Quizá fue un sueño

Cerré la puerta, atrás dejé mil cosas inútiles , y lloré.

Salí al campo y vi una rosa a la que le faltaba algún pétalo, y lloré.

Y un hormiguero se comía a un pájaro muerto, y lloré.

Luego me fijé en un viejo árbol que lloraba resina, y lloré

Al lado del árbol, su joven retoño lo abrazaba para mantenerse en pie, y lloré.

Y me acerqué al lecho del río, sin el agua en la que de pequeño solía bañarme, y lloré.

Busqué la otra orilla, y no había orilla; tierra, piedras erosionadas, tierra, y lloré.

Miré más allá, hacia el horizonte, y sólo divisé tierra yerma, y lloré.

Y, sin pararme, impulsado por la esperanza, alcancé el horizonte, luego otro horizonte, y otro, y en ninguno vi vida, y lloré.

Volví sobre mis pasos, alcancé un horizonte y otro horizonte y otro; el pájaro había desaparecido, las hormigas también, el árbol se había secado, su retoño, seco, seguía abrazado al árbol, la rosa ya no tenía pétalos, a mi casa sólo le quedaban los cimientos marcando la distribución de las dependencias. Y no lloré porque no me quedaban lágrimas.



El falso funeral

Wikipedia ha venido para quedarse. Recurro a ella para que me defina qué es un funeral. Escueta antes de entrar en materia, dice: «funeral es el conjunto de ceremonias u oficios solemnes dedicados a un difunto días antes de su sepelio o entierro… » Supongo que luego desarrolla esa definición, pero yo no he tenido curiosidad, estoy seguro que no habla de lo que yo he presenciado en el último al que he asistido, y ojalá tenga entereza suficiente para que sea el último de verdad.

Llevaba tiempo pensando que sería inevitable mi asistencia. Mi amigo y hermano por definición propia estaba a pocas fechas de un funeral, el suyo. Por mi mente pasó una retrospectiva de mis años jóvenes. También, entonces, se hacía un funeral, una misa con mucho recogimiento, llantos desconsolados de los deudos, plañideras para la ocasión, gritos de las viejas en el momento de llevar el féretro al cementerio. Aquello si era lo más parecido a una manifestación de duelo, hasta el cura oficiante estaba comedido en sus promesas de otra vida.

¡Qué diferente ahora! Una hora antes ya se iba notando la asistencia que tendría el finado. Como en las manifestaciones, por el número de asistentes se podía colegir la importancia, cuántos amigos, además de los familiares, había tenido en vida. A mi funeral asistirían una docena y media, como mucho, a mi amigo y hermano la concentración iba a ser muy numerosa; hombre público muy relacionado por su extensa vida empresarial.

Antes de penetrar en la iglesia, los asistentes, mezclados con la familia, hacían corrillos, se abrazaban, se besaban, reían, todos parecían encantados de haberse conocido y celebraban el reencuentro después de tenerse olvidados. ¿Y de qué hablaban, además? Pues de las cosas más variadas: la salud, qué haces, a qué dedicas el tiempo libre, te acuerdas de… oye, te veo muy bien… para la edad faltó por decir. Se rompían los corros porque alguien había reconocido a alguien en otro corro y, sin despedirse, se iba en busca de él para, efusivamente, darle un abrazo y quedarse, hasta que comprendía que nadie allí le había llamado. El abrazado ponía cara de circunstancia para que no delatara que él no sabía, o no recordaba, quién era aquel que se le había echado encima. Para mí aquello era todo un espectáculo de la fauna humana y trataba de no perderme detalle. Desde una posición de atalaya, después de saludar a la familia y algún amigo, me evadí de aquel encuentro en la tercera fase con humanos y extraterrestres.

A mi llegada quería asegurar que podría hacer lo que tenía pensado. Para ello le dije al hijo mayor de mi amigo que preguntara al cura si me dejaba dirigirme a los asistentes, tenía una semblanza preparada en tres folios que pretendía ser mi homenaje personal a mi hermano. Entramos en su despacho, o sacristía. El cura me pareció que el asunto le ponía en guardia, la iglesia era su territorio exclusivo y no sabía si mi alocución era corta o extensa. Para asegurarse nos dijo que tenía otro funeral a continuación y que no podía hacer esperar, que el tiempo lo tenía muy medido. Pero aceptó con esas premisas, después de yo asegurarle que sería breve. Tuvo, también, el detalle de no preguntarme de qué iba lo mío, quizá confió al verme con la edad que calculó, y debió pensar que no tenía pinta de iconoclasta revolucionario. Aunque al no despedirme con un «Gracias, padre», le debió dejar algo mosqueado.

Se abrieron las puertas, y la gente, muy ordenadamente, entró en la iglesia y se fue sentando en los bancos por orden de afinidad. A mí me tenían que avisar cuándo me daba el cura mi turno, y la familia me invito a sentarme con ellos en los bancos delanteros.

La misa transcurrió sin incidentes, como era previsible. El cura también tenía su qué decir para el caso. Casi se podría resumir en que la muerte no es el final, y que a mi querido hermano le esperaba un tiempo eterno de gloria.

Terminó la misa, comulgaron un pocos adictos a este rito, se dieron la paz, aunque yo no aprecié que allí había una contienda, y el cura me señaló un atril con micrófono para que expusiera lo que alteraba una costumbre entre nosotros, aunque en otros lugares es habitual.

Mi semblanza estaba dedicada a contar a los asistentes cosas que la mayoría ignoraba. Partí de su niñez hasta su fallecimiento. Era tan gigante esa trayectoria, que mis palabras la hicieron patente. Alguno allí, seguramente, no se lo podía creer. Un gran aplauso coronó mi intervención. No miré al cura para ver si se había unido al aplauso. En definitiva había contado cosas desconocidas que eran más importantes que las que eran de dominio publico general.

Así, el funeral que podía haber sido falso, yo creo que fue ocasión de unas honras fúnebres verdaderas.

In memóriam

Hoy falleció mi querido amigo y hermano. Ya llevaba perdido varios meses, desde que su cerebro se desconectó. Aunque lo tenía asumido como alguien querido que me deja definitivamente, en este caso tenía un significado especial. Se fue diciendo: «sígueme». Y así es.

Tu partida no me aleja de ti, bien al contrario, pareciera que me llevas atado muy cerca. Aún no vislumbro las tinieblas, pero las presiento. Simplemente te has adelantado abriendo el camino que lleva a ninguna parte. Y no me resisto, es inútil. Sólo te pido una cosa, aunque sea una quimera: que ya que vas delante, anúnciame, si lo encuentras, cualquier motivo de esperanza.

La historia jamás contada

Son la 2:41 de la madrugada. Dormía y tenía una pesadilla. Tanta convulsión me había producido, que desperté sobresaltado. De inmediato quise saber si en esta ocasión la pesadilla respondía a alguna vivencia real, que, luego, el sueño había magnificado. Mi vida era plácida, sin alteraciones notables, a mi edad ya casi estaba retirado de todo. Sólo podía ser lo que el sueño relacionaba con mi blog. Y aunque de los sueños casi no los recuerdas al despertar, en esta ocasión, ya despierto, pareció que acababa de ver una película. Una mujer croata había entrado en mi página. Por la razón que fuera, me había comentado algún escrito con un leguaje simpático que había obtenido de algún traductor malo. Por cortesía le respondía, aunque ya era reiterado y apenas aportaba nada al blog. Y fue a partir de algunos intercambios que la pesadilla comenzó a tomar cuerpo. Alguien había suplantado la personalidad de la mujer croata y, utilizando su lenguaje, me escribía comentarios soeces, amenazadores si no me avenía a sus exigencias. Me veía hackeado, peligraba mi buen nombre en Internet, mi relación familiar y de amistad, mi cuenta bancaria. Con un sudor frío me fui al ordenador, allí debía estar el motivo de mi pesadilla. Lo abrí y pulsé acceso a mi blog, en el Correo y Mensajes no había nada. Recorrí de un vistazo las Entradas, tampoco había nada relacionado. Abrí la sección Comentarios y tampoco había nada. Respiré algo más tranquilo, aún no estaba seguro de que aquello que me había sucedido fuese un mal sueño.

Al contrario que Aristóteles, para el que la realidad es una sola, Platón, su maestro, había propuesto que existen dos realidades: la que vemos en un mundo aparente, con muchas sombras, y otra que aparece en nuestro cerebro de lo que no vemos porque no está presente. Según Platón esta es la verdadera realidad.

Si Platón tenía razón o no, Aristoteles había venido en mi ayuda: no existía una realidad en los sueños, tampoco en mi blog.

Pero habré de seguir soñando, mal que me pese.

No soñar

Ayer me desperté y no supe quién era. El afán de notoriedad moría en mí. Por no saber, no sabía cómo me llamaba, si era hombre, mujer, pájaro, agua, fuego , aire. Tampoco reconocí el espacio, los muebles, la tenue luz que entraba por la ventana. Me toqué y no sentí cuerpo físico. Si tenía ojos, no veían, si tenía oídos, no oían. Quise levantarme y no pude sentir que me despegaba del lecho. ¿Estaba muerto, o muerto aparente ? Tampoco supe definir mi estado: hombre, mujer, joven, viejo, soltero, casado, viudo, homosexual, hetero, ambos. Podía estar muerto, única explicación. Pero pensaba, poco, pero era consciente de mis limitaciones conceptuales y sensoriales. ¿Cómo podía aprovechar esa mínima actividad cerebral para sentirme ser? ¿Y si concluía que no existía, que sólo una ínfima parte, física o espiritual, quedaba de mi en un espacio que ya no era nadie ni nada que lo alterara mínimamente? ¿Era eso la segunda vida de la que había oído hablar? ¿Tenía algún sentido?

Hoy me desperté y pude pensar con claridad sobre lo que ayer me había sucedido. Puede pensar sobre los efectos, no sobre las causas. En pleno uso de mis facultades como ser, he concluido que ayer no había dormido y, por tanto, tampoco despertado. Debí tener una alucinación motivada por mi escepticismo. ¿Y cómo me curo de eso? Sólo hay un remedio: no soñar, ni despierto ni dormido.

El tiempo hacia atrás

Leo con escepticismo que unos científicos rusos han conseguido demostrar que se puede revertir el tiempo, que en lugar de dirigirse al futuro, se puede dirigir al pasado. De momento, y para que nadie tenga la tentación de soñar con rejuvenecer, enmendar errores, realizar sueños que despertaron abruptamente, volver a la noche de bodas y repetirla y así un sinfín de posibilidades de hacer las cosas de otra forma a como las hicimos, va un lago trecho. Los tales científicos sólo lo han conseguido con un electrón, con lo cual, dicen, la segunda ley de la termodinámica pasa de inmutable a cuestionada. Ya, si en un sistema aislado, éste permanece estable o tiende a un mayor desorden, según este nuevo supuesto quizá se pudiesen ordenar las cosas en un orden perfecto. Supongoque sólo Dios puede dar por incorrecta la segunda ley, pero parece que se lo toma con calma.

Que a los científicos les gusta jugar con estas cosas, es cosa sabida y demostrada, y ahora a vueltas con la mecánica cuántica, la nueva panacea que parece subvertir no sólo las leyes de la física sino nuestras vidas, muertes y más allá, que todo lo convierten en esotérico, oportunamente ininteligible para los no iniciados, no se quedan a gusto si no enredan las cosas para que de viejas parezcan nuevas.

Si yo pudiese regresar al pasado, sólo cambiaría una cosa: que de pequeño me enamoré de mi maestra y no me enseñó nada, cuando pude enamorarme de niñas que lo enseñaban todo.

La memoria y el olvido

Escucho un video de un tal Facundo Manes, neurocientífico argentino, y argentino tenía que ser. Es interesante. Hasta ahora creía que la memoria era algo positivo y el olvido algo negativo. Pues no, debo asumir que tan buena es la memoria como el olvido, porque si no olvidáramos, nuestras neuronas estarían saturadas y no podríamos aprender más (sic). Y todo es cosa de lo que él llama la síntesis proteica, que es algo así como los circuitos de un ordenador que en su ir y venir se atropellan y se cortocircuitan. Cuando el nivel de cortocircuitos es ya incontrolado, el olvido se impone a la memoria; es el alzheimer. Física y química, para entendernos. El alma, seguramente, se ocupa de otras cosas.

Pero yo no sé si estoy en fase de aprender más, ya casi todo me parece obvio. Mi grado de olvido es preocupante porque ya no recuerdo dónde dejé aparcado el coche en el parking. En ocasiones estrujo mi cerebro tratando de recordar el número de mi teléfono móvil. Cuando escribo, una palabra me baila en la cabeza sin acomodarse a lo que estoy escribiendo, y así.

Dice Facundo que hay muchas memorias, y yo, para no sentirme discapacitado mental, me aferro a una que parece estar siempre pisando al olvido: puedo hacer pasar por mi mente el video de mi juventud en alta definición, con detalles que me asombran si, en comparación, no recuerdo qué hice ayer, qué escribí ayer, aparte de cocinar una tortilla para mi familia. De esto no habla Facundo.

La introducción del video de Facundo dice en boca de Borges: «La vida no es la que vivimos, sino cómo la recordamos para contarla» . Y yo digo, si es así, yo sólo tengo una vida: la de mis primeros años, porque la de ahora no debe ser vida.

Sin título

Quiero escribir y no tengo tema. No es la primera vez. Cuando esto sucede, abro el Escritorio, luego Nueva entrada en mi WordPress, como si esperara que en la pantalla aparezca un título sugerente en lugar de Añadir título. Con los cascos puestos he, previamente, elegido una música de piano de algo más de una hora de duración. No tendré que recargar otra música mientras escribo algo que luego publicaré y enviaré a mis incondicionales lectores. El piano desgrana sus notas mientras fijo mi mirada en ese espacio que me invita a que yo añada un titulo. Esto, que parece nimio si no tienes tema que desarrollar, es, en ocasiones, importante, son las primeras palabras que dan pie a otras que le siguen, luego a otras que van poco a poco desarrollando un tema, que sólo se configura cuando lo das por terminado. Y el título, en esta ocasión, no aparece. La música sigue ocupando un espacio en mi cerebro, pero tampoco ésta me da pie a desarrollar algo que pueda describir con palabras. En vista de mi incapacidad para teclear algo, por primera vez pienso en un amigo de la infancia al que, como a otros, siempre envío mis escritos. Mi amigo no ha sido pródigo en sus comentarios, pero si alguno le motivaba una reflexión, él me la enviaba.

Llevo más de un año, quizá dos que no recibo nada de él. No se me ocurrió pensar que mis escritos ya no fueran de su gusto. En ocasiones, sin aludir a ellos, me escribía sólo para recordar algún pasaje de nuestra juventud o contarme alguna de sus andanzas de apasionado por la cultura, el arte o algún escritor preferido. Razoné que tampoco yo le había dado ningún motivo para su silencio ya, al parecer, definitivo. Busqué una causa que no fuese la que ambos estábamos esperando. Quizá su mente ha entrado en ese estado en el que ya no interelaciona con el exterior, me digo. Tengo su teléfono, su correo, puedo hacer algo tan simple como dirigirme a él no con un escrito, sino con una inquietud. Algo se movería, o no. No me atrevo a que la verdad se abra paso, y así, sin dejar que mi amigo y alguna vivencia que recuerdo junto a él, pase recurrente en forma de flash por mi cabeza, he permanecido por largo tiempo, tanto, que ya mi cerebro comienza a procesar un título para este escrito. La música también ha terminado, en hora y pico no me ha dado para más. Enviaré este escrito como de costumbre, esta vez sin título, que sea él el que lo ponga, o no.

¿Amor puro o puro amor?

Se lo dedico a Carmen, para la que amor se escribe sin hache.

Continuaba siendo hermosa . El accidente había respetado la estructura de su cuerpo y no había desfigurado sus bellas facciones. Sus veinte años seguían siendo espléndidos. Pero su cuerpo, antes grácil como el de una gacela, ahora era una sinfonía en un pentagrama. El coma era profundo.

Cada día, cada hora, cada minuto, aquel hombre le dedicaba todo su amor. No podía hacerlo de otra forma. Cuidaba de ella, quizá pensando que volvería a la vida plena y en sus manos estaba que ese regreso fuera el de una ausencia que sólo había tenido lugar en sus sueños.

Y hasta había puesto fecha a ese regreso. Para cuidarla había pedido una excedencia en el trabajo. No quiso que nadie la tocara y menos que la manipularan sin la delicadeza que él estaba dispuesto a prestarle.

Había instalado una cama contigua, por si algún signo de vida aparecía de repente y precisaba de su atención o emoción. Al despertar el día, Miguel se levantaba, iba al cuarto de baño y volvía con una palangana humeante con varias toallas sumergidas en agua caliente y escurridas. Con sumo cuidado le quitaba el amplio camisón, le retiraba el paño para la incontinencia y, por un momento, permanecía mirándola hasta que de sus ojos brotaba una lágrima. No tenía tiempo para más emociones, eran muchas cosas las que tenía que hacer y le pedía al corazón fortaleza para llevarlas a cabo sin desfallecimiento. Con las toallas húmedas repasaba su cuerpo, todo su cuerpo, limpiándolo de impurezas orgánicas. En la mesilla varios frascos que contenían aceites esenciales. Con ellos la bañaba sin dejar resquicio al que dudara en llegar; se sentía como un orfebre puliendo a su joya. Un camisón limpio, y la dejaba apoyada sobre uno de sus costados. Así una hora. Luego del otro costado igual tiempo, operación para impedir las temibles escaras de decúbito. A veces, en cada movimiento, creía percibir un intento de ayudar a lograr facilitar algo el trabajo; no era así, pero a él le motivaba creer que estaba manejando algo vivo.

La primera jornada terminaba incorporándola en la cama articulada, iba a la cocina y preparaba aquel compuesto que le habían recomendado los médicos. Por una sonda gástrica se lo introducía en el estómago; era su primera comida, que debería repetir cuatro veces en el día. De vez en cuando, un poco de agua. Comprobaba si el pañal de incontinencia estaba seco y limpio de excremento, por si tenía que cambiarlo, y permanecía la mayor parte del tiempo sentado a su lado, con la muñeca entre sus dedos, percibiendo los latidos de su corazón, los únicos movimientos que le daban esperanza.

No tenía la certeza de que su cerebro, aunque no lo manifestara, tuviese o no percepciones del exterior, pero por si acaso fuese que sí, siempre sentado a su lado, cogía un libro, lo abría por la última página registrada, y leía en voz queda, como susurrando, aquella historia que ella estaba leyendo antes del accidente. Hasta le parecía que su rostro se relajaba escuchando.

Habían pasado tres meses, y aquel cuerpo inerme parecía dar señales de que algo nuevo se podía esperar de él. Era la primera hora de la mañana y la rutina diaria iba a comenzar. Estaba despojándola del camisón, cuando sintió que una mano cogía la suya. El contacto era suave pero contacto al fin. Paró y guardó aquella mano con el hueco de su otra mano para que no se le escapara, y la miró a la cara. Sus labios comenzaron a moverse en un temblor continuado. Él le apretaba más y más la mano para que lo sintiera a su lado. Fija la mirada en sus labios, creyó escuchar una palabra: padre.

Mi madre fue una puta

Relato que parece un cuento.

Me enteré que mi madre era una puta un día que volvía del colegio. No en aquel momento, que yo no podía saber qué era ser una puta. Tenía ocho años. Aquel día se habían suspendido las clases de la tarde por no sé qué razón, que tampoco nos la dieron. Mi madre me recogía a las cinco y media todos los días, pero como no tenía forma de comunicarme con ella, ese día no vino. No me costó volver a casa, en realidad mi madre me recogía por seguridad para mí. Era una rutina más que una previsión. Conocía bien el camino a casa y no tuve miedo. Ya divisaba la casa mata, habitual en los pueblos grandes y pequeños. Algunos rasgos me eran bien conocidos, y aquella casa, sin duda, era la mía. En ella vivía con mi madre, vivimos solas. Dos años antes mi padre desapareció y no me supo mi madre explicar por qué se había ido. A pesar de ser mi padre, la verdad que no lo eché en falta. Sí me di cuenta que algunas cosas dejaron de ser habituales, como los gritos que escuchaba desde mi habitación provenientes o del salón, la cocina o el dormitorio de mis padres, y es que las peleas eran continuas entre ellos. Tampoco pude percibir cuál era la razón, quizá porque mi corta edad no comprendía aquello. Hoy podría explicarlo, pero no creo que interese a la historia que pretendo contar.

Estaba a pocos metros de mi casa, cuando la puerta se abrió. Esperaba a mi madre en el quicio, pero fue un hombre el que salió. Era un hombre mayor, gordo y creo que pensé que era feo. Mi madre me explicaría qué significaba aquel hombre en nuestra casa, al que yo no había viso nunca.

La puerta se cerró tras él y yo tuve que llamar con la aldaba. En un primer intento lo hice dos veces seguidas. El sonido se extendía por toda la casa, pero no apareció mi madre, como esperaba. Repetí los golpes, esta vez no sé cuántos, pero muchos, y mi madre que no aparecía. Debió ser tanto el ruido que hicieron los aldabonazos, que la que se abrió fue la puerta de la casa vecina. Apareció Tomás, me preguntó qué hacía allí. Le dije que mi madre no me abría la puerta. Me contestó que quizá no estaba. Entonces yo le dije que un hombre gordo acababa de salir, que lo vi cuando regresaba del colegio, que nos habían mandado a casa a medio día y que venía sola. Tomás, un campesino cazurro, se sonrió y me dijo: «muchacha, seguro que ese hombre que viste era un cliente». No recuerdo si le pregunté qué era un cliente. Al fin mi madre abrió la puerta. Por toda explicación, y suponiendo que yo había visto salir a un hombre desconocido de la casa, mi madre me dijo que alguien había estado allí para un trato, interesado en comprarnos unas tierras. Di por buena la explicación, a fin de cuentas yo entendía por cliente a alguien que compra algo.

Hoy, diez años después, después de llevar dos años fallecida mi madre, pero mucho antes que ya fui consciente, me atrevo a contar que mi madre fue una puta. Nunca pude saber si lo fue por necesidad o por vicio, que poco importa. Aunque debo precisar que si lo fue por vicio, en sentido estricto no habría sido una puta. Por lo que a mí respecta, no le reprocho esa condición, fue el azar del destino que ella no me esperara tan pronto aquel día, de no haber sucedido así, habría tardado en saberlo, quizá nunca, y sólo el tiempo en el que pude saber y comprender que a mi madre, mientras yo estaba ausente, la visitaban hombres de toda condición, clientes en la versión de Tomás. Quizá Tomás no tenía duda.

También tengo que decir que si lo fue por necesidad, quién soy yo para juzgarla.

Después de fallecida mi madre, yo seguí en aquella casa un mes o así, hasta que me fui con mi abuela, que vivía en la ciudad. Sólo el tiempo que tuve que esperar a que un tío mío, nombrado albacea por mi madre, se ocupó de los asuntos de la herencia. En la capital encontré trabajo. Y si cuento esto, es porque, a pesar de todo, creo que mi madre fue una santa. Que Dios la tenga en su gloria.

Y yo, el relator de esta historia, añado que si no hay Paraíso para las putas, tampoco lo haya para mí que la creé.