El Tiempo

EL TIEMPO

Los minutos ni se notan, las horas apenas dicen lo que tenemos o solemos hacer a una hora que nos marca el reloj, los días discurren con altibajos, pero de ellos apenas queda recuerdo, las semanas dan la impresión de que no tienen minutos ni horas, ni días, siempre terminan en domingo; otra vez fin de semana. Y así va discurriendo el tiempo, un tiempo que parece tener prisa. prisa para detenerse, cansado de no ser nada, de no marcar ya nuevos acontecimientos que le dé razón de ser, de existir, de valer para algo. Y ese tiempo es el que vivimos o en el que estamos sin protagonismo, meros espectadores que lo ven pasar sin capacidad para usarlo en nuestras propias decisiones con espíritu de permanencia. Ya no importa el pasado, ni los recuerdos, ni la nostalgia. Hablar del futuro es perder más aún el tiempo, porque el futuro es una quimera que nada lo sustenta, ni siquiera es una meta a la que dirigirte. Todo esto significa que no estamos, que no existimos,  aunque nos aferremos a eso que llamamos supervivencia, que no es otra cosa que hacer del tiempo algo útil que justifique nuestra existencia.

Y el tiempo se detendrá para nosotros y seguirá amaneciendo para otros con la misma cadencia que lo hace parecer eterno.

Hoy, ayer, quizá mañana el tiempo volverá a ser nada.

La nieta del señor Linh

Es el título de una historia que cuenta Philippe Claudel.

Miraba abstraído mi biblioteca. En ella se amontonan libros que ya no recuerdo si los he leído o los dejé allí con el propósito de leerlos. Apenas, ahora, guardan un mínimo interés y si están ahí es porque no sé qué hacer con ellos. Ya dije en alguna ocasión que había donado cientos de libros a la biblioteca municipal de este pueblo donde vivo y que algunos, fuese por el título o por el autor, me los reservé sin ningún propósito claro. De estos, un título atrajo mi atención: La nieta del señor Linh. Mecánicamente me acerqué al estante y lo extraje de entre otros que le arropaban. No tenía nada en qué pensar o hacer, así que me puse a leer la contracubierta. Leo. Allí cuenta de qué va la historia sin llegar a descubrir el desenlace. Pero si dice algo que invita a leer el libro para conocer ese desenlace que el libro avanza es profundamente conmovedor.

Llevo años sin leer un libro, la razón ni yo mismo la sé. Quizá por pereza. Casi todas las obras literarias son tremendamente aburridas, pecan de un naturalismo exagerado o de un realismo que, en ocasiones no viene a cuento. Todo lo que cuentan se llena de palabras, de situaciones inconexas, que hacen pensar que el autor se había, previamente, propuesto escribir una obra de más de doscientas páginas, para que pareciera un libro y no un folleto. Hoy un best seller que se precie no tiene menos de 500 páginas. Insoportable, como una serie televisiva de más de diez «temporadas».

El libro que comento tiene 125 páginas, letra gruesa y espacio doble entre lineas. Esto añadió en mí un interés por leerlo sin esperar cansarme.

He llegado a leer hasta la página 60. El narrador es considerado uno de los grandes, desde que destacó con el enorme éxito de su novela «Almas Grises». Este que ahora tengo en mis manos parece que ha causado un gran impacto. «Estilo extremadamente depurado, casi minimalista», dicen sus biógrafos. Y yo, sinceramente, no encuentro motivo para adjudicarle esos calificativos literarios. Para mí que el desarrollo de una historia es como las secuencias de un film. El espectador, en este caso el lector, agradecería que el objetivo no se fijara de forma exhaustiva en detalles al margen de lo que intenta contar. Transcribo un ejemplo para que se me entienda:

«Sentado en ese banco que en sólo dos días se ha convertido en un pequeño rincón familiar, un madero flotante al que se hubiera agarrado en medio de una ancha, turbulenta y extraña corriente».

Acepto que el párrafo tiene sentido descriptivo en la historia, pero aún siendo el autor parco en irse por las ramas, podía haberlo evitado o. simplemente, habiendo escrito: » Sentado en ese banco que en sólo dos días se ha convertido en un pequeño rincón familiar». Y si como en este caso vamos subrayando descripciones superfluas a lo largo de la lectura, la historia podía haberse contado en 50 páginas sin perder el valor testimonial que nos ha querido transmitir. No lo ha hecho, él sabrá por qué. Yo puedo anticipar que si termino de leerlo, lo que de él me quede sólo serán esos fotogramas que en una película nos cuentan una historia; lo accesorio será letra muerta que se quedará en el libro, un libro que nos cuenta una historia de un abuelo y su nieta, nada más.

***

Al fin terminé de leer la historia que nos cuenta el señor Claudel. La terminé de leer y no es exactamente cierto. A partir de la página 60, donde la dejé, fui buscando esos fotogramas que me sumergía en la historia. Desdeñé el lenguaje lírico-poético-empalagoso que el autor no escatima para describir cualquier escena. Yo no sabría escribir así y quizá por eso yo no estoy a la altura de un escritor, quizá me quede en narrador, un narrador que sólo sabe filmar una historia, con el mínimo atrezo posible. No presumo, sólo intento ser respetuoso con el oficio de escritor.

El árbol que no murió de muerte natural

Creo recordar que alguna vez un árbol inspiró uno de mis escritos imaginarios. En esta ocasión, un árbol va a ser protagonista de un historia real, por increíble que parezca y por que puedo ser juzgado como una persona sin derecho a determinar lo que es bueno y lo que es malo. Pero lo hice y lo cuento por la única razón de no añadir a la culpa el intento de ocultarla. Que los que lean esta historia a unos le parezca razonable y a otros deleznable mi actitud, es posible, y yo asumo cualquier juicio que se me haga.

Por razón desconocida, en mi jardín se venía adelantando la primavera. Cosas del clima, supuse sin mucha convicción. Los árboles de hoja caduca comenzaban a dar señal de vida con los botones verdes que pronto serían hojas, luego flores, y los que producían frutos comestibles darían lo que esperaba de ellos. Nada sorprendente, todo previsto a excepción de esos adelantos a los que antes me refería.

Paseando por el jardín o haciendo alguna labor de mantenimiento, solía fijarme en los árboles como si me anunciaran algún tipo de misterio; era la forma habitual mía de buscar trascendencia a cualquier cosa que me llamara la atención. Solía concluir que la vida era en sí el misterio, y no sus manifestaciones. Era finales de febrero y ya los árboles despertaban de su letargo invernal con el inicio del ciclo vegetal. «Otra primavera adelantada», me decía a mí mismo. Me llamó la atención que uno de los árboles aún no daba señales de vida. Daba la impresión de ser un árbol tardío en comparación con el resto. Pero algo no parecía normal: sus desnudas y leñosas ramas tenían un color oscuro, que nunca había visto antes. Me aproximé y tronché una rama algo menos gruesa que uno de mis dedos. Mi sorpresa, no sé si con fundamento, concluyó que en aquella rama no había sabia, que aquello no podía cambiar pasado el tiempo; era un pedazo muerto del árbol. Preocupado por no tener una respuesta concluyente, seguí dando vueltas al árbol y haciendo la misma operación con otras ramas; igual resultado. Apoyé mi espalda en el tronco principal mientras miraba la rama que acababa de tronchar. Ya no tenía dudas, aquel árbol estaba muerto. «¿Por qué?» Era un árbol joven, yo mismo lo planté. Cada año me daba una buena cantidad de fruto, y no voy a decir qué fruto porque esto es irrelevante. Ahora lo que me interesaba era saber la causa de su muerte prematura. Por las ramas no observe ningún signo de enfermedad parasitaria, el motivo debía buscarlo en las raíces. Instintivamente zarandeé el árbol y, sorprendentemente, observé que había perdido fijeza en el suelo. Tenía que arrancarlo si quería obtener alguna respuesta. Cavar alrededor hasta liberarlo del suelo era un trabajo que yo no podía emprender. Se me ocurrió otra solución: con una cuerda atarlo y el otro extremo atarla al parachoques delantero de mi coche. Quizá funcionaba la tracción que ejerciera sobre él y lo arrancara de cuajo. El invento funcionó: el árbol abandonó el suelo como si en lugar de haber estado plantado, hubiese estado posado. Desde el coche ya pude observar algo extraño: apenas si tenía raíces. Salí del coche y me acerqué al lugar donde había estado plantado. En el hoyo, un hervidero de bichos que nunca antes había visto. Parecían hormigas, pero no lo eran, ni por pequeñas ni por el color. Quizá exagero, pero allí había millones de bichos, huevas, larvas que se movían desorientadas. Estaba ya seguro que esos animales se habían nutrido de la raíces de mi árbol hasta matarlo. En un vaso de cristal recogí una muestra de aquel mundo viviente, lo tapé con un plástico y con él me fui al vivero del que me surtía de plantas y fertilizantes. «Termitas», me dijo el dependiente sin dudarlo. «Un gran problema si no acaba con ellas», me dijo. «¿Matarlas?» Pensé. No tenía claro que tuviese yo la potestad de disponer de la vida de aquellos animalejos. Pero el encargado o dueño del vivero fue tajante: » Si no las mata acabará con su jardín, luego entrarán en su casa y darán buena cuenta de los muebles». Entonces decidí que eran mis enemigos, que de alguna forma eran ellos los que me atacaban y yo tenía derecho a defenderme. En el vivero compré aquello que me fue sugerido para exterminarlas. Aún con la duda de si iba a hacer lo correcto, volví a casa. El árbol muerto me dio fuerza para tomar la decisión. Sobre aquella masa informe de vida vertí el insecticida que me habían sugerido y también tape el hoyo que había dejado el árbol arrancado. No tenía ninguna intención de ver el resultado. Pero durante bastante tiempo pensé si había sido un justiciero con derecho sobre la vida y la muerte.

Una historia mal contada

—A ver, chica, ¿me pides que cuente una historia de ti, quiero decir una historia en la que tú eres la protagonista y yo sólo el relator? ¿Tengo que esperar a que me la cuentes o la puedo inventar yo? Si me la cuentas, espero que responda a la verdad y no a una historia inventada por ti. Si soy yo el que la escribo, puede ser verdad  porque coincida o puede ser producto de mi imaginación. Pero en este último caso no sería una historia de un personaje como tú sino que podría ser la historia de cualquier chica. Si te digo la verdad, me encuentro con pocas ganas de escribir historias inventadas, pienso que esas historias son como el viento que te acaricia, te hace suspirar y luego pasa sin dejar ni un poco de recuerdo. Estoy seguro que tú puedes contarme una historia que permanezca en el tiempo, que te haga inmortal a los hombres venideros. ¿Qué te parece si me cuentas algo que te haya sucedido y que sólo lo guardas para ti? Si es algo que crees vergonzoso, te aseguro que yo sabré darle la vuelta y convertirlo en algo de lo que te sientas orgullosa y los que la lean te juzguen como una gran mujer.

—Pero no contarías la verdad si has de cambiar el argumento.

—La verdad y la mentira son dos palabras, sólo palabras. Muchos al leerla, pensarán que es mentira, otros, en cambio, se la creerán como verdad. 

—Pero yo sí sabré que lo que has escrito responde a mi verdad o has mentido; esa no será mi historia. Al ex p

—De lo que escriba que tú me cuentes, yo sólo pondré negro sobre blanco aquello que yo considere es tu historia verdadera, pero lo haré de forma que parezca una historia inventada; tú estarás a salvo de ser juzgada, sólo serás un personaje de ficción.

—No te comprendo, pero voy a contarte algo que me sucedió, y ya veré luego si es lo que te he contado o lo que tú supones que te he contado.

—De acuerdo. Tú comienzas a hablar y yo a escribir. 

Mi recuerdo comienza cuando tenía la edad de cuatro años. De mi padre, por entonces,  apenas puedo decir algo. En ocasiones me cogía y me sentaba sobre un antebrazo y me acariciaba, me pasaba la mano libre por el pelo como si quisiera peinarlo con los dedos. Luego esa misma mano me la pasaba por mis muslos, desde el principio hasta las rodillas. Mientras esto hacía, me besaba en el cuello. Mi madre le gritaba: ¡Deja a la niña! Yo no entendía por qué mi madre se enfadaba. Mi padre me dejaba en el suelo y se iba no sé adónde, sólo que yo escuchaba gritos de mi madre que venían de la cocina. Mi padre ya no aparecía por casa en todo el día. Cuando por la noche volvía,a a ya no me cogía en sus brazos, me daba un beso en la frente y se iba al salón a ver la televisión. Mis padres apenas hablaban.

—¿Me dejas leer lo que has escrito?

—Claro, lee.

—No es exactamente así, pero vale. Sigo contando.

 Yo era demasiado pequeña para entender algunas cosas, sólo puedo afirmar que a mi madre no le gustaban. Puedes seguir, yo te sigo contando.

Yo iba cumpliendo años y nada recuerdo digno de mención. Tenía la certeza de que mi madre era algo celosas y no admitía como normal el amor que mi padre me prodigaba con sus atenciones. Yo tampoco sabía juzgarlas, más bien me agradaban. Ya había cumplido dieciséis años y mi padre no me tenía al margen de su vida ni un solo instante. Algunas veces me resultaba empalagoso. Todo lo que a mi me daba se lo quitaba a mi madre, a la que ignoraba casi por completo. Mi madre ya no protestaba, sólo lloraba. Yo seguía sin entender la verdadera causa, lo achacaba a eso, a los celos.

—¿Me dejas que leas lo último que has escrito?

—Sí, lee. 

—Sacas conclusiones que no estoy segura sean acertadas. MI madre no creo que estuviese celosa, más bien se consideraba alejada del cariño de mi padre, por comparación al que me tenía a mí. Creo que esa no es mi historia verdadera, has obviado matices que definen la realidad. Ya no voy a seguir, seré yo la que termine esa historia, y no me cambies ni una sola letra, ¿de acuerdo?

—Es tu historia, eres dueña de terminarla como te parezca.

MI padre fue un borracho, hijo de puta. Abuso de mí todo cuanto pudo, pese a mi resistencia. Si mi madre intentaba quitármelo de encima, le pegaba unas palizas que la dejaba medio muerta. No se atrevía a denunciarlo, y a mí me daba vergüenza que saliera a la luz todo lo que sucedía dentro de los muros de mi casa. Un día llegó tan borracho, que apenas se podía sostener de pie. Cayó como un fardo sobre la cama y ya no se levantó hasta que se lo llevaron al cementerio. 

—¿Verdad que sabiendo todo esto te costaría escribir una historia de mi vida que resultara verosímil el intento de  hacerla humana como has pretendido?

—Bueno, como te decía, la verdad es difícil transcribirla con palabras, estas juegan caprichosamente para que el relato resulte lo menos realista posible y el lector no se quede con el estómago encogido. Si te digo la verdad, nunca habría imaginado una historia como la tuya. Tampoco la habría contado.


La vejez inexplicable

El video se abre pulsando el triángulo situado en la base de la foto, no en el del centro

¿Por qué envejcemos?

No es una pregunta habitual, pues parece que todos asumimos la causa natural del envejecimiento. Pero, al parecer, este tema está actiualmente siendo discutido a nivel científico, siendo considerado, aún, un misterio sin resolver como un asunto ontológico de permanente investigación; claro es que si se supiesen todos los mecanismos que intervienen en el envejecimiento, quizá se habría ya encontrado la solución para procurarse la eterna juventud y, consecuentemente, la inmortalidad. Pero no parece que tal cosa se vaya a producir en un tiempo fijado a corto, medio o largo plazo, lo cual no significa que no se consiga.

Si tenéis interés en profundizar sobre el tema, sugiero este artículo

https://www.vocesenelfenix.com/content/¿por-qué-se-envejece-teor%C3%ADas-actuales

Cuando ya no hay respuesta sin pregunta

Un hombre ya mayor, viejo pero no decrépito, sin circunstancias que limitaran su libertad de seguir siendo él y no el que fuese dirigido por otros: su familia, ideas asumidas del entorno político, religioso o social, se planteaba cada día y cada noche una pregunta fácil de ser respondida por cualquiera, obviamente cada cual a su manera de entenderla. A él, sin embargo, le parecía casi imposible que le pudiera satisfacer la respuesta. Porque la respuesta que obtuviese le habría de parecer conformista, para salir del paso de la inquietud permanente en la que estaba sumido su pensamiento. «No me importa preguntarme qué va a ser de mí cuando me muera», se respondía antes de formular la pregunta. «¿Qué he sido yo en la vida?» Esa era la pregunta. Pareciera una pregunta poco menos que infantil, pues la respuesta sería intrascendente, dado que ya no le serviría para enmendar cualquier camino errado, si alguno encontraba en ese repaso retrospectivo de su pasado. Tampoco le valdría para estar orgulloso de sí mismo, si alguna vez acertó en algún propósito que emprendió. Eran esos dos casos los que se le presentaban cuando los fundía en una sola consideración: «¿valió la pena que yo naciera?» Y ahí se quedaba, columpiándose su pensamiento sin que el vaivén cesara, como ya digo, día y noche. Pero nuestro hombre no cesaba en esa consideración de carácter ontológico, en la que la existencia determina la categoría fundamental del ser.

Los días y las noches pasaban, a su parecer cada vez más de prisa, y la pregunta ya se iba diluyendo en las pocas ocasiones que su pensamiento la formulaba. Un día cualquiera en el que ya no pensaba, sólo sentía, el único nieto que tenía regresó a casa después de una ausencia prolongada. Saludó a su abuelo con un beso y le dijo: «Abuelo, lo he conseguido, he conseguido lo que pretendía ser en la vida, gracias a ti por haberlo hecho posible». El hombre no entendió de qué hablaba aquel joven, del que no guardaba recuerdo.

La pregunta hubiese tenido una respuesta satisfactoria, pero ya era demasiado tarde.

De la verdad observable y la verdad intuida

Después de leer el texto que adjunto, y decir que apenas he comprendido nada, saco una conclusión, no sé si acertada: El pensamiento es más complejo que limitarlo a lo que pensamos, existen muchas variables que hacen del pensamiento una facultad meramente especulativa. Tendré que leer de nuevo con calma el texto e intentar comprender lo que nos cuenta. Una primera impresión podría fijarla en la verdad basada en la realidad observable, y otra en la especulación sobre la verdad intuida. Dice el texto que Dios es una realidad imposible de observar o intuir por su carácter infinito. No por ello está en nuestro intelecto la facultad de discutir sobre su existencia o no existencia. En realidad la conclusión es buena para no seguir dándole al coco en busca de la «verdad basada en la realidad observable». Podemos dejarlo en una la especulación de una verdad intuida. Si Dios existe, y es infinito, los seres humanos sólo podemos especular sobre esa verdad. Yo, ante mi limitación manifiesta, ni siquiera pierdo el tiempo en el tema. Veré, sin prejuicio previo, si el autor consigue ordenar mis neuronas y tener algo claro que, al menos, no me permita ser categórico en mi agnosticismo declarado.

Lamento no conocer el futuro

A propósito de mi último escrito. «Realidad o especulación», una amiga dice estar más o menos en mi escepticismo a ultranza. Y termina diciendo: «No es consuelo, me complacen esos avances, son los hijitos de la ciencia, lo que lamento es todo lo que no podré ver».

Es una buena reflexión. Si algo trae consigo desaparecer de este mundo vivo, es no llegar a tener todas las certezas a las muchas preguntas que nos hacemos cuando las que se nos proporcionan no son, ni mucho menos, definitivas a la vista de las nuevas que aparecen y que contradicen las primeras. Ante tales situaciones, debemos sentir el desasosiego que se siente cuando se piensa en la muerte, una más de las aseveraciones para las que se dan toda clase de interpretaciones. ¿Alguna pudiera ser verdad? Sólo los muertos podrían decirnos qué hay detrás de su muerte, pero, excluyendo casos paranormales de dudosa credibilidad, el caso es que nadie que murió ha contado lo que se podría esperar y así calmar nuestra incertidumbre. ¿Lamentar que no se llegue a saber la realidad de todo aquello que nos inquieta? Supongo que el que se lamenta es porque está persuadido de que con su muerte todo se acaba para su conocimiento. Esa podía ser una realidad no especulativa, pero he de convenir que pudiese estar equivocado. ¿Se imagina alguien el tsunami ideológico que causaría que se diera la ocasión de que un ser muerto, cremado, esparcidas sus cenizas en las olas del mar que llegan a las playas, volviera a recomponerse en el ser vivo que fue y nos dijera: «Esto es lo que hay y yo he visto, y como tal lo cuento». Millones de años y ni un solo caso que la mínima razón acepte como sucedido real. ¿Será cuestión de tiempo que suceda? Aquí, si la soberbia no me condiciona la conclusión que me atrevo a dar, deberé decir: no lo lamento, como señala mi amiga, el que no lo pueda ver, porque si así fuese, mi inquietud por morir se tornaría en esperanza. Y confieso no tenerla.

Realidad o especulación

Cuando se llega a una cierta edad que se comienza a contar por días las que te quedan para dejar de especular, la realidad se impone a poco que tu cerebro divague menos y se acoja a la realidad. Todo sabemos qué es la especulación, pocos podemos afirmar que sabemos lo que es la realidad. Centrándome en la realidad, como buen escéptico debo afirmar que hasta en la realidad hay un componente de especulación. Muchas de las llamadas verdades comprobadas, hoy se ponen en cuarentena. Se habla de nueva física, de nuevos hallazgos que lo cambian todo. Lo que fueron realidades demostradas, pasan hoy por meras especulaciones de ayer. ¿Serán las realidades de hoy, meras especulaciones mañana? No me atrevo a especular, pero me inclino a pensar que sí. ¿Qué es entonces la realidad? ¿No es una especulación más con una cierta verosimilitud, por contar con demostraciones inequívocas que acepta la razón como soluciones? Siento que me estoy metiendo en un jardín que me deslumbra. Leer autores que divagan en textos de más de cien páginas sobre estas cuestiones me empequeñece, me retrae en un intento de sacar mis propias conclusiones. ¿Cómo puedo hacer para que mi mente no se quede en blanco y encuentre acomodo en un proposición simplista que me haga pasar pagina incluso del pensamiento científico, que se apoya en la observación, experimentación y comprobación? Me sorprende la definición del pensamiento científico que he leído en alguna parte de mis consultas habituales: «Las conclusiones científicas deben ser universales, y para ello deben poder demostrarse empíricamente, siendo así válidas en el mundo entero y pudiendo comprobarse mediante la experiencia directa (experimentos) o mediante una explicación que no pueda ser refutada mediante argumentos lógicos y demostrables.
Fuente: https://concepto.de/pensamiento-cientifico/#ixzz6riKFcLI9 «

Mi no presencia en esos procesos de laboratorio y mi falta de comprensión en las largas disertaciones de los hombres de ciencia, me obliga a posicionarme en algo tan simple como el escepticismo y no ir más allá, so pena de no tener donde agarrarme. Me pregunto qué pensará hoy el autor de esa frase entrecomillada que incluyo cuando lee o escucha que se cuestionan algunas verdades que él mismo se atreve a definir como:

Precisión y comunicabilidad. Siempre que se llegue a una conclusión científica, ésta debe ser precisa, es decir, concreta, específica, y debe poder ser entendible y explicable a terceros, o sea, comunicable en su totalidad.
Fuente: https://concepto.de/pensamiento-cientifico/#ixzz6riMtOBQG «.

Supongo que como mínimo revisará sus pensamientos, incluso sus experimentos, en un intento de ver dónde se equivocó. El tiempo irá dando pasos, una veces para ir hacia adelante, otras hacia atrás. Aquellos que vivan el momento, harían bien en ser escépticos.

Sin pecado concebida

Es decir, que fue preñada sin pecado. María tenía esposo, pero no fue él, fue el Espíritu Santo. Bueno, pudo ser como se cuenta. Del supuesto espermatozoide espiritual, y un óvulo que debía tener disponible María, y José mirando para otro lado, su esposa cumplió con los nueve meses reglamentarios de embarazo y dio a luz a Jesús, ni antes ni después, sin romperlo ni mancharlo. Si fue un milagro, nada que oponer a tan extraño suceso. Y debió ser un milagro, porque la devoción mariana es un fenómeno de masas que se manifiesta de mil formas, incluso con flores a María, que madre nuestra es.

En fin, que lo cuento como lo cuentan, sin inventarme nada malicioso. Lo que no me resisto a exclamar es: ¡Idiotas!