Escuchando a Fanny

Escuchando a Fanny, tengo la impresión, la firme convicción, de que sólo las putas conocen bien a los hombres. Con ellas no valen fingimientos, saben muy bien del pié que cojean. Saben, por ejemplo, cuándo un hombre es un verdadero hombre y cuando es una mierda de hombre, lo que es más frecuente. Ellas, cuando están follando y gritan: ¡Oh, mi amor! ¡Me vuelves loca! ¡Apenas puedo aguantarlo…! ¡Voy a correrme…!, como tienen dominio sobre esa cosa que tienen entre las piernas, aprovechan para ver el efecto que causan sus exclamaciones en el tío número cuantos que tienen debajo, encima, por detrás… La conclusión es siempre la misma: están más al tanto de esas expresiones que de obtener placer, menos de darlo; o sea que tratan de controlar esas expresiones modulándolas para calcular cuánto han de cobrar. Y así, “los malditos hijos de mala madre, veinticinco llevo en toda la noche, y ni uno de ellos me ha dejado satisfecha. Luego, cuando estoy sola, tengo que masturbarme para sentir alivio. No encuentro un tio que me haga, de veras, gritar, hasta que salten las tejas. Vosotros me llamáis fría si me niego a hacer el sesenta y nueve… Hijos de mala madre a quienes no les funciona la cabeza, el corazón, las tripas, el cipote, las pelotas…” La Fanny que así se expresa es la mujer corriente con su marido, con su amante, pero estas no lo dicen, quizá ni lo piensan. “Ellas necesitan de media hora de atención, sólo media hora, y ellos en quince segundos caen desmadejados, algunos antes de conseguir entrar…”
Después de escuchar a la desolada Fanny, entiendo algo más por qué las mujeres se refugian en la poesía erótica, en la prosa erótica más que los hombres, porque las mujeres necesitan creer que hay hombres de verdad, y esas historias que escriben, que leen, les hace vivir de una ilusión. Pero las pobres putas no leen ni escriben poesía erótica.

Nota: La Fanny de estos dos últimos posts es la protagonista de la novela Fanny Hill, una novela erótica de John Cleland publicada en Inglaterra en 1748.

Fanny

FANNY

Fanny, eres un personaje de ficción. Sí, lo eres, no me discutas. Fue un  loco escritor, en su mente, quien te creó. Perverso,  jugó contigo a putearte. Fuiste una puta sin darte opción, eso dice en el prólogo.. Y no fue eso lo peor. Tu creador también  quiso que fueses huérfana de una forma peculiar. Tu madre os abandonó, pero no se fue al Cielo; se fue a un burdel.. Tu padre, severo, volcó su odio en ti, porque le recordabas a su esposa. Y el autor, dueño de tu vida, hizo que te enamoraras, y pensaras que así ibas a salir del infierno, pero más y más en él te metió. Tu joven amante no te quería, sólo violar tus quince años. Pensaste en casarte con él  y, para engañarle, le dijiste que estabas preñada. Él era de buena familia y tú, de mala. Y te quiso eliminar de la peor manera posible. Cinco amigos te violaron después de emborracharte. Sobreviviste. «¿De quién es el hijo? ¡Mala puta, contesta, si con cinco te acostaste!.»  Y te abriste el pecho. Entre tus pechos te clavaste un cuchillo de cocina. ¿Fue un milagro que salvaste? No,  fue el autor sanguinario que te dio la oportunidad,  quería envilecerte mucho más. Y te volvió a enamorar de un joven petimetre, todo dulzura y bondad, que te correspondió a su manera. Parecías redimida de tanta crueldad  como te estaba infligiendo la vida. Pero el autor, maldito sea,  no estaba por la labor. Mejor seguirte jodiendo y acabar con tu  esperanza. Querías con él hacer el amor y delante de él te mostraste desnuda de cuerpo y alma.  Estabas tan escuálida, la herida aún no cicatrizada y la huella de tus violadores aún en tu piel marcada, que el joven sintió la náusea, y te dejó allí tirada. Y para olvidarte se fue de putas. Tú, en las sombras, le seguiste y,  ¡maldito autor!, le viste follando con una vieja gorda, y tú lloraste  como lloran los niños que se pierden en la noche.

Yo ya no podía más y cerré el libro, leí el nombre del autor, maldije su mala sombra, luego puse un registro en la página 123, y eran 580. Mañana seguiré leyendo, me dije, la obra parece interesante.

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Cómo me hice maricón

Sólo es un cuento con moraleja: «Si no quieres tomarle gusto a una cosa, no la pruebes.»

Voy a contaros cómo me hice maricón. Porque  habréis de saber que un maricón se hace; al contrario de un homosexual, que parece ser de nacimiento…

Hace algún tiempo, por motivos de trabajo, tuve que ir al Norte de África; a Tetuán concretamente. Mis anfitriones, árabes, son exquisitos a la hora de prodigar atenciones a sus invitados, más si estos son especiales. Yo era un invitado especial; gracias a mí iban a hacer buenos negocios en España. Ahorraré detalles de protocolo y demás. Después de cenar con ellos, me iba a retirar a mi hotel, cuando uno se me acerca y me dice: «Me gustaría ofrecerte mi Harem en prueba de amistad» Negarle a un árabe una oferta de hospitalidad es de mal gusto, así que le dije que encantado. Tenía una cierta curiosidad, todo sea dicho, por ver un harem de cerca.

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El encuentro (2006)

NOTA: El contenido de este relato puede herir la sensibilidad y buen gusto del lector, por lo que así queda advertido.

EL ENCUENTRO
Y después de concluir todo, estuve dos buenas horas pensando, apoyada mi flotante cabeza en la almohada y el pesado cuerpo en aquella cama, mi cama de siempre. Debería intentar dormir, pero el cansancio no parecía suficiente para abandonar la inexplicable excitación, y por la que me mantenía aún en la actitud de explorar aquellas sensaciones nuevas, recién descubiertas.
Sucedió que ya en la terminal de llegada del aeropuerto, mientras miraba los paneles de los vuelos, mi pensamiento parecía anticipar acontecimientos que luego se habrían de suceder según habíamos preparado. Y como los pensamientos todos confluían en lo mismo, hasta me produjeron un erección que preconizaba un festín de los sentidos. Internet sólo había sido una larga espera en un interminable ensayo. Ella ahora venía y yo la esperaba, libre de aquel compromiso al que siempre me aferré para soslayar un deseo real enmarcándolo en supuestos literarios. Si todo se producía como ambos habíamos ensayado, la promesa de un encuentro inolvidable estaba servida.
» Arrival, Llegada» , marcó en el panel el vuelo que ella había tomado. Esperaba que las diez horas de viaje no hubiesen hecho mella física en ella. Yo quería llevarla al hotel en el que le había reservado habitación y allí mismo, después de cerrar la puerta detrás de nosotros, dar rienda suelta a la masacre de la carne por la carne

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Raquel y el cielo deseado


I

Un ángel se hizo hombre y habitó entre nosotros. De ángel sólo le quedaron las plumas y un gusto por el amor  etéreo, que él, para hacerlo perceptible a los sentidos humanos, lo configuró en la forma de una mujer, mujer de figura anémica, probablemente sifilítica, seguramente tuberculosa. El ángel, nada experto en amores carnales, la colmaba de flores, de versos, de suspiros. La mujer estaba encantada; le quedaba tan poca carne, que no tenía deseos libidinosos y, por tanto, no echaba en falta retozar, cuerpo a cuerpo, con aquel hombre, nunca mejor dicho, llovido del cielo. Se llevaba las flores que le ofrecía a su pecho para arropar a su corazón cansado y frío; escuchaba sus versos como el que oye complacido caer la lluvia en primavera y se deja mojar para sentir su caricia; y los suspiros, ¡ay, los suspiros!, ella los hacía suyos como transfusiones de sangre vivificadora que le permitían inspirar un aire demasiado denso para ella. Hablaban, siempre hablaban. No comían ni bebían. Él le hablaba de paraísos, de cielos, del Padre Celestial, de ángeles, de praderas infinitas donde la tierra era una nube blanca como el algodón cardado, cubierta de margaritas. Ella, arrobada, dejaba volar su imaginación y comenzaba a danzar un vals, casi levitando del suelo, mientras le decía:” amor, amor que me haces transportar a los cielos, antes ignotos, pero ahora perceptibles. ¿Cuándo será el momento en que me lleves allí? Ya nada me retiene en la tierra, donde sólo te piden que te confundas con los cuerpos de los hombres para sentir esos cielos de que me hablas. Nunca supe de ellos. Los hombres me rechazaron siempre por mis pocas gracias.  Dadme esta oportunidad, ángel de amor, que ninguna mujer debe morir en sí misma para sólo ser pasto de los gusanos». Y el ángel hecho hombre,  llevado de su condición de ángel, la tomó en sus brazos, desplegó las alas ocultas y con ella voló.

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Viaje a la vagina de Ariadna

Textura de la vagina microbservada

Superhombre o semidiós, esta pasada noche visité la vagina. No, no fue una grosera visita de entrar y salir para sólo captar de ella que es acojedora por cierto tiempo. No entré en ella a ciegas de mi deseo. Estaba soñando y podía hacerlo: penetrar en su misterio. Los misterios, en general y para el hombre mortal, dejan de serlo cuando se abren a los sentidos. En lo sueños los sentidos sólo aprecian el misterio, sin querer comprenderlo, porque saben que nunca podrán hacerlo. Era Ariadna y era su vagina la que visité en mis sueños. Una vez en su vagina, el misterio se mostró cual era. Mi subconsciente quiso esta vez que fuera Ariadna, quizá porque su leyenda permitía que yo la poseyera si soñaba con ella.

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No siempre es lo mismo

Bajé una foto de la RED. Era de una mujer desnuda. La foto, con alta resolución, parecía en tres dimensiones. Si no fuera por su miniaturización y de haberla podido contemplar completa de tamaño natural,  habría causado estragos en mí . Creo que la baje  por sus formas prodigiosas, todas unos centímetros más de lo que señalan los cánones de la belleza femenina, precisamente esos centímetros de más que hacen de la mujer ser objeto de deseo, superando la simple contemplación admirativa. No niego que sentí una incipiente convulsión, y pensé en mis posibilidades. La sometí a todos los aumentos que me permitía mi programa de visión de imágenes, hasta que su resolución se perdía en puntos dispersos. Desafortunadamente, a cada aumento se ocultaba un sector de su cuerpo, y debía pasearla por mi pantalla para encontrarme, de nuevo y aumentado, el sector perdido. Algunos sectores fueron especialmente atendidos por mi lujuriosa mirada.

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La manzana no era la solución

Ella no quería manzanas; no le gustaban las manzanas, de ninguna variedad, ni crudas ni confitadas. Odiaba las manzanas desde muy pequeña, desde que le dieron el primer puré de manzanas como postre o como complemento alimenticio y tuvo nauseas. Las odiaba más porque sus padres insistían en que comiera manzanas, sólo manzanas. A ella le hubiese apetecido comer otra fruta, y lloraba a su madre para que no se las diera. Pero su madre insistía en la bondad de las manzanas: vitaminas, limpiaban la dentadura, regulaba el intestino, y hasta, para animarla, le decía que eran fuente de belleza, que se le pondría piel de manzana, la piel más bonita que una niña podía exhibir con orgullo, o, por lo contrario, su piel sería arrugada si  comía manzanas. Nada de esto la convencía e insistía en que las manzanas le daban náuseas. La madre, preocupada por la carencia de vitaminas que su niña padecía, consultó a un médico. Obviamente el médico le aconsejó que le diera más verdura y otras frutas que le gustaran a la niña.

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Cuento nada retórico, para mayores con reparos

Estas y parecidas cosas  escribía yo en 2001, pero no penséis que para consumo propio, guardadas en una caja fuerte para que no vieran la luz cegadora de la crítica; no, tan pronto las terminaba, las daba a enviar sin pudor, sin encomendarme a ningún santo ante el previsible chaparrón que podía venirme encima. Disfrutaba de mi libertad de creación, y hasta me regocijaba imaginando las caras de algunos lectores ante tan insólito desparpajo, soez incluso. Curiosamente, cuanto más canalla me expresaba, mayor era el éxito de público. Llegué a pensar si también los lectores se sentían más libres después de leerme.

En fin, perdonad la osadía, si a alguien se le paró el reloj. Hoy todo ha evolucionado, y ya nadie conoce el significado de la palabra escándalo. 

El cuento se lo dediqué a una tal Tazz, que lamento no recordar si me retiró el saludo o se convirtió en mi incondicional.

***

Erase una vez (todos los cuentos deberían comenzar así) un hermoso hombre, pongamos que de 60 años, que escribía cosas, las más de las veces de tintes transcendentes. Tambíén algún poema cuando se le hinchaban los cojones al comprobar cómo  se despreciaba su pensamiento sutil y profundo, quizá porque los demás andaban en otras cosas más prosáicas, casi todas situadas entre el corazón y la entrepierna. El bello viejo estaba desesperado y no sabía qué rumbo tomar: si dejar la transcendencia y dedicarse a escribir en columna jónica, o mandar a tomar por culo todo lo relacionado con escribir y dedicarse a emparejar hormigas con cucarachas.

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Donde la verdad puede terminar siendo un cuento terrorífico

I

Leopoldo, Leo en lo sucesivo, es un hombre anormal; anormal, no loco; o loco, pero con esa locura absolutamente racional de los locos que hacen locuras sólo cuando quieren. De él dicen los que lo conocen que es un loco, y no que está loco. Leo utiliza la locura  para protestar, para no sentirse un innominado del rebaño, nunca para joder al prójimo si el prójimo no se ha insinuado públicamente, de lo contrario podrían haberlo recluido en un centro de salud mental. Leo, cuando protesta, no lo hace como todo el mundo. Si algo no le gusta, qué sé yo: de la política, de los precios, del comportamiento de sus vecinos, de un gasto excesivo que ha hecho su esposa… de cualquier cosa con la que no está de acuerdo o le desagrada, Leo, invariablemente, manifiesta su contrariedad subiéndose al tejado de su casa con una pancarta alusiva al caso que le perturba. Y para que no pase desapercibido a nadie, lleva con él un cencerro de considerables dimensiones que hace sonar hasta que se cansa, luego descansa y vuelta a empezar. Y no lo hace a cualquier hora: se levanta con las primeras luces y se encarama al tejado, en el que permanece hasta las doce del medio día, ni un minuto más ni uno menos. Luego baja y suele mezclarse con la gente que desde la calle le mira divertida o enfadada; en ocasiones atiende a algún periodista y se deja filmar por alguna televisión. Es ya todo un personaje popular. Raro es el suceso, político o social, que no tenga su réplica en la pancarta de Leo y luego divulgada por los medios: «Hoy la pancarta de Leo decía tal o cual cosa». Los políticos le temen por la gran difusión de sus protestas, y cualquier persona que es objeto de su atención, manifestada de forma tan peculiar, se abochorna, pues sus sentencias son inapelables. Es ya una especie de conciencia colectiva y un oráculo al que se le consulta para tomar posición ante los más variados temas. Sí algún día deja de subir al tejado, la gente se preocupa por él y llaman a su casa para interesarse por su estado. Hoy es uno de esos días en los que Leo no ha aparecido en el tejado. Seguro, piensan todos los que le siguen, Leo está enfermo, y alguno se decide a pulsar el timbre del intercomunicador del portal de su casa. Al otro lado, una voz de mujer pregunta quién llama y qué desea. «¿Está enfermo Leo?, pregunta el interesado. «No ¿Por qué?», pregunta la voz femenina. «Como hoy no ha aparecido en el tejado…», medio aclara el interesado. » Pues… no, no está enfermo. Hoy no ha aparecido en el tejado  porque no tenía nada que decir», dice la voz femenina desde el otro lado. «¿Es usted su esposa?», vuelve el interesado a preguntar. El interesado espera la respuesta en vano; nadie responde. Los que presencian la escena se intercambian consignas y se van retirando a sus tareas.

Seguro que mañana habrá una gran expectación; conociendo a Leo, mañana puede que proteste de sí mismo, por primera vez, y eso constituye una gran novedad.

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