Otras historias

También hay historias en las que ni la vida ni la muerte aparecen por ninguna parte. Son historias completas; es decir, que principian y terminan. Son estas las historias de los sentimientos de los hombres y de las mujeres entrecruzados. Contaré una de estas historias, quizá poco original, pero merece ser una historia en sí misma.

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El aniversario

Cada mañana sonaba el despertador para él, siempre a las 7 AM, excepto los fines de semana. Mi sueño se interrumpía bruscamente con el timbrazo, que yo aceptaba como inevitable. Luego retomaba el sueño. Mi hora de levantarme era alrededor de la 9 AM. No es que yo fuese más perezosa que él. Yo me acostaba más tarde. Él cenaba, veía el último informativo de la tele y se acostaba. Yo me quedaba recogiendo la mesa, luego planchando la camisa que se pondría a la mañana siguiente para ir al trabajo. Sólo la noche del sábado al domingo coincidíamos alterando la rutina diaria. Después de unos forzados tocamientos, me penetraba, hacía su trabajo y me volvía la espalda, ya dormido. Después de 5 años de casados, esa era toda nuestra relación íntima en los últimos tres, quizá cuatro, no lo recuerdo bien. Cumplíamos, pues, un lustro de casados, o unidos por convenciones sociales. 

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La Maleta–2

Comprobado que los escritor@s que visitan este blog  no han recogido el guante que les eché para que aventuraran un final a La Maleta, me siento en la obligación de hacerlo yo. No me queda otra que hacer del relato un cuento.

¿Qué podía tener la maleta del relato que posteé ayer? Podía ser algo truculento que, descubierto, habría terminado con los novios en la cárcel. Y ante esa perspectiva, les sucedió lo relatado. Sería un final previsible, nada original.

Veámoslo de otra forma. Los recién casados, todos, van a emprender una nueva vida, generalmente llena de promesas: una familia, una casa, hijos, prosperidad…

Todas esas cosas intangibles son, de momento, sueños. Ahora pongámonos dentro del relato. Está claro que  es un escenario real, en el que podríamos describir lo que lo novios meten en la maleta. Fuese lo que fuese, y evitando el fácil recurso a pruebas inculpatorias de carácter penal, pensemos por un momento en el espíritu que subyace en todo cuento: la ilusión. Los novios se casan porque es el marco en el que han depositado todas sus ilusiones. Olvidemos el relato y ahora estamos  dentro del cuento. No vemos en los rostros de los novios sino felicidad; al fin se van a realizar todos sus sueños. Atrás ha quedado otra vida que sólo fue la preparación para la nueva que van a vivir. ¿Y dónde ver, tocar todos esos sueños de la pareja? Van a viajar con ellos, ¿dónde? Como digo, hemos convertido  el relato en un cuento. En los cuentos la fantasía es imprescindible, consustancial con el cuento. Si decimos que los novios tenían esta o aquella ilusión, eso es un relato. Si decimos que los novios habían metido todos sus sueños en una maleta, estamos describiendo un cuento. Y siendo así, y lo admitimos porque estamos metidos en el cuento, ¿qué podía hacer la pareja de recién casados, a los que les han robado todos sus sueños que habían guardado en la maleta? La consecuencia parece lógica,  proporcional, todo lo lógica y proporcional que permite la narración de un cuento.

 

 

La maleta

Dejaron a los invitados bailando. Se habían casado a mediodía. Presidieron el banquete junto a sus padres y padrinos. Todos comprendieron que los novios quisieran desaparecer cuanto antes de allí. Con alguna chufla graciosa de los asistentes, que hacían velada mención a lo que iban a hacer, se fueron algo sonrojados.

Habían reservado la suite nupcial en un hotelito coqueto, íntimo, situado en una montaña cercana a la ciudad, en plena naturaleza salvaje, recomendado por amigos que ya lo habían utilizado para ocasión similar.

Llegaron con el coche regalo de boda de los padres del novio. Se acercaron con una pequeña maleta al mostrador de la recepción y se identificaron:

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El director de cine

El director de la película estaba sentado en su silla de director, no en vano la silla tenía en su respaldo escrito DIRECTOR, bien visible y con letras gordas, para que nadie lo ocupara por distracción.

Delante y detrás de él pululaban un sinfín de personas, muchas de ellas ayudantes con cometidos concretos en la película que estaban rodando. El director era un hombre muy serio, con cara de pocos amigos y hasta un pelín cruel con la gente que manejaba, siempre a su antojo, sin discusión posible. Estaban rodando una escena de amor romántico en un parque con los dos protagonistas principales, hombre y mujer en este caso, jóvenes y de buen ver. Sentados en un banco, y previa colocación sugerida u ordenada por el director, se disponían a iniciar la escena, sólo esperaban la orden

–¡Silencio, se rueda!

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Un perro viejo

Era  un perro  viejo. Ya no cazaba, ya no guardaba la casa, tenía eccemas en la piel y preocupaba a sus dueños que transmitiera alguna enfermedad a sus hijos pequeños, era, en definitiva, un perro que molestaba. El veterinario del pueblo sólo estaba para atender a los animales productivos; jamás nadie le había llevado un perro ni para curarle ni para aplicarle la eutanasia y así evitarle sufrimientos irreversibles o una mala vida. Eso costaba dinero. Los perros de aquel pueblo nunca morían de muerte natural; cuando convenía a sus dueños, eran envenenados o tirados vivos a una poza sin salida, que ellos llamaban el cementerio de los perros. Los dueños del perro que cuento en esta historia verídica no se apartaron mucho de esos procedimientos expeditivos y crueles, pero no sospecharon el desenlace.

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Tita

–¡Tita, Tiitaa…! ¡Ven aquí, enseguida!

Tita era el nombre familiar, cariñoso, que Antonio utilizaba en ocasiones para nombrar a su esposa Francisca, Paca, Paquita. Esas ocasiones, últimamente, eran sólo en circunstancias de una situación límite. Tita era el nombre que Antonio había utilizado de forma exclusiva cuando fueron novios y durante un corto tiempo después de casados. A Francisca, Paca, Paquita le encantaba porque le parecía una demostración de amor, y ella el objeto de ese amor exclusivo con nombre propio. Ahora, después de muchos años felizmente casados, no era lo mismo. Cuando lo escuchaba se estremecía. Algo grave le estaba sucediendo a su esposo. Sabía que aquella urgencia no era porque la esperaba en calzoncillos para mostrarle la tienda de campaña desplegada, por más que esta demostración fuese ya una rareza. No, Francisca temía lo peor y no se hacía ilusiones. Dejaba presto lo que estuviese haciendo y, no exenta de temor, entraba en el estudio de su esposo. El estudio de su esposo, de su uso exclusivo, era un cuarto pequeño, atiborrado de enciclopedias, diccionarios, libros de segunda mano y… ¡dos ordenadores! Allí, Antonio se encerraba casi todo el día y parte de la noche. Era su forma de pasar el tiempo de ese estado ambiguo de jubilado. Aquellas dos ventanas le permitían escrutar qué pasaba por el mundo y desarrollar una afición tardía, cual era la de leer y escribir. Y utilizaba simultáneamente las dos ventanas: una para escribir y otra pare leer. Había sustituido, así, el uso de los libros y el folio de papel en blanco. 

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Por presumir de algo

 

La regadera da una perspectiva comparativa. También la foto muestra lo que hay encima, ese muro blanco colgado en el vacío.

No me gusta presumir de nada, hace tiempo que comprendí que es lo más fatuo que puede hacer el hombre (y la mujer), y por ende lo más inútil. Pero, ¡joder!, que frisando los 80 años, me haya propuesto sanear un derrumbe en la casa de mi hija, que se produjo como consecuencia de un fuerte temporal de lluvias y dejó en peligro una esquina de la plataforma donde se eleva la casa y una terraza, pareciera, también,  lo más fatuo que se me podía haber ocurrido.

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En un lugar…

En un lugar donde discurrió mi niñez, recuerdo que aquel día el sol no salió para todos,  como cada mañana.

Iluminó con intensidad una humilde casa, un hogar en el que hacía frío, pero se quedó fuera, sin ayudar a una madre. Ella calentaba, expeliendo su aliento, cálido de fiebre, a su hijo recién llegado. El hijo quería vivir, la madre quería que viviera, nadie más asistía a aquel misterio; era el misterio de la maternidad, a solas con sus protagonistas.

La madre debió morir porque se quedó exhausta de mirarlo, o porque se quedó sin aliento.

El niño , por un tiempo, la debió llorar, como lloran los niños desatendidos. 

Solo, el niño, ya no pudo vivir sin la mirada de su madre y sin su aliento. Debió ser por eso que murió en sus brazos.

Por la puerta que se abrió, entró el sol y un padre borracho. El sol se quedó un buen rato intentando vencer a la muerte.

Me contaron, yo era un niño, que el padre se fue por el brocal del pozo de su casa en busca del infierno. La muerte de la madre y del niño fue declarada muerte natural; habían muerto sin quererlo.

El suceso que sobrecogió a la gente de aquel lugar fue la  forma de morir del padre, pero  la historia es la que yo cuento.

Matilde

Confieso mi fascinación por las hormigas, algún post anterior habla de ello. ¿Cómo podía dejar de glosar otro espectáculo que ayer tuve la fortuna de observar? ¿Cómo podría encontrar mejor personaje para llevar a esta página diaria? Los que me leéis podéis esperar de mí cualquier cosa, motivos he dado de mi camaleónica  disposición literaria.  ¿Es de extrañar, pues, lo que a continuación relato? ¿Alguien me va a tachar de visionario? Juro que no es una fábula, que es lo que he observado y descrito , que lo único que he imaginado es el nombre que le he dado a mi protagonista: Matilde.

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