por los demás; deberían ser exclusivamente patrones de la Naturaleza, que sirven tanto para personas, animales o cosas. Es obvio que yo soy una cosa, y una cosa animada, por tanto un animal. Hasta aquí, tengo perfectamente definidos unos rasgos objetivos de mi ser: soy un animal (etimol. animal: ser vivo con capacidad de movimiento y dotado de sensibilidad); es decir, soy una cosa animada con sensibilidad. ¿Y qué más? ¿Cómo puedo llega a definir que soy persona? Primero tendría que encontrar la forma objetiva de definir lo que es una persona. ¿Una persona es un animal que piensa? No podría responder categóricamente que sí; quizá otros animales que no se llaman personas también lo hacen. ¿Una persona es un animal que se comunica mediante un sistema muy sofisticado? Tampoco esta cualidad parece sostenible para ser algo diferente a un animal cualquiera, y no hace falta que me extienda en comprobaciones científicas sobre otros animales y sus medios de comunicación. ¿Una persona es es un animal capaz de tener grandes sentimientos? Podría ser, pero también es verdad que es capaz de tener los más bajos, por lo que el balance casi lo supera cualquier animal no persona. Así podría extenderme casi indefinidamente sin encontrar un verdadero elemento diferenciador. ¿Qué hace, pues, diferente a la persona del simple animal que no se plantea ser persona? ¿El ser trascendente? Podríamos afirmar que los simplemente animales no lo son. ¿Soy yo un ser trascendente? Por trascendencia se entiende la facultad de ir más allá de la pura condición animal; o dicho de otra manera, de la experiencia inmediata. Ir más allá de la experiencia inmediata es como pensar en darle forma o existencia a cosas que no perciben los sentidos y que sólo se originan en el pensamiento. Pero si habíamos considerado que pensar no es un don exclusivo de la persona, la trascendencia, que tiene su base en el pensamiento, tampoco es definitoria de mi ser como persona.
(JDD 2002)
El encuentro con mi yo 
Y a todo esto, ¿qué dijeron, dicen los llamados filósofos? ¿Lo que yo estoy discurriendo es una especie de filosofía por libre? ¿Y por qué no consulto a los filósofos acreditados? ¿Ellos han llegado a definir con claridad, universalmente aceptado, el concepto persona? No, no lo han hecho. Y no voy a molestarme en desmentirlos. Y si ellos no lo han hecho, ¿puedo yo pretender hacerlo? Yo no he hablado de pretensión. Si ellos no me han dado la respuesta, lo más seguro es que yo tampoco la encuentre y que sea aceptada por todos los demás. Entonces, ¿qué estoy haciendo? ¿Para que me sirve todo esto? Supongamos que mi mente se acomoda a una formulación empírica que aleja de mí esta preocupación. No tiene que ser aceptada por nadie más. Si eso sucede, ¿me habré encontrado como persona? Pienso que sí. Un hombre emprende un camino desconocido en pos de una meta, cuando la alcanza, juzgará que tomó el buen camino, y lo más `probable es que se siente a descansar satisfecho. ¿No es eso, en definitiva, lo que busco, descansar? Claro que es eso. ¿Y los demás? Los demás tendrán que buscar por sí mismos, porque si no lo hacen, nunca se hallarán a sí mismos como personas, por más que lo proclamen. 
(JDD 2002)
De la existencia y la trascendencia 
¿ Qué cosas más son básicas en la inquietud general y en la mía en particular? Más arriba he abordado la definición de la persona per se. ¿Es mi inquietud, dejando de lado la de los demás, la persona espacial; es decir, la persona ocupando un lugar en el espacio, en el Universo? Hace cien años, yo no existía; dentro de cien años no existiré. ¿Cuál es la razón para que en un tiempo infinito, yo haya venido a existir por una micro parte de ese tiempo? ¿Qué aporto yo a la razón de la existencia? Las personas que creen en la trascendencia parece que han encontrado una respuesta, y con ella ya no se plantean esta pregunta como inquietud personal. Y si yo no creo en la trascendencia, ¿qué respuesta debo encontrar para mí mismo que aleje de mí esta inquietud? ¿Y por qué tengo esta inquietud? En realidad no tengo esa inquietud como algo que me desvele. Entonces, ¿para qué me planteo esta cuestión como básica? ¿Las personas como tales deben plantearse esta cuestión? Si unas personas se lo plantean y otras no, ¿quiere decir que las personas no somos iguales? ¿Las personas que se lo plantean son verdaderas personas y las que no se lo plantean serían meros animales? Vuelvo a la consideración anterior en la que definí la trascendencia como un producto del pensamiento. Según esto, creer o no creer en la trascendencia no define a la persona, por lo que no debería haber una razón natural para definir la persona espacial. ¿Por qué y para qué estoy aquí, en este momento, en este lugar del Universo? ¡Ah, mi mente, qué cosas se le ocurren! 
(JDD 2002)

Del pensamiento
Vengo hablando mucho del pensamiento. El pensamiento no es la causa; para eso están los sentidos. Los sentidos sitúan las cosas materiales en el espacio y el tiempo, luego trasmiten estos datos a la mente y la mente los configura perceptibles en forma de pensamientos. Por tanto, el pensamiento es el efecto, no la causa. 
¿ Qué sucede cuando el pensamiento no se sustenta en cosas materiales? Aquí no parece haber causa, por lo que estos pensamientos, que existen, no proceden de la realidad de las cosas. ¿Por qué se originan? Una hipótesis sería que la mente es autónoma de los sentidos, que elabora sus propios pensamientos. Pero ¿qué validez tienen los pensamientos que no son la consecuencia de los impulsos que recibe la mente a través de los sentidos? La ciencia no empírica desdeña estos pensamientos; la ciencia sólo admite las experiencias que detectan los sentidos. ¿Y la filosofía? Aquí surge una contradicción. Sólo en este caso, el pensamiento es causa y la filosofía el efecto. Pero estoy hablando del pensamiento que trasciende las cosas reales, las que detectan los sentidos. En la hipótesis de mente autónoma, estos pensamientos no son verdad ni mentira, por lo que se debería concluir que la filosofía es algo así como un juego de palabras; o dicho de otro modo: la mente elaborando pensamiento, que le gustaría verificar, y que estaría encuadrado plenamente en un concepto amplio que podríamos llamar imaginación especulativa. Del mismo modo, cualquier creencia religiosa, esotérica, etc. 
Sobre esto debe haber una enorme bibliografía. Yo no la desdeño, pero me es suficiente con lo que mi mente autónoma elabora; al fin y al cabo, todos estamos especulando. 
(JDD 2002)

Las relaciones humanas Una cuestión básica, sin duda, son las relaciones humanas. ¿Son éstas necesarias, deseables, prescindibles? Lo fácil, lo que mi mente, probablemente bajo la inducción del ambiente en el que vivo, contestaría sin dudar es que son necesarias, y no entraría en disquisiciones. Una cosa es necesaria cuando de no existir haría imposible la existencia de otra. Una cosa deseable, en cambio, sólo modificaría en algún sentido la existencia de otra. Una cosa prescindible, sería aquella que no es esencial ni para la existencia de otra cosa ni para modificarla. ¿Cuál sería esa cosa que depende de las relaciones humanas, para que exista o pueda ser positivamente modificada? ¿Sería, por ejemplo, el desarrollo integral de la persona? Voces de todos los puntos cardinales contestarán que sí, como lo haría mi mente. Pero me pregunto: ¿de verdad que la persona sólo se desarrolla íntegramente si mantiene unas relaciones con sus congéneres? Enseguida me asalta la duda. Sí, pero ¿en basé a qué postulados deben estar reguladas esas relaciones humanas? No preciso mucho tiempo para responderme: a las leyes establecidas por la sociedad, a la moral y buenas costumbres. ¿No serían suficientes los sentimientos como motor de esas relaciones?, al menos estos son exclusivos de la persona y no de la sociedad, como aquellos. No, no es posible basar las relaciones humanas sólo en los sentimientos; se desintegraría la sociedad donde las relaciones humanas son posibles. Y ya hallé la cosa: es la sociedad; la sociedad, y no la persona, demanda que las relaciones humanas son necesarias. ¿Y cuál es el papel de la persona? ¿Seria el de elemento necesario para que, a través de su interrelación con otras personas, pudiera hacer posible la existencia de la sociedad? No digo que este sería un mal papel, quizá no cabe otro, pero si esto es así, la persona no encuentra en las relaciones humanas el sentido de su yo individual, y mucho menos la forma de desarrollarse integralmente, salvo, eso sí, alcanzar un máximo reconocimiento: ser una súper estrella en la representación que se le asigne.
(JDD 2002)
¿ Qué es la vida?
Creo que antes de plantearme cualquier cuestión básica, las anteriores y las que vengan, debería hacerme la pregunta elemental, fundamental de nuestra existencia y tratar de obtener un mínimo de comprensión. Esa pregunta es «¿Qué es la vida?» Parto de un hecho que quiero no me condicione: he leído mucho sobre el particular: respuestas contradictorias, absurdas, y otras que, sin concluir nada, parecen ir en el buen camino. Lo doy por olvidado y voy a tratar de dar mi respuesta a esa pregunta, naturalmente de forma empírica, ya que tiempo tendré, si tengo suerte de vivirlo, de conocer la respuesta exacta.
Cuando se hace esa pregunta ante el gran público, se tiende a contestar: «la vida para mí es…», y a partir de ahí se da un rosario de vivencias por respuesta. Los soñadores se atreven, incluso, a proyectar sus deseos en su tiempo de vida. No va por ahí mi pregunta. Eso sería hablar del efecto obviando la causa. Tampoco me refiero a la causa desligada del efecto, como harían los científicos. Y, por supuesto, menos al concepto filosófico, que supone decir muchas cosas, densas de esoterismo, para no decir nada. Intentar penetrar en el secreto de la existencia sería, al menos por ahora, como entrar en un laberinto en el que se cierra la entrada y no tiene salida. Dejando, así, enmarcado lo que no pretendo, ¿qué es lo que intento encontrar como respuesta a esa pregunta? Observo la vida y lo primero que mi mente elabora en forma de pensamiento es que la vida es esencialmente movimiento; las cosas se mueven. Luego observo las diferentes formas de movimiento, y mi mente define que hay cosas que se mueven de forma autónoma en cualquier dirección del espacio y otras para las que su movimiento está limitado. Así tengo que animales y plantas se mueven. Todas esas cosas se reproducen o han sido producto de la reproducción. Pero la reproducción sigue siendo movimiento: dos gametos vivos ( y este conocimiento no lo puedo obviar) se unen para formar otra cosa que tendrá su movimiento propio. Luego, mi mente, a través de los sentidos, contempla que las cosas que se mueven de forma autónoma, se orientan dentro del espacio en el que se mueven, lo que me hace inferir que piensan. Llegado aquí, cunde en mí el desánimo. ¿Qué es pensar?, me pregunto. Lo que en este momento estoy haciendo es pensar, pero en esencia es movimiento; pretendo llegar a algún lugar, aunque esté sentado. Diría que para llegar a ese lugar casi inaccesible, debo moverme por caminos tortuosos, como lo han hecho los grandes pensadores, o por seguir con el invento, los grandes corredores de fondo en la carrera del pensamiento. ¿Qué sintieron ellos cuando elaboraron sus proposiciones? Seguramente «haber llegado» a la meta que se plantearon; se movieron en pos de esa meta y puede que creyeran haberla alcanzado. Pero no me gustan los caminos tortuosos, así que yendo derecho al grano, me respondo a esa pregunta: La vida es movimiento, desde los electrones y demás partículas subatómicas del átomo, hasta las más complejas estructuras, como la mía y la del Universo. ¿Por qué nos movemos? ¿Porque si no nos moviéramos no existiríamos? Exacto, eso sería, y entonces no nos plantearíamos la pregunta. Parecerá de nuevo una simpleza, pero, a falta de otras concreciones, me sirve para esperar.
(JDD 2002)
La muerte
El que haya perdido el tiempo leyendo hasta aquí mi catálogo de cuestiones básicas, estará esperando que caiga en la trampa al abordar la muerte. Dos apreciaciones previas: no sé si la muerte me lleva a una cuestión básica y no sé si es básico que yo me plantee una pregunta. Veamos. La muerte, y espero concretarlo, tiene dos aspectos: uno sería el fenómeno que tiene lugar cuando se acaba la vida, y otro el trascendente, que viene a entender que la muerte es el proceso necesario para entrar en otra dimensión de la vida. Obviamente, en esta segunda acepción, las secuencias lógicas de mi pensamiento deben dar un salto de saltimbanqui, abandonar el suelo, suspenderme en el vacío y volver a caer en el suelo; un salto mortal sin consecuencia, sería la figura gráfica feliz. Descartado que yo (mi pensamiento) esté para hacer piruetas en el aire, voy a pensar en el otro aspecto de la muerte, sin que nadie pueda pensar que soy un imbécil.
Parece inevitable que si he definido la vida como el estado de movimiento de todos mis componentes y de mi todo como unidad, la muerte debiera ser tratada con la misma simpleza incontrovertible. Naturalmente que conozco los aspectos fisiológicos, químicos, teorías del caos inevitable y hasta filosóficos. Demasiada paja para encontrar el grano que me alimente. Podría despachar la pregunta diciendo que si la vida es movimiento, la muerte es quietud, pero no puedo hacerlo porque no es así. Aquí no puedo prescindir del conocimiento previo por el cual sé que los átomos de mi cuerpo muerto siguen siendo estructuras en movimiento, así que esa respuesta no me satisface. ¿Podría aceptar que la muerte es la destrucción del espíritu de grupo asociado de los átomos para moverse por libres hasta integrarse en nuevas asociaciones? Creo sinceramente que no. Cuando un postulado es un aspecto más de la misma cosa, el pensamiento no es más que quererle buscar tres pies al gato. Y por lo que conozco, no parece que otras estructuras humanas hayan ido más lejos hasta hacer que la pregunta sea una cuestión infantil. Por tanto, debo darme por satisfecho si convengo en no considerar la muerte como cuestión básica, como no considero básico elucubrar para qué.
(JDD 2002)

La percepción de vivir
¿ Y ahora qué? Mi mirada, imprecisa, se concentra en ver algo en mi interior. Pero no consigo ver nada que tenga forma; ni percepción empírica ni consciente racional. Salgo de mi ensimismamiento cuando, de forma mecánico involuntaria, miro mi reloj de pulsera. Las dos agujas que marcan la hora y los minutos parecen estar quietas. Tengo la impresión de estar muerto. El segundero avanza a golpes monótonos; sólo él me devuelve a la realidad presente, pero parece avanzar sin tenerme en cuenta, ni siquiera me invita a que avance con él, acompasando su paso. A pesar de que esa visión me devuelve la certitud de estar vivo, miro su avance con apatía, como si en lugar de marcar mi tiempo, fuese un objeto ajeno a mí que se mueve. Luego, y ya sin mirarlo, mi mente racional encuentra una relación extrañamente directa entre ese segundero y mi vida. Mi conciencia infiere que en la medida que el segundero avanza, mi vida va quedando atrás. Y sin que yo pueda hacer nada para detener esa aguja y así ser dueño de mi vida, cual sería mi deseo. De momento no parece preocuparme y no hago ningún movimiento absurdo, como romper el reloj para sentir por un instante la ilusión de vida eterna. Mi conciencia se acomoda a lo inevitable bajo el subterfugio de pensar en la vida remanente que me queda, aún pendiente de que pasen infinitos segundos. Y me vuelvo a sumergir en mi interior. Y comienzo a sentir con perspectiva trágica: me muero no porque los segundos avancen, sino porque yo mismo habría querido detener mi vida, o porque no se cómo debo ponerla en movimiento al compás del tiempo.
(JDD 2002)
El yo real y su imagen
¿ La persona necesita proyectarse en el medio? ¿No es, más bien, una exigencia del medio a que se proyecte? Sea una u otro el mandato imperativo, lo que sí es cierto es que la persona nunca se proyecta tal y como es. Se tiende por todos los medios a crear una imagen. Y así, una persona proyecta su cultura hablando o escribiendo de forma efectista o depurada, el realce de su belleza o menos fealdad acicalándose, su buen porte vistiendo un traje que le favorezca, su poder de persuasión con signos externos de poder, su sentimiento en momentos oportunos con sus lagrimas o con muestras de satisfacción, su compromiso con la sociedad con expresiones de solidaridad. Se podría seguir casi sin límite. Detrás de todas esas máscaras, ni el propio ser tiene conciencia clara de percibirse tal y como es en realidad.
Pienso, por otra parte, que para un hombre es más importante ser verosímil que real, y a ello se afana; lo fácil es encontrarnos con hombres reales; lo difícil es que, además, nos resulten verosímiles. De los que vemos o de los que imaginamos, las apariencias muchas veces nos engañan, y cuanto más humanos, más nos engañan, y aquello de lo que creamos estar seguros en relación con cualquier hombre, no será sino descubrimiento de nuestro yo ignorado, que nos desagradará siempre; y ocurrirá, entonces, que no tendremos compasión, porque lo que haremos será sacrificar el chivo expiatorio que veremos en él; más tarde, en cualquier otra circunstancia, volveremos a vernos igual y de nuevo buscaremos a alguien a quien sacrificar…
Y siendo así las cosas, ¿qué podría yo ganar o perder si me proyectara real y verdaderamente como soy? Quien me lea debe sentir un escalofrío ante tal eventualidad para sí mismo.
Pero ¿por qué, por qué el ser humano se ve compelido a crearse una imagen que le desfigura? Salvo que el propósito final lo requiera, nunca lo hace para aparentar menos de lo que es. Pareciera que no siendo de su agrado lo que cree conocer de sí mismo, quisiera ocultarlo siguiendo modelos que resulten del agrado de los demás. Lo curioso es que a partir de esa realidad, ese ser termina gustándose a sí mismo, con lo que el verdadero ser pasa por su peor trance: no se reconoce en sí mismo. ¿Por qué todo esto? Por una vez no daré una respuesta que me complazca; en este preciso momento no quiero aparentar nada.
(JDD 2002)
El comportamiento humano
Desde mi observatorio personal, a ras de tierra, me planteo ahora como cuestión básica considerar un fenómeno que quizá por evidente y querer ocultar la evidencia, pasa desapercibido. ¿Por qué el hombre tiende a envilecerse, a destruir el orden hermoso de la vida, en lugar de revalorizarse con acciones que le permitan gozar de ella sin alterarla hacia el desorden, cuando mejor sería contribuir con amor a hacerla más hermosa? Y cuando hablo de envilecimiento quiero decir todo aspecto público y privado de envilecimiento. Las propuestas, exclusivamente voluntaristas con alguna ejemplaridad, bombardean las conciencias con apelaciones angustiadas al Amor, para obtener, a) detener las agresiones entre individuos o grupos. b) para transformar relaciones de enemistad en amistad. c) Porque el amor genera amor y el odio, odio. d) Porque con amor las relaciones internacionales se suavizarían. Se pide el amor como freno individual al envilecimiento y así generar vida positiva, en lugar de destrucción de esa misma vida; también como proyección de lo mejor de nosotros en nuestros hijos; forma de contener tendencias criminales, morbosas y de odio; la mejor forma de creatividad bella, estética armoniosa; el mejor camino para darle a la humanidad caminos para su desarrollo sin menoscabar la naturaleza; libertad para todos los hombres.
Bonito, ¿verdad? Con mi admiración por quién encuentra su destino en proponer el amor para conseguir todas esas cosas positivas, y mayor admiración para el que lo practica. Sí, ese debería ser el motor, carril y estación de destino de nuestros comportamientos individuales y colectivos. Desgraciadamente no es así. No voy a dar un nuevo catálogo, esta vez de hechos que contradicen mayoritariamente aquellos buenos propósitos y acciones aisladas y que permiten diagnosticar a una sociedad enferma partiendo de sus individuos enfermos, entendiendo aquí enfermedad por desorden. Aquí, como en ningún otro aspecto, lo contrario es la norma: que en la humanidad en su conjunto y, por tanto, en la mayoría de sus miembros el envilecimiento es patente y, lo que es más preocupante, progresivo. Pareciera que el hombre desprecia la armonía que proporciona el amor y elige el envilecimiento como manual de conducta para todo tipo de destrucción. Esto no se entiende, si partimos de que el hombre, junto al libre albedrío, también dispone de una máquina poderosa que le permite saber lo que es bueno y lo que es malo. Y la pregunta: ¿por qué el hombre tiende preferentemente a usar el mal en lugar del bien? Como en todo lo que vengo tratando, conozco lo que los grandes pensadores han dicho al respecto. Pero no pueden satisfacer mi curiosidad por la sencilla razón de que no hay razón que se oponga a la razón, como ellos dicen. Y sin embargo, aquí se da el caso. Por alguna razón, esto, que contraviene toda razón, explicaría el fenómeno. Pienso en la ley de entropía, que parece aceptarse como una ley universal, y que viene a decir que todo orden tiende al desorden y no a más orden. ¿No será que el hombre es un agente activo que coadyuva a la destrucción del orden? Porque, si hiciese lo contrario, ¿no sería ir en contra de las leyes del universo? Porque, ¿quien duda que el hombre parece estar ahí para acelerar el caos de un mundo complejo de orden y que el azar apenas modificaría? Somos perversos pasando primero por envilecernos; es como un destino al que no podemos sustraernos.
(JDD 2002)
Última cuestión básica
Busco en mi mente una nueva cuestión básica. Recorro las grandes ideas de una lista, sin duda convencional, que me proporciona «The Great Ideas», una colección de libros editados por Enciclopaedia Britannica. Todas parecen básicas, unas cien. Todas tratadas exhaustivamente bajo el prisma del Mundo Occidental y consideradas como lo más importante de una educación liberal, y avaladas por grandes pensadores, desde Homero hasta Freud. Es un laberinto. Cuando te has metido en él, tienes difícil la salida. Lo digo al inicio de este tema. Ellos, con mentes privilegiadas para cada época que vivieron, me los imagino perplejos ante tan exigua pesca. Quizá se sintieron satisfechos de que, al menos, habían llegado hasta el fondo de sus pensamientos respectivos, y que eso fue lo que encontraron, y porque no había más. La dinámica de sus pensamientos sutiles les llevó a utilizar complicados artes de pesca, pero al sacar las redes a luz, debieron ver que allí no había nada, o peces exóticos incomestibles. Hoy, no obstante, se les admira, y yo también. Pero como he venido diciendo, no me valen para sacarme del abismo. Lo que yo he venido haciendo hasta aquí, me proporciona ramas donde asirme. Pero he de reconocer que sería absurdo por mi parte, que porque estoy asido a esas ramas, estoy fuera del abismo, en tierra firme, felizmente alimentándome de los pececillos que he conseguido. Salir de ese abismo sería no pensar en él, y para no pensar en él, se me ocurre que la última y definitiva cuestión básica es ¿existen verdaderas cuestiones básicas? Si a esta pregunta me respondo que no, el abismo dejará de ser un lugar predestinado, para ser solamente una invención de mi pensamiento. Intentaré conseguirlo.
(JDD 2002)
CUESTIONES ESTÚPIDAS
Visto que dejar al pensamiento se solace en sus juegos de inteligencia es tarea inútil, sobre todo para que el mismo pensamiento considere ganada alguna partida, todo parece reducirse a decir o no tonterías después, naturalmente, de pensarlas.
Pensar en tonterías no es menos laborioso que pensar en cosas básicas, por ejemplo. Millones de neuronas deben afanarse, interconectarse, qué sé yo, para pensar una estupidez. La estupidez de pensamiento no tiene otro efecto que el de encontrar algo que pensar, o algo que decir que esto no lo tengo claro. La causa podría ser que el ser humano sólo tiene dos opciones y la inevitabilidad de optar por una en cada instante de su vida: o piensa y no dice nada, o piensa y lo dice. Cuando un ser humano cree que ha pensado algo importante, una de dos: o lo cuenta o se lo queda para él mismo. Cuando ese mismo ser cree que lo que ha pensado es una tontería, lo normal es que no lo cuente y se lo quede para él. Pero, ¿es posible que un ser humano piense algo y no sepa si es una tontería o algo serio? ¿Y qué puede hacer el tal individuo? Pues, o callarse o decirla, no cabe otra. En este caso, ese ser sin criterio lógico puede decirla pensando que es una buena idea, y sólo sabrá que es estúpida cuando alguien se lo diga, aunque si es persona de convicciones, puede llegar a pensar que el estúpido es la persona que ha considerado estúpido su pensamiento. Como se verá, esto, que es una aparente estupidez, me lleva a pensar que si alguien no lo considera así, será porque no lo es, consecuencia de que soy una persona con pocas convicciones. Y con mala idea, porque debí callármelo.
(JDD 2002)
Sin duda, el pensamiento riza el rizo de la estupidez cuando se dedica a elaborar la idea religiosa. No surge ese pensamiento de algo mínimamente real, que luego cada cual enfatiza más o menos hasta formar parte importante o menos de sus inquietudes, convicciones, prácticas y hasta formas exclusivas de proyectarse en la vida. La idea estúpida de pensar que existe un ámbito suprareal, donde el ser humano sólo es el sujeto pasivo de altos designios, confiere al hombre religioso la más baja cota de independencia y por tanto de libertad de pensamiento, entendiéndose esta libertad no en el sentido de ser libre de pensar lo que quiera, sino en el de pensar, si quiere, en cosas estúpidas, pero consciente de que son estúpidas y así obrar en consecuencia. La religión no por ello debe dejar de existir en tanto que en sí misma es sólo una opción y no una droga como alguien dijo. Para algunos es la base de su forma de vida y por tanto de su existencia. Sólo en este punto la religión deja de ser una idea estúpida para convertirse en una herramienta de supervivencia, aceptable como cualquier otra. Nadie discutiría que un payaso hace y dice estupideces, pero gracias a ellas el ser que encarna el payaso vive de esa actividad. Sin embargo, el payaso sabe que dice y hace payasadas. El público se ríe más o menos. Los payasos religiosos que buscan su público, son personas inteligentes en tanto digan o hagan estupideces en su provecho, al margen de considerar o no serio lo que piensan en materia religiosa. Los que simplemente asisten a la función y no la consideran una payasada, sino algo serio, estos sólo son los tontos útiles.
(JDD 2002)
Estaba reacio a tratar un tema, porque no sabía si encuadrarlo en una cuestión básica o una cuestión estúpida. Me refiero al amor. Si lo trataba como cuestión básica, podía simplificarlo, como hice con otras cuestiones básicas, con tal de acomodar ese sentimiento a mi percepción o falta clara de percepción del mismo. El tratamiento, al contrario del utilizado para las grandes preguntas, es menos opinable, por cuanto se trata de un sentimiento y no de un pensamiento. A veces se confunde pensamiento con sentimiento, cuando creo saber que cada uno se produce en lugares diferentes de nuestro cerebro, y que después se interrelacionen como dos buenos vecinos para mandar mensajitos al resto del cuerpo. Tratarlo como cuestión estúpida, está, por tanto, fuera de lugar, aunque mi pensamiento se sienta proclive a hacerlo. Pero lo que si puedo hacer, desde mi pensamiento, es considerar estúpido el pensamiento del enamorado o el del que alguna vez sintió amor y lo perdió. No menos estúpido es imaginarlo o cantarlo en poemas o medios audiovisuales. Y es estúpido, porque ese sentimiento, como cualquier otro, cuando se escenifica con palabras u otros medios se pervierte, se mistifica, se falsea hasta extremos vomitivos. Veamos un ejemplo. Un poema de amor, una carta, una novela rosa, una canción, una composición fotográfica o pictórica, etc., son figuraciones de un amor que se tuvo, se tiene o se imagina. También una conversación romántica o simplemente cursi entre enamorados. ¿Alguien puede asegurar que cuando así se manifiesta responde con exactitud al sentimiento que llamamos amor? Si así fuera, querría decir que el amor produce imágenes, cuando en realidad el amor sólo produce sensaciones. Para que esto se comprenda, pongamos, por ejemplo, otro sentimiento contrario: el odio. Se verá la diferencia entre sensación e imagen. Si alguien escribe, canta, pinta, etc. sobre el odio, porque lo sintió, lo siente sobre algo o alguien, o se lo imagina, esa, en cualquier caso, imagen del odio puede parecer hasta bella, con admiración para el que la compuso, con tanta o más admiración que puede producir una bella manifestación de amor. Yo, por eso, desconfío de todas las manifestaciones de amor que llevan un tiempo para «pensarse», y hasta me producen nausea cuando se exceden en que parezca algo así como me dice una comunicante casi anónima, a la que, por otra parte y por lo bien escrito, admiro como escritora.
Espero no molestarle por mi confesión. Tuve un gran amor. Un amor majestuoso y magnífico. Llenó mi vida mientras existió y me hizo recorrer espacios infinitos, deliciosos y puros… Y como todo lo hermoso, grande y maravilloso en esta vida… un día terminó, muy a pesar mío. Y aún con mis esfuerzos plenos de desear regresarlo… toda la lucha ha sido en vano… ¿entonces qué hacer?… si las letras me hicieron conocerle… -por supuesto no deseo encontrar alguien que lo sustituya… ¡eso es imposible!…- pero, si puedo recorrer los cristalinos arroyuelos… con la esperanza de encontrar… algún día… un mensaje suyo… en las estrellas, en los cielos, en el mar… en la hierba… o qué se yo… estar tan cerca… y estar tan lejos… «dificil de explicar… difícil de entender»
Su pensamiento sólo dejó de ser estúpido cuando declara que lo suyo es » dificil de explicar… difícil de entender».
A esta comunicante le pido disculpas y le digo que yo, en muchas ocasiones, he dicho o escrito estupideces mayores, y que esta fórmula de cortesía (pedir disculpas) no deja de ser, también, estúpida.
(JDD 2002)
La estupidez humana no es en sí censurable. Es una manifestación absolutamente coherente con el ser, humano en este caso. Si las personas no fuéramos, en ocasiones, estúpidos (siempre me estoy refiriendo al pensar), lo más probable es que nuestro pensamiento fuera muy restringido. Pienso (y no sé si de forma estúpida) en que gracias a la estupidez humana no nos inmolamos y aceptamos la vida hasta con una sonrisa, boba, pero una sonrisa al fin. Si no pensáramos estúpidamente, no querríamos vivir en situaciones donde la vida es poco grata. Tampoco seríamos sensibles ante el dolor ajeno, sensibilidad que obviamente parte del pensamiento. No aceptaríamos las reglas que la sociedad nos impone. No tendríamos creencias. No se habrían escrito tratados de filosofía. Tampoco se escribiría poesía o se pintaría un paisaje. O se habría compuesto una música con el título «La primavera». O se habría tallado un trozo de mármol para terminar siendo una escultura con el nombre «La Piedad»… Un hombre absolutamente no estúpido en su pensamiento, sería algo así como una computadora. Mientras el hombre puede tener pensamientos estúpidos, nunca la computadora podrá superarle.
(JDD 2002)
Le pregunto a la amiga de la penúltima cuestión estúpida, si me sabría decir qué son, a su juicio, los pensamientos circulares. Estoy seguro que nunca se había hecho esa pregunta ni leído en ninguna parte. Era un reto para ella, y también estoy seguro de que le prestó especial atención, tratando de elaborar una respuesta que fuese convincente. No se paró a considerar que la pregunta podría ser estúpida. Se la había hecho yo, y esa posibilidad no pasó por su mente. De esto estoy seguro, porque la respuesta que encontró, ella la encuentra coherente con el pensamiento en torno a su amor frustrado. Sus pensamientos respecto «a él», son circulares, dice. Yo le respondo, sin aclararle que mi pregunta era estúpida, de forma que creí coherente con su situación: «Los tuyos, referidos a «el», no son pensamientos circulares; son pensamientos elípticos, que se alejan cada día que pasa del centro origen. Un día, hasta saldrán de esa órbita». Luego, pensando en ese intercambio de pensamientos, llegué a la conclusión siguiente: «Yo, que partí de hacer una pregunta estúpida, por el concurso de una respuesta coherente (aunque no exacta) ajena a mí, di una contrarespuesta que, cuanto menos, es coherente (y quizá exacta) con la respuesta de mi amiga». Por si tenía dudas de la utilidad de los pensamientos estúpidos, este ejemplo las ha disipado.
(JDD 2002)