Un atraco de cuento.

Aparqué el coche en un parking cercano a mi destino. Iba al cajero de un banco a sacar algo de efectivo, no mucho por las limitaciones de estas máquinas y por las propias de mi cuenta bancaria. El cajero estaba a unos cincuenta metros de la salida del parking.

Una persona estaba usándolo en el momento de mi llegada. Me mantuve a la distancia que indicaba un cartel, 6 metros. Obvio que llevaba mi mascarilla. Alguien por detrás se acercó a no más de un metro. También llevaba mascarilla. Me habló, no había nadie más tan cercano como yo.

—No haga ningún gesto, le estoy apuntando con una pistola, si hace lo que le diga, no le pasará nada.

Me volvía para ver quién me hablaba. Y en efecto, un hombre con su mano derecha metida en el bolso de su abrigo, hizo un gesto para que advirtiera que en el bolsillo llevaba algo sólido que se dirigía hacia mí.

—¿Qué quiere? —le pregunté serio, no asustado.

—Saque el máximo dinero que le permita la máquina y siga mis instrucciones.

A media voz y por la cercanía, puede comprender lo que me decía. La persona que operaba en la máquina permaneció ajena a lo que estaba sucediendo detrás. Recogió su dinero y se fue. Yo me acerqué a la maquina, el individuo me siguió sin aumentar la distancia, más bien al contrario, se puso a mi lado aparentando venir conmigo. Introduje mi tarjeta y se abrió la pantalla; podía sacar hasta 1.500 €.

—Saque el máximo —me ordenó.

Pensé que podía ser cierto que me estaba atracando. Pero mi pensamiento trabajó rápido. ¿Cómo era posible que aquel individuo arriesgara tanto por una cantidad tan exigua? Podía entrar en el banco y, ya puestos, salir de él con un sustancioso botín. Desde luego que la operación conmigo era limpia, sin riesgos. Me dirigí a él con una mentira que esperaba diera resultado.

—Tengo puesta una limitación de 500 €, ¿le es suficiente? ¿No cree que no vale la pena el riesgo que ha tomado? No creo que me dispare por una cantidad así. ¿Por qué no entra en el banco y pide que le den lo que tengan en la caja?

—Usted debe pensar que soy tonto. Si atraco al banco puedo ir a la cárcel muchos años, en cambio lo que hago con usted y por esa cantidad, me pueden enchironar un par de años por tenencia ilícita de armas. Basta de palabras, saque los 500 € y habremos terminado.

Quise hacerle una pregunta mientras seguí operando en la máquina.

—¿Puedo preguntarle qué problema tiene usted para verse obligado a hacer esto? Quizá pueda ayudarle.

—Llevo seis meses sin trabajo por la pandemia. Tengo mujer y dos hijos. Hago esto todos los días, arriesgo poco y doy solución a las necesidades de mi familia. Y venga, no más preguntas.

Tampoco yo estaba dispuesto a arriesgarme por 500 €, pero creí en la desesperación de aquel hombre y sentí cierta empatía. No me sobraba el dinero, pero quise ayudarle como mejor podía.

—Escuche, déjeme entrar en el banco, usted se queda fuera y me espera. Voy a sacar 2.000€ y se los daré con una condición: que me entregue su pistola y que durante un mes busque trabajo o asistencia social. Si no consigue solucionar su problema en este tiempo, nos vemos aquí, justo dentro de un mes, y le volveré a ayudar.

Aquel hombre se quedó unos instantes en silencio. Debía estar pensando si hablaba en serio. No era un atracador profesional, la oferta podía ser verdadera.

—Vale, le voy a creer, pero si cuando salga del banco veo algo raro, le juro que le mato.

—De acuerdo, esperé aquí, saldré tan pronto me atiendan.

Abandoné el cajero y penetré en el banco. No dije nada de lo que me había sucedido fuera y pedí en la caja 2.500 €. Yo me quedaría con 500 € que necesitaba y el resto, 2.000 € había decidido cumplir con mi palabra, se los daría a aquel, no sé cómo calificarlo, hombre que me esperaba fuera.

Salí, se había alejado unos quince metros, quizá pensando que el empleado de la seguridad del banco salía a por él. Le hice señas para que se acercara. Yo fui hacia él a su encuentro. Con la mano derecha le extendí un sobre con 2.000 € y él sacó la mano del bolsillo de su abrigo. Portaba algo que lo tapaba un pañuelo, supuse que la pistola. Todo fue realizado sin palabras, yo recogí el bulto que me ofrecía y el cogió el sobre. No dijo nada al darse la vuelta y alejarse de mí. Con cuidado de no ser observado, palpé el bulto que se escondía envuelto en el pañuelo. Efectivamente me pareció un pistola. La guarde envuelta en uno de mis bolsillos y me dirigí al parking a recoger mi coche. Ya en él, saque el envoltorio y, en efecto, era una pistola pero de plástico, una imitación más o menos perfecta, totalmente inofensiva. Lejos de enfadarme por haber sido engañado, sentí compasión por aquel hombre.

No esperaba volverlo a ver al cabo de un mes para recoger lo que le diera, como le había prometido. Yo sí fui dos días por el cajero y el banco por si aparecía. Me tendría que dar explicaciones claras por qué había vuelto, ahora no pensaba en ninguna amenaza. No apareció. Ojalá que hubiese encontrado trabajo y decidiera ser una persona honrada. Me sentí satisfecho de mi mismo al pensar que con 2.000 € le había solucionado el problema que me contó y que di por verdadero.

Era habitual pasarme por el cajero de vez en cuando. Había pasado casi un año, cuando por detrás y mientras operaba en la máquina, alguien tocó en mi hombro. Me volví. No lo reconocí por llevar puesta una mascarilla exageradamente grande; le tapa toda la cara por debajo de los ojos. En su mano izquierda llevaba un sobre que me lo ofreció, y con la mano derecha extendida buscando la mía. Le di la mano y recogí el sobre; comenzaba a sospechar que era la misma persona. No me dijo nada, yo a él tampoco, sólo apretamos con fuerza nuestras manos. Nos alejamos y ya nunca más lo volví a ver. El sobre contenía 2.000 €.

Llorar

Llorar de pena, de alegría, de orgullo personal, de dolor… Se llora por muchos motivos, es la forma que tiene el sentimiento para exteriorizarse. A veces, después de llorar, se ríe uno mientras se enjuga las lágrimas.

Confieso que soy un llorón. Eso se dice de aquel que tiene la lágrima fácil, digamos que se emociona fácilmente por cosas que a otros les dejaría impasibles o indiferentes.

Mi llorera, ahora, la motivan algunos comentarios que me llegan, bien sea a través de esta página o en correos privados. Son comentarios que si dijera que no me merezco, alguien pudiese interpretar que son malos, pero si quisiera a clarar que son buenos, pecaría de vanidad. Son comentarios que no van dirigidos a mí en concreto, sino a alguno de mis escritos que, al parecer, fueron afortunados. Hace tiempo que no respondo a esos comentarios porque, repito, debería ser el escrito el que agradeciera esas palabras elogiosas, y eso parece imposible.

Lo que sí puedo decir es que, a veces, lloro cuando un escrito mío gusta o produce satisfacción en alguien al leerlo. En ocasiones así, no río después de llorar ni me quedo indiferente. «José –me digo–, mientras nadie te diga que llora por ti, sigue escribiendo».

El tren a ninguna parte

Esperaba impaciente aquel tren del que sólo su silbido me predecía su inminente llegada. Pitaba, se detenía, volvía a pitar. Yo miraba a lo largo de la vía hasta una curva que la ocultaba. Me impacientaba cada vez que recibía el sonido del silbato más nítido, más fuerte. «Está próximo, su aparición en la curva es inminente», me decía. La impaciencia era ya angustiosa; hasta la vía trepitaba, se acercaba, estaba seguro. Mis ojos no se apartaban de aquella curva por donde debía aparecer el morro de la locomotora con aspecto cansino, como si le costara arrastrar todos los vagones que iban unidos a ella. Ese tren esperaba que fuera el último que cogía para llevarme a ninguna parte. «Ya llega», me dije recomponiendo la figura y mirando al frente. «Que no parezca que estoy asustado», musitaba para dar muestras de valor. Sólo yo las percibía, sólo yo estaba esperando aquel tren.

Un pitido más fuerte y los pasajeros deben prepararse para embarcar. Por precaución me aparté un poco de la vía; era diferente subirme a aquel tren a que me arrollara. Cosas de un pensamiento que se resiste a ser el último.

La imponente locomotora ha traspasado la curva y se acerca sin aminorar la marcha. No lo comprendo, si ha de pararse para que me suba a uno de los vagones que arrastra, debería llegar a mi altura con una velocidad moderada, hasta que, finalmente, se detuviera para que yo pudiera abordarlo.

Quizá no valía la pena pararse para un solo viajero, porque la locomotora a mi altura, en lugar de pararse, dio un respingo de vapor y emprendió la marcha ganando velocidad cada segundo. «No era mi tren», dije sin entusiasmo. Al borde de la vía, esperé a que llegara otro, quizá era demasiado pronto para que llegara el mío.

Soliloquio

Ven y cuéntame tus penas

compartidas serán menos

las que aflijan tu corazón

yo te daré el consuelo

que para mi no tengo

y si consigo alibiarte

quizá me llene de gozo

y justificada mi existencia

Mi penas serán otras

a la espera de un amigo

que las quiera compartir

y si no fuera posible

moriré con ellas

y todo habrá acabado

La fe

Ayer fui invitado a celebrar un cumpleaños. La celebración consistía en sentarse en torno a una mesa bien dispuesta. Por los asientos y los platos ya a la vista, seríamos siete comensales. El protagonista del acontecimiento y su esposa, una pareja amiga de los anfitriones, mi hija, su compañero y yo, igualmente amigos. Siete personas que pronto formaron grupos de discusión: las mujeres por un lado, los hombres por otro. De ellas no pude saber de que hablaban. Me temía que de nosotros, los hombres, pronto surgiría un tema previsible: una pareja era del OPUS DEI, otra Evangelista, mi hija y su compañero sin adscripción religiosa militante; nominativamente católicos.

Yo me mantenía al margen de significarme de alguna forma. Escuchaba a los otros tres hombres. La discusión era confusa. Cada uno opinaba sobre un tema y los demás lo solapaban con el suyo. Se profundizaba y se deslizaba sobre la superficie sobre asuntos que no llegaban al consenso. Cuando se trataba de dar explicación a inquietudes humanas de cierta transcendencia, cada uno manifestaba su forma de entenderlo y, conscientemente, transmitirlo a los demás, que lo aceptaban o lo explicaban a su manera. Y yo callaba, aunque se me iba calentando la boca.

Al buen rato de aquella vorágine de palabras, se me ocurrió decir algo intentando encontrar un punto común de acuerdo. Pedí la palabra y se callaron. Pregunté: ¿»Todos creéis en el imparable progreso de la ciencia»? Sin demasiado entusiasmo, todos dijeron que sí. «Bien —dije yo— entonces, ¿no creéis que sería de esperar que la ciencia nos vaya dando respuesta a todas las inquietudes del hombre? Sólo necesitamos darle tiempo». Lo contertulios callaron por un momento. Uno de ellos, más comprometido con sus creencias religiosas, habló para decir: «Hay muchas cosas que la ciencia no podrá explicar, porque sólo la fe dará sosiego a la inquietud del hombre». La frase parecía redonda, incuestionable. Pregunté, entonces: ¿»Qué es la fe»? Ya todos nos habíamos levantado de la mesa y nos disponíamos a ir a nuestras casas. Besos por aquí, besos por allá para despedirnos. Si el interpelado contestó, yo no lo escuché. Me hubiese gustado conocer su opinión. Yo tenía la mía, que no manifesté. De regreso a casa, se me ocurrió un ejemplo de fe: un hombre intenta llegar a un destino preestablecido por su pensamiento. Toma un camino virtual y se pone a andar. No hay obstáculos y cree que llegará a donde piensa llegar. Pero el camino llega a una encrucijada en la que se bifurca en otros dos con direcciones divergentes. El hombre se para. No tenía información previa sobre cuál de los dos debía coger. Al final decide por uno de ellos. La razón no tiene respuestas, debe tomar la fe como conductor, seguro de no equivocarse. Ya no hay marcha atrás para elegir el otro. El camino elegido es el que su vida a dispuesto para él como verdadero.

Nadie estaba allí para observar si acertó o se equivocó. La fe sólo le sirvió para seguir andando sin la inquietud que le presentó la encrucijada. Claro, que si hubiese utilizado la razón para elegir el camino, tampoco le habría dado certeza de haber elegido el verdadero. Quizá acertó con el que eligió, pero sólo él lo pudo saber cuando llegó al final del camino.

Antonio, ese amigo

Te conocí, y ya era tarde. Yo ya viejo y tú seguías mis pasos. Yo divagaba sobre el destino y tú aún te reafirmabas en tus creencias en lo ya proclamado como verdad incontrovertible. Me hacías dudar. Pero te llevaba muchos pasos de delantera. A ti te quedaba tiempo para creer y a mí ya sólo para saber. Si te parece, podemos hacer algo juntos. Tú sigues afirmando y yo encogiéndome de hombros. Por eso no habrá motivos de discusión. A ti te queda la carga de la prueba, a mí el corredor del final. Quizá ganes y la vida te juzgue con benevolencia ofreciéndote otra vida. No Tendrás ocasión para redimirme, porque yo ya no querré otra oportunidad. Sea como sea, aquí y ahora disfrutemos del presente, que aunque en ocasiones he manifestado que no existe, tengo que reconocer algo en lo que no tengo duda: que mañana pueda decir: ayer, gracias a Antonio, fue un día bonito.

Gracias por invitarme con motivo de tu cumpleaños; es genial que en una ocasión así te sientas feliz y yo me alegre.

José

El sueño

¿Qué me dice usted, señora.

que soy el hombre de sus sueños?

Y no le parece que a deshora

lo suyo son vanos empeños?

¿Qué podemos hacer si duerme

y de pronto se despierta

y comprueba al no verme

que dejó cerrada la puerta?

Esta noche la deja abierta

y el sueño no será tal sueño.

Le prometo que será cierta

la idea de ser su dueño.

Luego, ya podrá pensar

si entre sueño y sueño

si supe bien o no follar.

JDD. (Febrero 2021)

Un árbol no tan viejo

Soy un árbol viejo que mezcla ramas secas con verdes, que se agrieta en el tronco dejando cavidades muertas donde ya ni los pájaros hacen sus nidos, que sus raíces ya no encuentran alimento en la tierra y salen al aire libre buscando vida. Soy el que espera que todo en mí sea pasado, que el presente se cuente en segundos y que el futuro no me sorprenda con otra vida que no quiero.

Pero hoy siento que mi paso por la vida ha valido la pena. Ahí quedan los preciados vestigios vivos de los que sólo yo puedo disfrutar. Son como retoños del árbol viejo que crecen independientes. MI hijo , mi hija y mi nieto . Son tres diamantes que brillan incrustados en mi corazón cansado, que late por ellos.

Hoy tengo motivos para cantar de nuevo a la vida. Mis hijos ya son como esas sinfonías en clave «lento ma non tropo», que no me dan sino motivos de sosiego. Mi nieto, en cambio, hoy interpreta un «allegro». Pronto será un «vivace», y ya no me atrevo a suponer que seguirá imparable en la escala de sus méritos.

Hace cinco años comenzó la andadura de su formación en la carrera por él elegida. No fue fácil, debió superar pruebas infernales académicas no imputables a él. Son ya pasado y creo haber hablado de ello alguna vez, reciente con los hechos. Hoy mi nieto me comunica: «Abuelo, ya soy instructor de pilotos». En esa frase se resumen las metas alcanzadas: un grado universitario, un título de piloto comercial y este de hoy, «Instructor de pilotos». Esas son la credenciales para que algún día pilote, bajo su mando, un avión con cientos de pasajeros. Sería una temeridad que con 23 años le dieran esa responsabilidad. Ahora comienza esa carrera con cometidos menores. Ya no me importa que para entonces no pueda verlo, si ya mismo lo siento con la misma emoción.

Un resumen de mi vida que ya va tocando a su fin sin otros acontecimientos. Sólo una preocupación: que la vida no sea tan cruel que trunque alguna de las expectativas que hoy son sólidas, pero que no está en mí el fijarlas como quisiera.

Y con el sentimiento de que mi vida no fue un hecho fortuito, que no transcurrió en vano.

Todo empieza y todo acaba

Ha llegado el momento de considerar que el envío de mis escritos a un par de docenas de amigos debe llegar a su fin. No puedo permitir que la ausencia, sin aviso, de los envíos que he venido haciendo les hagan suponer que algo me debe haber sucedido que ya es irreversible. No quiero nombrar cuántas cosas pueden llegar a motivar que esta página se silencie para siempre. Voy a seguir, con menos frecuencia, dejando aquí algunos escritos por el único motivo de darles aire. Podrán estar a disposición de aquellos que, voluntariamente, quieran comprobar si sigo escribiendo, (desde luego no para constatar que he muerto). Cuando llegue el momento en el que está página no se renueve mientras pasa el tiempo, será porque algo irreversible, (como digo al principio) lo impide y ya no se ha de esperar sorpresas. De alguna forma, lo que empezó habrá terminado.

Gracias a todos los que me habéis seguido y lo seguiréis haciendo si esa es vuestra voluntad.

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El cabrero y yo

Salí al monte a hacer ejercicio de piernas y de la mente. Dejé el coche en un saliente de la carretera y penetré en la fronda colindante. Pronto encontré un sendero que me indicaba que por allí ya habían pasado personas y quizá animales. Lo tomé pensando que me llevaría a alguna parte. Habría andado una hora cuando el monte pareció abrirse y dejar al descubierto una pradera , terreno cubierto de yerba fresca y algún árbol disperso. Aquel lugar estaba casi lleno de cabras, cabras domésticas, porque sobre una piedra que nacía del suelo, estaba sentado un hombre; era el cabrero, sin duda. Me pareció una buena ocasión para hablar con una persona de la que no tenía referencias sobre su manera de pensar. Esperaba no importunarle, así que me propuse tratarlo de igual a igual, que él me diera las pautas por las que podíamos conversar y yo callarme las mías por si estaban a otra altura que le intimidara.

–Buenos días, amigo. Supongo que es usted el que cuida de estos animales.

–Sí, buenos días, aquí no hay nadie más que yo. ¿Qué le trae por aquí, si puedo saber?

–Pues paseaba para hacer algo de ejercicio y respirar aire puro. Seguí el sendero y me trajo hasta aquí. ¿Es duro el trabajo?

–Más duro de lo que pueda pensar, viéndome aquí sentado. Casi siempre pare alguna cabra, o dos, y vuelvo con los cabritos acuestas hasta la tenada donde guardo las cabras. Luego tengo que limpiar el suelo, no todo, sólo donde dejo que las cabras por un tiempo, allí mean y cagan, luego pasan a otra parte en la que hay heno en el suelo y unas pilas con agua. Los cabritos recién nacidos con sus madres para que les den de mamar. Las cabrás paridas las tengo que ordeñar para llevar la leche a una fabrica de queso. Luego se tumban para dormir, y hasta el día siguiente, que son ellas las que me llaman para que las saque al monte. Sólo dejo en casa lasrecién paridas, hasta que los cabritos las puedan seguir allí donde vayamos.

Me quedé sorprendido de lo locuaz que era aquel hombre que, seguramente, pocas veces había tenido la ocasión de serlo. Ya que me había dado la pauta, quise saber algo más de él. No me importaba si tenía familia o no, si tenía con quién hablar que no fuese con sus cabras. Quería, ante todo, hacerle una pregunta:

–En todo este tiempo que pasa solo con las cabras, ¿en qué le da por pensar?

El cabrero bajó la cabeza y se quedó callado. La pregunta era fácil, seguro que tenía una respuesta, y, para mi sorpresa, quizá fuese hasta trascendente. Con curiosidad esperé. Llegué a pensar que mi pregunta le podía haber parecido inoportuna. No se trataba ya de su su quehacer diario, sino de sus íntimos pensamientos, y yo acababa de aparecer en su vida. ¿Quién era yo para inmiscuirme en su vida, esa otra vida que nace y muere en nosotros mismos? Después de unos segundos que me resultaron embarazosos, aquel hombre levantó la cabeza, la volvió hacia mí y vi en sus ojos un brillo especial que no llegó a ser producto de unas incipientes lágrimas. Le costó articular palabras, movía, sí, los labios pero sin conseguir el sonido que transmite los pensamientos. Sentía que debía decir algo que le tranquilizara.

–Disculpe, creo que no debí hacerle esa pregunta. No tiene por qué responderme.

No había terminado de hablar, cuando al fin él habló.

–Sí, es mucho tiempo el que paso solo y puedo pensar si no me requieren mis cabras por algún motivo. Casi siempre pienso en lo mismo, debe ser porque para mí es lo más importante. MI esposa murió, sólo teníamos un hijo. Como muchos jóvenes del pueblo, también mi hijo se fue buscando un porvenir mejor. No he vuelto a saber de él desde hace cinco años, no sé si está vivo o muerto, no sé porque no quiere contacto conmigo, no sé si me odia o me quiere, nada, es como si no existiera. Pero yo no dejo de pensar en él y sólo por un motivo: cuando yo muera, quién cuidará de mis cabras.

Cuando tomé el sendero de regreso, pensé en las palabras de aquel hombre. No pude sacar una conclusión clara. Podía vender las cabras y que otros se ocuparan de ellas. ¿Y si aquel hombre amaba a sus cabras tanto que su vida estaba íntimamente ligada a ellas? ¿No era lo mismo que cuando amamos profundamente a alguien, si fallece quisiéramos morir también? Pero aquella especie de silogismo no parecía aplicable en este caso. No hasta emocionarse pensándolo. Su conclusión final tenía algo de mágico, no habría un caso similar con el que se pudiese comparar. Iba a subir al coche para regresar, cuando me percaté de haberme quedado mudo ante su respuesta. ¿Qué podría haberle dicho en coherencia con sus palabras? Si me encogí de hombros, el pudo entender que me importaba un pimiento lo que me había dicho. Y no fue así, si me callé, le saludé con la mano y me fui, fue porque aquel hombre me pareció excepcional. Cualquier respuesta por mi parte habría sido inútil para consolarle, cuando no estúpida.