A vosotras

Hoy quiero hablar de vosotras, fieles compañeras de este adusto y frío castellano, poco proclive a dispensar calidez a quienes me soportan, en ocasiones hasta con vuestra comprensión, quizá porque sabéis que os necesito tal como soy, aunque nada haga por merecerla.

Son muchos años sin tener en cuenta mi falta de empatía para con vosotras, de forma individual con cada una. Cierto que os tengo por amigas, pero dudo que sea ese vuestro sentimiento para conmigo, pues tengo un concepto muy relativo de la amistad. No sé, a estas alturas de la vida de cada uno de nosotros, creo que disponemos de un itinerario común de aficiones y de interlocuciones. Somos como caminantes que no nos sentimos solos porque al lado alguien camina a nuestro lado y que podemos llegar a la meta agarrados de la mano. Lo más probable, sin embargo, es que, como decia en un post anterior, nos vayamos perdiendo, o si preferís alejando,  uno de los otros o todos a la vez, y al final lleguemos a la meta inevitablemente solos.

Pero es bueno vivir el día a día si tenemos en cuenta que ninguno de nosotros tenemos planes de futuro. Alguien ha dicho que el futuro no existe. Yo añado que existe el pasado, y el pasado está plagado de encuentros, aunque no en todos nos hemos mirado de frente. Comprensible, si la condición humana no permite compartir otras compañías. Sea como sea, nuestra relación es la mejor de las posibles, y si la mantenemos y cuidamos, ese futuro desconocido no se nos presentará individualmente como un desolador final.

Cada una de vosotras entenderá mis palabras de diferente forma, pero el común denominador será que, hoy por hoy, todas sois mis compañeras, aunque quizá eso os parezca poco.

José

Vikingos

Como es ya mi costumbre, una nueva reflexión sobre la serie que actualmente estoy viendo.

Me parecía, en esta ocasión, que la realidad se confundía con la fantasía. De mis incursiones por Escandinavia, me llamó la atención la idiosincracia de los actuales escandinavos. No me pareció el pueblo del que tenía información. Aficionado a la historia de aquellos pueblos que habían dejado huella, lecturas sobre los Vikingos me había fascinado. Para actualizar aquellos lejanos recuerdos, he recurrido a la siempre inagotable fuente de información que me brinda Internet. A la vez que refrescaba mi memoria, percibía que la serie que estoy viendo abandona mínimamente el rigor histórico. Los vikingos de la serie son los vikingos de la historia, quizá, y para que la serie atrape todos los instintos, los guionistas dieron prioridad a la exposición exhaustiva, pormenorizada y atosigante a los instintos que denominamos, injustamente, más bajos. Son instintos primarios, no pasados por el tamiz de religiones, filosofías moralizantes o manuales de efectos secundarios dañinos.

Los vikingos, aunque esto lo pongo en duda, creían que sus dioses habían dispuesto lo que cada individuo o conjunto de individuos tenían programado, de forma que todo lo que hacían y el destino de sus acciones, estaba prefijado por sus dioses y nada podían hacer para elegir con libre albedrío. No existía, por tanto, el arrepentimiento, ni siquiera  la consideración personal del pecado (tómese la palabra pecado en el sentido amplio y general de algo mal hecho). En contradicción aparente, se juzgaban aquellos actos que no gustaban al poder y se condenaban severamente. Odín también lo tenía dispuesto.

La serie abunda de tics habituales y recurrentes: la guerra ofensiva como herramienta del pillaje,  la muerte, el amor y el amor libre, el sexo, la amistad, la traición,  la crueldad, a veces terrible en sus ritos, supuestamente para agradar a sus dioses y obtener el favor de alcanzar su gloria (el Valhalla). Se parece a un repertorio de distintos vasos comunicantes, árabes, cristianos, indus, etc. Si los incorporaban a su acerbo cultural como consecuencia de sus viajes a otros países, es algo que carece de importancia. Los vikingos eran extremos en todo, y cada uno de esos tics parecían propios y exportables, con marchamo de marca registrada.

Hoy los escandinavos en nada se parecen a sus antecesores. Son pacíficos y pacifistas, melifluos, nada belicistas, educados, socialmente avanzados. La serie, si de algo peca, es de que el exceso de realismo en la exposición de los tics antes mencionados no permite tomarla como referente de la historia.

Pero la ejecución artística es extraordinaria.

 

Mi niña Lola

Canta BuikaDime por qué tienes carita de pena… MI niña Lola no tiene carita de pena, mi niña es feliz, ¿por qué habría de tener carita de pena? Qué tiene mi niña siendo santa y buena. Bueno, santa y buena, según se mire, me disgusta cuando mata pajaritos que se caen del nido, también ratoncillos y lagartijas; mi niña Lola no debe hacer eso. Cuéntale a tu padre lo que a ti te pasa. No, no soy tu padre, soy tu abuelo, tú padre, vete tú a saber, algún golfo con pedigrí. Dime lo que tienes reina de mi casa. Aquí sí Buika dice verdad, que eres la reina de la casa no hay más que verte en la foto; ¿las reinas llevan corona cuando duermen? Miraré en Google, y si alguna reina se acostaba con la corona puesta, yo te compraré una coronita, faltaría más.Tu madre, la pobre, no se donde está. Tu madre, mi hija, está pero no está contigo, yo soy el que te da mimos, te acuesta en mi cama, te doy chuches, pero ella se enfada mucho y con razón, porque dice que estás gorda por mi culpa.

Buika sigue su canción «Mi niña Lola», pero lo que sigue debe ser para otra Lola, así que desisto de contradecirla.

Mi niña Lola, mi amor, yo sí querría preguntarte muchas cosas, otras las adivino, pero viéndote cuando duermes en mi cama, arropada por ti misma, con   la almohada donde poco antes yo reposaba mi cabeza y ahora tú descansas la tuya, las patitas abiertas (las superiores), seguro para dar más espacio a tu corazón, sueñas, ¿Qué sueñas, mi niña Lola? En ocasiones, un suspiro profundo me dice que, quizá, echas de menos a un joven y apuesto galán. Lo siento, pequeña, no entra en nuestros cálculos, tu familia, que tengas amores que no sean los nuestros, y si eso no te llena, lo sentimos, pero te vemos muy niña para esas cosas de mayores. Tú no te preocupes, que eso de la maternidad tiene sus riesgos, que de un esposo cabrón, podrías tener hijos cabroncetes, unos y otros te dejarían sola, utilizada y triste; que les den.

Duerme, voy a intentar por ahí que alguien me diga si sabe que sueñan las perritas como tú, aunque puede que no me sirva, porque tú, mi niña Lola, eres única.

Y ya me callo, me parece que estoy siendo un abuelo como esos que lloran cuando observan una flor. Tampoco es que me avergüence.

Escribir para el pozo del olvido


Abro mi blog, en el menú elijo nueva entrada, ya tengo delante el cajetín del título y el amplio espacio en impoluto blanco que espera lo manche con letras, palabras, frases que configuren un argumento. Me paro y concentro mi pensamiento saliendo del cuadro de la escritura. No me surge un tema que pueda desarrollar. Vuelvo a mirar ese cuadro que dejé virgen y me sorprendo. Todo lo que estoy diciendo aparece allí escrito. Recapacito, no soy consciente de haber tecleado nada, ¿cómo es posible? Debe ser mágico, un poder desconocido de mi mente. ¡Fantástico!, todo lo que pienso se refleja de inmediato como escrito. Me animo con todas las posibilidades que esa facultad me brinda. Todo lo que piense, todo lo que imagine podrá ser traducido a palabras, palabras escritas que perdurarán dejando lugar infinito a las siguientes. ¿Valdrá la pena? ¿Podré pensar y, consecuentemente, conseguir que lo que piense y escriba valdrá la pena? ¿Qué requisitos indispensables deberían acompañar a mis pensamientos escritos para que valieran la pena? En esta definición yo sólo puedo poner la voluntad, el resto habrá de ser propuesto por los lectores. Pero para que sus propuestas fuesen válidas, deberían ser universales. Así ha sido con lo que llamamos literatura universal, filosofía universal, ciencia universal, cualquier testimonio que hemos guardado como imperecedero. Después de está consideración, quizá maximalista, pienso en lo que he escrito, estoy escribiendo y quizá escribiré. ¿Valdrá la pena? ¿Les valdrá la pena a las dos docenas de destinatarios habituales de mis escritos? ¿Por alguna rendija se colará alguno de mis escritos enlatados para navegar eternamente por el espacio universal de la historia, ese burdel que ofrece placeres sin límite a cualquiera que desee despertar sus sentimientos dormidos, inanes para crear por sí mismos el catalizador que los despierte? ¿Debe preocuparme por la probable permanencia de mis escritos en este reducido espacio, sin rendijas por la que colarse más allá? A mi preocupación en este sentido le seguiría una sensación de impotencia. Trascendería de la anécdota de la que estoy siendo protagonista para entrar en el ámbito de la entelequia. Regresaría al pensamiento que se encierra en mi mismo buscando razones que sólo satisfacen a mis propias preguntas. En ese círculo me encuentro y nada puede romperlo, pero puedo seguir como si fuese posible, quizá sólo valga la pena para mí.

Releo, parece una confesión sin propósito de la enmienda, sin arrepentimiento.  Mi condena será seguir escribiendo para el pozo del olvido.

22 de Julio

22 de julio es un docudrama que refiere los hechos sucedidos en Noruega en esa fecha del año 2011. Un ultraderechista radical, nazi por más señas, es el encargado de causar la mayor matanza que había ocurrido en ese país: 77 muertos, 300 heridos.

El fondo del asunto es un alegato de la sociedad bajo el imperio de la ley, de una ley democrática y humanamente sostenible. Noruega pasa por ser un ejemplo de esos postulados. Pero en todas partes cuecen habas y, cómo no, también Noruega tiene su garbanzo negro.

Viendo la película, por lo demás sobrecogedora , uno termina preguntándose si narra asépticamente un hecho real o se aprovecha del río revuelto, ganancia de pescadores, intentando meter gato por liebre al convertirla en qué malos son ellos y qué buenos somos nosotros. Muy sencillo, tan sencillo que se les ve el plumero.

Aceptando desde ya, que nada justifica una tal matanza, en  nombre de lo que sea y por las razones que quieran darnos los terroristas de todo pelo, resulta muy sospechoso que el final se rubrique con «nosotros hemos ganado, vosotros perdido», refiriéndose al objetivo final del terrorismo. Y resulta que el balance de esa guerra es 77 muertos inocentes de una parte y, de la otra, un perdedor en la cárcel, de por vida «mientras» suponga un peligro para la sociedad a la que ha atacado, y que, apelando a los derechos humanos y constitucionales del país , a la ley, a la democracia, a la civilidad, el individuo será protegido de la venganza, vestido y alimentado, cuidada su salud y facilitándole que estudie y se haga un hombre de provecho. Suena bien, ¿verdad?

Imaginemos ahora que cada uno de nosotros o nuestros hijos, amigos hubiera estado en aquella isla, donde todas esas proclamas bienintencionadas fueron subvertidas, y nos preguntaran qué querríamos hacer con el causante de nuestro dolor o muerte. Sí, ya sé que pocos diríamos: «que lo degüellen, lo ahorquen, lo ejecuten en la silla eléctrica, que me lo dejen a mí». Políticamente correctos, todo lo más que diríamos sería: » que se pudra en la cárcel», un eufemismo si no va acompañado de un «¿de qué forma pudrirse?» No responderíamos, pusilánimes y comiéndonos nuestras propias entrañas de impotencia.

En fin, son  las cuatro de la madrugada, parece que me regresa el sueño, mañana, cuando me despierte, pensaré con calma qué habría hecho yo.

Me he levantado ojeroso, mal dormido, con dolor en las articulaciones. Dije qué habría hecho yo en un  caso así, y no soy capaz de personalizarlo, será porque no se puede teorizar sobre el dolor sin haberlo sufrido. Pero sí puedo tener una opinión del efecto-causa referida a la sociedad en la que están sucediendo estas cosas con frecuencia: mientras «los buenos» sigan poniendo los muertos, que no me jodan diciendo que vamos ganado y ellos perdiendo.

Dr. House, punto y seguido

Decía en una entrada anterior que Dr. House era un cabrón pero, también, un genio. Decía que siendo un genio, se le podía disculpar ser un cabrón y tenerlo como un paradigma .

Los guionistas en algún momento debieron pensar. «no va más, el tema está agotado». Y, efectivamente, ya venía siendo una reiteración los capítulos que se acercaban al final de la serie. Sólo mantenía el interés por la imprevisibilidad   del final.

Pero los guionistas tenían una cosa clara: el final no podía ser desolador para los que habían terminado empatizando con el cabrón Dr. House, un House extremo, como un monstruo de cómic.

El final, no quiero pecar de spoiler, ha sido de una incoherencia casi infantil, teniendo en cuenta el sólido personaje.

Si yo hubiese guionado ese final, el Dr. House no habría terminado como ha terminado. No habría desaprovechado un genio, poniendo punto y final a la serie. Habría creado una nueva serie pariendo de ésta, en un nuevo escenario para que la comedia continuara con el mismo personaje. Los prohombres históricos, y House podría haberlo sido, no terminaron incoherentes, al contrario, su final fue siempre una rúbrica a su coherencia. Podría haber pecado de reiteración, pero si le daba un giro sustancial a su vida, sin dejar de ser un genio, el personaje podría haber alcanzado la inmortalidad.

La inmortalidad, como ha dicho Woody Allen  alguna vez: “No quiero alcanzar la inmortalidad a través de mi trabajo. Quiero alcanzarla a través de no morir”. Pero se trata del desideratum de un personaje real, que tras su muerte se irá  diluyendo en el olvido de los mortales aun vivos. Dr. House es un personaje de ficción, y a un personaje de ficción se le puede conceder la inmortalidad sin otro requisito que no haberlo dejado morir de forma incoherente.

Tenemos muchos personajes en la literatura que gozan del privilegio de la inmortalidad. Bien porque sus autores les permitieron el don de la reencarnación continua, como la saga de Valdar el hijo de Odin, escrita por George Griffith, que muere y renace no de forma natural, sino en el sueño, del que despierta en otra época.

Dorian Grey no es el mismo caso. Oscar Wilde permite envejecer a su personaje a través de su retrato, pero Dorian se revela contra el autor y le obliga a que si tiene que envejecer, y consecuentemente morir, que lo haga con su alma, y él siga por siempre bello, joven y libertino. Todos los mortales de verdad, agradecieron a Wilde que les diera la oportunidad de emular  la posibilidad de ser inmortales como Dorian.

En fin, que el Dr. House, personaje de ficción, tenía muchas posibilidades de ser inmortal, pero sus guionistas, quizá incapaces de saber cómo hacerlo, lo jodieron con un final incoherente, algo que no perdonan los humanos, siempre a la búsqueda de otros humanos que consiguieron la inmortalidad, aunque fuese vendiendo su alma o renaciendo en los sueños.

Estaré atento, porque los autores del Dr. House, quizá  lean lo que que aquí escribo, y se digan: «coño, podemos hacer inmortal al Dr, House», y se pongan manos a la obra.

 

 

Mi magnum opus

Queda bien el título. ¿Qué significa ese latinajo? No miréis en Internet, yo lo traduzco: «Mi obra maestra». ¿Por qué utilizo el latín? Pues porque eso hace una secta de la Religión Católica al referirse al Opus Dei, la Obra de Dios, fundada por un tal Escrivá de Balaguer, y yo no iba a ser menos. Un poco más modesto y, simplemente, lo dejaría en «mi gran obra». De esta forma, todos pueden referirse a su propia gran obra, forma más subjetiva. ¿Y cuál sería mi obra maestra, o mi gran obra? Todos venimos a este mundo con el deber de justificar nuestra existencia, de lo contrario sólo seríamos un accidente de la naturaleza. No hemos nacido artistas ni nos hemos hecho, así que, lo más probable, es que nuestra obra maestra no la hayamos podido lograr, aún. Pero nuestra gran obra sí, todos. Y como el título se refiere a mi magnum opus, debo definir mi obra maestra, sin complejos.

Descarto de entrada una creación literaria por obvias razones, nada de lo escrito por mí ha sido reconocido universalmente como una obra maestra, condición sine qua non para que una obra sea catalogada como maestra. Maestros de la pintura, maestros de la literatura, de la música, etc. alcanzaron ese título porque crearon alguna obra maestra en su especialidad. Yo nos soy maestro en nada porque no he creado, aún, esa obra maestra que resultará, luego, imperecedera. ¿Tengo que crear esa obra maestra para justificar mi existencia? Si para todos fuese así, la obra  maestra de cada uno sería un apellido, no el nombre, no abría alumnos, sólo maestros. No me preocupa, por tanto, morirme sin mi obra maestra en el epitafio.

Mi gran obra podría ser otra cosa, al alcance de muchos humanos, sino a todos. Si digo «mi gran obra», lo estoy subjetivando, mi gran obra para mí. Esto no justifica mi existencia ante los demás, sólo ante mí. Y ya podré morir tranquilo, y no como una contingente mierda, que pudo ser o no ser. Tampoco es necesario que me sienta orgullosos o frustrado, pues mi pensamiento endogámico tiene recursos para narcotizarme y no sufrir.

Y es que, pensándolo bien, me importa tres cojones haber nacido por y para algo o una ocasión perdida de la naturaleza. Ya sé como terminará todo, para el maestro y para el alumno, la vanidad no es uno de mis defectos en la magnum opus dei  que me creó. Suponiendo.

 

 

 

 

 

El marinero rompe aguas

La mañana es fría, las nubes parecen querer cargarse de razón para descargar su llanto. De momento sólo ocultan el sol. El velero ya lleva días engullendo carga, casi toda de supervivencia. Su línea de flotación es  dos palmos por encima de la habitual, pero no parece quejarse. El joven, que hizo de su barco el objeto de su amor, del que cualquier mujer se sentiría celosa, llega al atraque. Le han llevado un par de amigos íntimos. Ningún familiar está presente. Él lo quiso así. Debe suponer que no agitarán pañuelos despidiéndole; ni siquiera corazones, que estarían ahogados de espasmos previos. No hay recomendaciones, ni siquiera palabras de ánimo. El joven marinero tiene su cabeza repleta de precauciones, de tácticas y de técnicas, pero, sobre todo, de una voluntad inquebrantable. “He de hacer esto antes de que pierda el impulso que me da la juventud; luego será tarde y me volveré conservador”. Y será así, pues la muerte sólo preocupa a los viejos. Le ha pedido a sus amigos que se vayan, y ellos han obedecido. No quiere demorarse supervisando todo. Cualquier detalle puede ser un pretexto para dejarlo para mañana, quizá para pasado mañana, y hasta es posible que para nunca. Suelta amarras. Las velas aún están recogidas. El motor auxiliar ruge. Ya no hay marcha atrás. Sale de la bocana del atracadero y enfila la hermosa Bahía de San Diego. El viento es escaso, cuatro nudos. Aún así, ha de ahorrar combustible y comienza a largar la velas. El velero responde cansino, como si no le apetecieran los 20.000 kms. que tiene por delante. Hasta ahora era un velero de paseo, y su dueño le va a exigir una prueba extrema. Poco a poco, la bahía va quedando atrás. El marino pone rumbo a las Islas Coronado, pequeños promontorios mexicanos que se divisan a lo lejos. Deberá dejarlas a babor e internarse en mar profundo si quiere aprovechar las corrientes marinas. El dios Eolo no parece entusiasmado y sólo resopla aburrido. El marino ha puesto el piloto automático para bajar al camarote y comprobar o leer los datos que le suministran los equipos de navegación. Todo parece en orden y se sienta para ojear la derrota. Antes de levantase, abre el cuaderno de bitácora que tiene delante y escribe todas las incidencias que conforman aquel día que comienza para todos de forma rutinaria, pero que para él  es el día en que su barco puso rumbo a una aventura soñada, un día que para bien o para mal marcará un destino. Y el padre del joven, que esto escribe intentando dejar constancia de lo que para él es una epopeya, tendrá que terminar aquí; su imaginación será suplantada por unos hechos que quizá sólo serán denominados proeza por los demás, sin mayor motivo para un canto épico. Seguramente no querrá que le tachen de fabulador, cuando la vida de su hijo está en juego.

José

De cómo los amigos dejan de serlo

El título de esta reflexión puede ser una anfibología, con variadas interpretaciones. Yo voy a referirme  a una para que deje de ser tal cosa.

A lo largo de nuestra vida hemos cultivado la amistad, más o menos proclives a protegernos de la soledad. Las afinidades no definen el terreno en el que se sustenta la amistad, muchas veces aceptamos que hay discrepancias. Sucede que esas discrepancias no son inasumibles, y las aceptamos como los rasgos propios de nuestros amigos, no como contradicciones con nuestros sentimientos. Y llamamos amigos a nuestros amigos, sin más buscarle tres pies al gato, de Schrödinger. Van pasando los días, los años, y seguimos llamando amigo a tal o cual persona. No habíamos pensado en él (o en ella), ni siquiera hacíamos un reset para actualizarlo, para buscar un lugar cálido a su lado. A veces, todo lo más, se cruzaba en  nuestro pensamiento  un «¿qué será de…?, y enseguida nos sumíamos en nuestra propia realidad, una realidad que nunca es un estúpido alborozo, un ¡Viva la vida!, generalmente pronunciado por el que ya está muerto. 

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Hablando con Lola

La finca de mi hija tiene dos casas independientes, una, la principal, la ocupa ella con su pareja, es una casa antigua de más de 150 años, reformada. La otra  es un anexo, casa de nueva construcción que mi hija nos la cedió a su madre y a mí. Mi esposa falleció y ahora la ocupo sólo yo. Podía padecer el síndrome de la soledad, pero me considero afortunado porque no estoy solo. Lola es poquita cosa, es muy bonita, me quiere, busca mi boca para besarme, se acurruca a mi lado en el sofá, se acuesta conmigo, en invierno busca el calor de mi cuerpo debajo de la sábana y se pone en posición de dejar su vientre al alcance de mi mano; quiere que se lo acaricie, que roce con mi mano sus minúsculos pezones. De vez en cuando exhala un suspiro, señal de algún tipo de goce. Esto sólo cuando  mi hija se ausenta, porque de habitual duerme en su cama, donde vive mi hija.

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