De cómo tiempo atrás fui esclavo de mi obra

Esto que sigue lo escribí en 2003. Hoy me resulta imprescindible traerlo aquí como testimonio de los avatares de un escritor, por entonces, ilusionado. Habla por sí sólo del mérito que supone haber superado aquella fase donde el fracaso estaba cantado. Hoy, 15 años después, las heridas han sido tantas, que ya no me queda piel donde pueda crecer la gloria que todo escritor espera recoger de su obra. Aún así, no he renunciado a seguir escribiendo. Martillea mi cabeza la frase de un escritor consagrado: «Escribir no es ser escritor». Ya no sé si soy escritor o sólo escribo.

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Comencé hace siete años,  a escribir algo indefinido a priori. Tenía, entonces, poco oficio y mucho entusiasmo. En realidad, acababa de poner en práctica una vocación aparcada por mucho tiempo, toda una vida esperando el momento. Como era de esperar, mirándolo con la perspectiva de hoy, aquello más se asemejaba a un engendro que a una obra literaria aceptablemente estructurada, gramaticalmente aseada, conceptualmente inteligible. Los personajes más parecían monos chillones, que unos seres humanos consecuentes con voliciones corrientes. Su extravagancia moviéndose por las páginas de la obra se salía de los márgenes.

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Simplicio y la puta filósofa

Simplicio decidió ir de putas justo cuando se cumplía un mes de la muerte de su esposa. Tenía cincuenta y cinco años, se había quedado solo en casa, y aún su cuerpo andaba con la libido más o menos exigente. Durante la larga enfermedad de su difunta, pudo soportar la abstinencia aliviándose ocasionalmente a solas e, igualmente, el mes desde su defunción. Pero echaba de menos el contacto con una mujer de carne y hueso que diera paso a la manipulación pura y dura de su imaginación y la ayuda de una revista pornográfica que guardaba en su casa. Como no tenía relación con ninguna mujer que él supiera receptiva, le pareció que no tenía otra alternativa que la de recabar los servicios de una profesional del sexo. Tenía noticias por dónde en la ciudad andaban esas mujeres ofreciendo su mercancía, y allá se fue una noche de sábado. Una vez había llegado con su coche a aquel parque, su mirar  a una y otra fue suficiente para aquellas mujeres, que vieron en él una presa potencial en forma de cliente. Alguna le hacía señales de que parara, pero él seguía haciendo rodar su coche lentamente, pagándoles, como mucho, con una ligera sonrisa. Cada vez se veían menos y Simplicio pensó que tenía que decidirse por alguna o saldría del parque como si hubiese hecho un tour turístico para japoneses. Pensó que su indecisión había valido la pena, cuando divisó un cuerpo en la penumbra que parecía ser el último chiringuito de aquella feria. La verdad es que aquel cuerpo daba la impresión de ser el postre de un bufé bien surtido de viandas apetitosas, y Simplicio no lo dudó. Se aproximó al lugar donde se vislumbraba aquella figura con la sana idea de contratarla, si ella aceptaba, por toda la noche. Según se acercaba, podía Simplicio apreciar más y más los extraordinarios encantos de lo que sin duda era una mujer impresionante. Cuando llegó a su altura, ya algo tocado de impaciencia, paró su coche y esperó. La mujer salió completamente de la sombra y se acercó a la ventanilla. Simplicio nunca había ido de putas y no sabía nada del protocolo que se seguía en eso casos, así que decidió dejarse llevar por la iniciativa de aquella mujer.

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Mujer contra mujer

4:39 PM. Es  Mayo de 2018. Acabo de recuperarme del sopor de mi pequeña siesta. Es una mala costumbre. Estoy seguro que parte de mi sobrepeso se debe al hecho de acostarme inmediatamente después de comer. Pero lo tomo como si fuese una necesidad vital; lo cierto es que esta siesta me permite luego dormir menos, trasnochar,  despertarme a media noche, vivir algo más cada día, aunque acorte mi vida contada en años. Enseguida tomo un café y enciendo un cigarro. Debe ser también una necesidad inevitable; estoy seguro que me da sosiego, desentumece mi cerebro aún somnoliento y me hace sentir que estoy listo para emprender mi aventura diaria de escribir; y aunque quizá esta costumbre acorte mi vida contada en años, vivo más intensamente el día a día.

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Son cosas que escribí

A ver si, con suerte, pillo a Rebeca dormida.

Estás en esa edad, mujer, en la que las margaritas se han vuelto rosas. Tiempo para ti pasado en el que el deshojar los pétalos de una margarita te llevaba a ser amada, a no ser amada. Pero un poco más allá de aquella desilusión, volvías a tomar una margarita entre tus dedos, y de nuevo la liturgia: me ama, no me ama, me ama… Y sucedía que esta vez tu boca dibujaba una sonrisa y tu corazón  se sosegaba de su desbocada incertidumbre. Y casi siempre acertaba la margarita. Toma ahora una margarita como azar digital de tus ensoñaciones y habrás representado el esperpento. Sin embargo, decía, esas margaritas de antaño bien pudieran ser ahora rosas. Con las rosas no intentarías una predicción del tipo me ama, no me ama… Una rosa en tus manos sería para acercártela con lentitud a la cara,  con tu mirada perdida en algún recuerdo de juventud. Luego la olerías y, a continuación, harías que rozara levemente tus labios, para, finalmente, ponerla en algún recipiente con agua.

No pretendo evidenciar que tu edad de ahora sea para ti el condenarte a la nostalgia; puedes encontrar el amor, pero éste ya no será la plétora de tu felicidad, tan sólo será una rosa cortada que se marchita un poco cada día.

(JDD 2003)

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Hoy Domingo, fiesta de guardar… las formas

LA BOCA DEL MUERTO

Lis era el apóstrofe del nombre completo Luisa. Lis, o Luisa, era una mujer diminuta de cuerpo, pero con un alma ( o corazón) de gigante, de gigante en bondad y otras virtudes. A Lis una de las cosas que le caracterizaban, y que sus familiares y amigos consideraban una extravagancia, era que ninguna muerte, no sólo de amigos o familiares, tampoco de simples desconocidos vecinos, le pasaba desapercibida. Todas las mañanas, salvo por causa de fuerza mayor, se acercaba al cementerio de su ciudad. Allí se dirigía directamente al tanatorio. Raro era el día que en sus salas no yaciese un cuerpo en espera de ser enterrado o incinerado. En ocasiones todas las salas estaban ocupadas por su respectivo cadáver, y eran cuatro. Lis, como si algo tuviese que ver con aquellos finados o sus deudos, se acercaba casi de puntillas a los cuerpos expuestos. Los había de personas jóvenes, muertos en accidente; los había de personas entre cuarenta y sesenta años, muertos de enfermedades varias; también, pero menos, de personas viejas, muertos de agotamiento. Era igual.

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DIÁLOGOS ENTRE ESPOSOS TÍPICOS

–Tengo que hablarte, querida.

–¿No me digas? Ya casi me había olvidado que supieras hablar.

–Precisamente, por eso quiero hablarte. No existe comunicación entre tú y yo…

–Di más bien que tú no te comunicas conmigo; cada vez que yo lo intento, apenas abres la boca.

–Será porque cuando la abres tú, no me motivas.

–O sea, que soy yo la culpable,  Bueno, ¿qué quieres decirme?

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A mi Calabacín

A MI CALABACÍN

Si alguien, hombre, posee un calabacín como el mío, que lo muestre sin pudor, , Que las damas no se asusten, que mi calabacín sólo pretende impresionar.     La naturaleza me ha dotado con  la excelencia, 32 cms. de largo x 30 cms de diámetro, nunca se vio nada igual, ni imaginarse pudo por la mente más soñadora. A partir de hoy, ya no me sentiré frustrado; mi calabacín estará en la mente de todos, porque lo glosará National Geografic  o Guiness -Records como el mayor calabacín en posesión de un escritor. Seré más famoso por mi calabacín que por mis escritos, Y ya estoy pensando cómo obtener beneficio de mi calabacín; algun@ me dará la idea.

© Los prodigios de mi huerto, por JDD, 2018

Una mujer extremadamente fea

Salustiana era un mujer extremadamente fea. Sus padres, como en una premonición de lo que llegaría a ser, también le pusieron un nombre horrible, o a mí me lo parece. Ni siquiera lo apostrofaron llamándola Salús, que hubiese parecido hasta exótico. Todo el mundo la llamaba Salustiana, pienso que hasta complacidos en su perversa intención de llamarla por su nombre. De todas formas, mejor era que la llamaran con un nombre que hacía honor a su fealdad,  que  cualquier otro que, por bello, hubiese sido un escarnio cada vez que la nombraran. Creció en el seno de su familia como una maldición, aceptada, igualmente, como la miseria que padecían sus padres, es decir, con resignación cristiana.

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En la noche, desde mi ventana IV

Con la cabeza embotada de tanta incoherencia como parecía estar menguando mis facultades mentales, dejé a Lola, al sosías, al fantasma y a Lucidez encarcelados en el ordenador, con la esperanza de que me dejaran dormir sin soñar, sin retorcer mi cuerpo, ya bastante maltratado por los años.

Inevitable fue que en los primeros compases de aquella partitura en la que ya no sabía quién tocaba y quién dirigía, la Lola varada me pareció que salía del ordenador y me acompañaba a la cama. No hice ningún gesto de desaprobación. Recordé que ella no había hablado de sexo, y eso me tranquilizó: podía fracasar en mi empeño de estar a la altura y me dejaria un pesar más a mi yo fracasado. No pensé en las matemáticas, que habría añadido un plus de estupidez a mi vida.

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En la noche, desde mi ventana

 Mi escritorio, sancta sanctorum, donde mi imaginación se abre paso como liviano barco en un proceloso mar llenos de sorpresas, un ordenador mac, sobre la mesa preside el reducido ambiente como ventana que me permite sustituir el sagrado papel que usaron todos los fabuladores que me precedieron. La técnica lo inunda todo, y yo soy un sicario más con el encargo de matarlo.

Algunos libros que se libraron de ser de forma ignominiosa regalados a la biblioteca municipal, permanecen en exiguas estanterías, y no para dar testimonio de mi nivel cultural, pues que muchos ni los he abierto. Libros de alta calidad editorial que compendian el saber universal del ser humano desde que pudieron encontrar el medio para ser transmitido a través de los tiempos. Ya me referí a ellos en un post anterior. Ahí están para sentir el aprobio al que me somete mi indiferencia. Quizá me deshaga de ellos si me ofrecen un buen precio.

El resto del mobiliario lo constituye un sillón giratorio con respaldo, botes llenos de bolígrafos, entre los que hay pocos que sigan escribiendo, un teléfono de mesa, una impresora con la tinta agotada, un cinta de andar en la que desentumezco mi cuerpo de las antinaturales posturas que adopto inquieto mientras duermo y tres paredes acristaladas que me invitan a asomarme a un exterior que me ofende por su majestuosa visión. Y es que donde vivo, una casita adosada a la casa principal donde vive mi hija Mónica, está situada arriba de una colina que domina, casi de forma panorámica, la completa vista que la rodea en un nivel inferior. A veces pienso si no será ese el Olimpo. Hacia el norte, en la falda de una montaña, se encuentra el casco histórico de Mijas, inmenso municipio que hoy extiende sus tentáculos hasta el mar. Al sur, otro municipio, Fuengirola, se sumerge en el Mediterráneo a 450 metros más abajo de mi posición privilegiada.

Miro indolente durante el día ambas poblaciones sin que me produzcan otra reflexión que en aquellas casas, que se pegan unas a otras disputando el espacio, viven unos seres humanos y algunas mascotas que sacan a pasear a diario. Prefiero la  ventana que me brinda mi ordenador, al menos en ésta puedo sentir que el horizonte vital se extiende hasta un infinito  hecho a mi medida.

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