Esto que sigue lo escribí en 2003. Hoy me resulta imprescindible traerlo aquí como testimonio de los avatares de un escritor, por entonces, ilusionado. Habla por sí sólo del mérito que supone haber superado aquella fase donde el fracaso estaba cantado. Hoy, 15 años después, las heridas han sido tantas, que ya no me queda piel donde pueda crecer la gloria que todo escritor espera recoger de su obra. Aún así, no he renunciado a seguir escribiendo. Martillea mi cabeza la frase de un escritor consagrado: «Escribir no es ser escritor». Ya no sé si soy escritor o sólo escribo.
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Comencé hace siete años, a escribir algo indefinido a priori. Tenía, entonces, poco oficio y mucho entusiasmo. En realidad, acababa de poner en práctica una vocación aparcada por mucho tiempo, toda una vida esperando el momento. Como era de esperar, mirándolo con la perspectiva de hoy, aquello más se asemejaba a un engendro que a una obra literaria aceptablemente estructurada, gramaticalmente aseada, conceptualmente inteligible. Los personajes más parecían monos chillones, que unos seres humanos consecuentes con voliciones corrientes. Su extravagancia moviéndose por las páginas de la obra se salía de los márgenes.
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