–¿Qué quieres? Yo no te he llamado.
–Ya, quiero sólo hablar contigo.
–Tú y yo no tenemos nada de qué hablar.
–Tienes razón, pero yo si tengo que decirte algo. Ábreme.
–Puedes decirme lo que quieras desde ese lado de la puerta.
–Pero pensarías que no soy La Muerte, sino un bromista.
–¿En qué te diferencias?
–Mi aspecto te puede confundir, pero en cuanto me veas y escuches, verás que soy La Muerte.
–¿Lo que me tengas que decir será importante para mí?
–Depende de cómo lo tomes. No me extrañaría que no me creyeras.
–¿Si te abro, me prometes que no me harás daño?
–Yo nunca hago daño, todo lo más quito el dolor que tengas.
–Entiendo, muerto el perro, se acabo la rabia.
–Es una conclusión muy torpe, pero entiendo qué quieres decir.
–Vale, te voy a abrir, pero te irás cuando yo decida.
–De acuerdo.
Y Antonio abrió la puerta, solo un poco para ojear qué había al otro lado. Tantas veces había visto la muerte representada en dibujos, pinturas, figuras, que no encontró ningún parecido con lo que vislumbró al otro lado de la puerta. Parecía una persona normal, si en algo se distinguía era en que iba vestida con un albornoz blanco, vestimenta poco común para hacer una visita domiciliaria; un médico, eso era lo que parecía. Antonio se sintió confuso. Aquel uniforme era impropio de la muerte, bien al contrario, vestida como un médico, la muerte podía ser la salvación, o así podía creerse. Con algo más de confianza, Antonio abrió la puerta de par en par. La que se había presentado poco antes como La Muerte, dio unos pasos adelante y penetró en la casa. Antonio, confundido, se quedó sujetando la puerta mientras miraba al visitante, ahora por la espalda. Cerró la puerta al mismo tiempo que el recién llegado se volvía. Antonio, ahora, se sentía dueño de la situación; nada de preocupación, menos de miedo. Esperó que fuera aquel sujeto el que comenzara a hablar, era él el que venía a decirle algo.
–Gracias por confiar en mí.
–Ni confío ni desconfío, no te veo peligroso, o peligrosa, si es que eres La Muerte.
–En realidad estoy acostumbrada a que cuando me presento no se confía ni se desconfía, no doy tiempo. Suelo ser instantáneo, no me gusta ensañarme en mi trabajo.
–Bueno, ya tengo bastante con el preámbulo, cuéntame ya lo que tengas que decirme. Pero dime primero por qué vas vestida de blanco, como un médico.
–Me gusta que crean hasta el último instante que pueden tener esperanza; repito que no soy sádica. Qué mejor uniforme que ir vestida como un médico. Tú mismo has tenido ocasión repetida de abrigar esperanza al ver a los médicos acercarse a tu lecho. ¿O has temido que venían a matarte?
–No, nunca pensé en tal cosa, siempre pensé que eran tus enemigos, que ellos me aseguraban la vida contra tu turbia misión.
–Ahí te equivocas. Cuando yo me decido a actuar, los médicos sólo aciertan si se lo permito. Ellos aplican todo lo que saben de la vida, pero de la muerte no saben nada.
–Bueno, será así como dices, pero sigo sin saber a qué has venido a mi casa.
–Vale, sin rodeos, vengo a decirte que dependiendo de mi apretada agenda estos días, te veré el próximo día 26, que vas a ser operado de nuevo, operación compleja, tú mismo ya has firmado el consentimiento por todo lo que pueda sucederte al margen de curarte, incluso morir en el quirófano a consecuencia de la intervención. Con tu consentimiento eximes a los médicos de un fatal desenlace u otras consecuencias. Apenas si has pensado en esta posibilidad. Sepas, pues, que si mueres habré sido yo la que lo ha decidido, no los médicos. Es que estoy harta de que yo sea siempre el efecto y no la causa, siendo en verdad al revés.
–O sea, que tú estarás allí para decidir si vivo o muero, ¿es eso?
–No, no necesito estar allí, vestida de blanco como un médico más. Te podré ver sin necesidad de hacerme notar; los médicos se pondrían nerviosos. Tú no, porque estarías anestesiado. Si sales de la anestesia y eres consciente, debes pensar que no te tenía en mi agenda. Y nunca más le agradecerás a los médicos haber salido con vida. ¿Lo has comprendido?
–Vale, Muerte orgullosa. Ahora, si has acabado, vete de mi casa.
La muerte se fue, sólo había dado un paso más allá del quicio de la puerta, que Antonio se sorprendió: La Muerte ya no iba vestida de blanco, un velo negro la cubría de la cabeza a los pies, Antonio cerró la puerta. La muerte seguía siendo la muerte, sólo los médicos vestían de blanco.