¡¡No!!

No es una palabra, si, una palabra importante, tan importante que ninguna otra la iguala. Nunca diría que es un adverbio, sería como degradarla a ser una comparsa del diccionario. Por ahí he leído que su comportamiento morfosintáctico es más complejo que el de los adverbios convencionales, palabrería de los gramáticos. Gracias a esta palabra, que merecería honores de gratitud, los seres humanos nos dignificamos. Decir NO nos hace dueños de nosotros mismos. Imaginad que alguien os pregunta: toma esto, ven, vamos, esto te gustará, haz esto, vete, y otra infinidad de propuestas que se nos hacen desde la prepotencia de quien ordena. Sin esa palabra no tendríamos la rotunda afirmación que nos reafirma en nuestro yo libre. Que con una negación afirmemos algo, parece un contrasentido, pero ya se ha dicho que la palabra NO es un adverbio complejo, así que admitamos esa contradicción como una muestra de su complejidad.

Dicho lo anterior, y para que se me entienda, voy a de decir NO en algunas expresiones que me dejan a gusto conmigo mismo.

NO me jodas, NO me sale de los cojones, NO me da la gana, NO quiero verte, No iré a votar, NO creo en Dios, NO tienes puta idea… Y podría seguir, pero con estas ya se hace uno a la idea de la importancia de tener NO a la manos en muchísimas ocasiones. Claro, para decir SI no hace falta ser valiente, pero para decir NO se necesita muchas veces tener valor. Y el valor es una cualidad que dignifica al ser humano.

Digamos NO a muchas de las cosas que se nos proponen, nos exigen, nos condicionan. Digamos NO en cualquier circunstancia que decir SI nos avergonzaría y, sobre todo, cuando nos envilecería.

Leed esto, por favor, es inicuo y no digas NO me da la gana.

Era un señor

No se sabe, o nadie lo sabía en el pueblo por qué era como era y por qué aquel hombre era un señor. Se podría explicar por el bajo índice de cultura de sus habitantes, incapaces de sostener un mínimo de dignidad frente al poder del Señor. Todos le temían, nadie nunca osó enfrentarse a sus tiránicos métodos. Y cómo no habrían de temerle con la leyenda que había acumulado durante su vida… Nunca se casó, pero tuvo tres o cuatro hijos bastardos que no reconoció como hijos legítimos. Esto sólo lo sabían las madres que los parieron, que aleccionadas por el Señor, se guardaron de publicarlo. Se decía en cenáculos privados que no trascendían, que el Señor había matado a su hermano para quedarse con la entera herencia de sus padres. Nunca pudo ser probado, el Señor era listo, o más listo que los demás, incluida la policía. A más de uno de los vecinos les obligó a que le cedieran tierras que le apetecían para aumentar su gran fortuna, acumulada con sus malas artes. Con razón era un señor. Lo de Señor le venía porque todo aquel que se dirigiera a él, debería comenzar con esa palabra de respeto: Señor. Todos sabían que no usar esa fórmula de cortesía con él, podía caer en desgracia; el Señor no lo perdonaba. El Señor no vivía sólo. En su casa convivían tres mastines de presa que amenazaban a cualquiera que se acercaba a la verja de la casa, y dos mujeres jóvenes que hacían el oficio de criadas. Las consideraba pagadas con el alojamiento , la comida y el vestido que obtenían por sus servicios. Pero los rumores corrían en el silencio de aquel cementerio de fantasmas. Cuchicheaban los hombres en el bar, las mujeres en los quicios de las puertas vecinas, que el Señor tenía amancebadas a las dos mujeres que le servían. En alguna ocasión, al ir a comprar el pan, alguna había aparecido con moratones, que justificaba por haberse golpeado sin querer con algún objeto. Cualquier bajeza imaginable era atribuida al Señor, pero el temor de las gentes era tal, que nadie osaba acusarlo.

Un día dejó de ser visto en su costumbre de merodear por la calle para recibir la dosis de pleitesía de sus vecinos. Comprobaba, así, que todo el mundo guardaba con él las formas y que no tenía que temer a ningún sublevado. Las hipótesis corrían de boca en boca: si se habría ausentado del pueblo, si estaría enfermo. La incógnita quedó aclarada cuando una vecina oyó quejidos que venían de la casa del Señor. Los quejidos eran tan fuertes que sólo podían significar una cosa: que el Señor estaba gravemente enfermo. Las criadas no lo afirmaban ni lo desmentían, seguían su tónica de silencio en lo relativo al Señor. Aquel rítmico sonido que produce el dolor parecía no tener fin. El médico no existía en aquel pueblo, debía de ser llamado de uno vecino, algo que nadie hizo y nadie le vio aparecer por la casa del Señor. Al fin, después de más de un mes de oír aquellos quejidos, estos se fueron debilitando hasta desaparecer. La casa del Señor permaneció en el más absoluto silencio. La gentes comenzaron a darlo por muerto, confirmado pasado algún tiempo por las criadas.

Lo que sucedió después fue algo difícil de creer. La casa del Señor tenía un horno, como casi todas las de aquel pueblo. De la casa nadie vio salir el cuerpo sin vida para ser enterado en el cementerio. Lo que si vieron fue salir humo por la chimenea, extraño siendo verano. Las criadas habían incinerado al Señor en aquel horno, siguiendo la última orden recibida del Señor. A partir de esa evidencia, en el pueblo se desató una furia de reivindicaciones: los bastardos reclamaron parte de la herencia, los que fueron esquilmados reclamaron sus tierras, las criadas se negaron a abandonar la casa, todos tenían o adujeron resarcirse de alguna cuenta pendiente con el Señor. La enemistad general fue grande en aquel pueblo durante mucho tiempo, toda una generación que vivió el tiempo del Señor

La generación siguiente en aquel pueblo creó una leyenda que ensalzaba al Señor, pareciera que necesitaban al hombre preclaro, ilustre sin el cual ninguna pueblo se puede sentir orgulloso de su historia. Le erigieron una estatua en la plaza del pueblo con la siguiente leyenda en la peana:

A nuestro benefactor, sin el que este pueblo nunca habría pasado a la historia.

Y así, los pueblos siguen creyendo que no son nadie para juzgar a sus líderes, y si no los tuvieron, los inventan.

Y Dios creó a la mujer

El Señor Dios dijo: «No es bueno que el hombre esté solo; le haré una ayuda adecuada». La Biblia sigue contando que si del hombre mientras dormía, le sacó una costilla a la que añadió carne y la llamó Mujer.

¡Qué buen Dios! Lástima que no todas las copias fueron iguales. Quizá pensó que una cosa es no estar solo y otra entregado al vicio de poseer a la mujer sin tregua.

Lo que Dios estaba pensando cuando creó a la mujer de la foto, Jennifer López, se me escapa. Quizá también pensó en alegrarle la vista a los hombres y creó algún modelo exclusivo, sólo para para tenerles en forma. No sé, los designios de Dios son inescrutables. Yo, mal creyente, al ver o mirar la foto de JL, lo que sí exclamo: viva la madre que la parió. Lástima que la vista ya no me diga casi nada. Y de poseerla, ni te cuento.

Un buen título marca la diferencia

Una lectora me sugirió lo que voy a escribir a continuación. Me decía que los títulos que pongo a mis escritos atrapan el interés del lector. No lo había pensado, los títulos que pongo a mis escritos no llevan otra intención que la de situar el texto en el contexto del título. Pero tarde me he dado cuenta de lo que mi lectora asevera. Resulta que una de las herramientas que tiene a mi disposición WordPress, es Google Analytics, y una de las informaciones que me da es los títulos que cada día son del interés de mis lectores. Pues bien, dos títulos destacan machaconamente: «Por qué me hice maricón» y «Mi madre fue una puta». Esos dos títulos están perdidos entre las 485 entradas que tiene el Blog. Fueron escritos hace mucho tiempo, encontrarlos es como encontrar una aguja en un pajar. No concibo que nadie repase esos 485 títulos y entresaque uno o dos que menciono. Sí soy consciente que ambos títulos llevan implícita una carga de interés morboso. Son dos títulos que fácilmente el lector los puede considerar referidos a mí, en primera persona. La consecuencia es clara: ¿cómo José se atreve a contar de sí mismo esas cosas? Puede que pronto se lleven una decepción, porque esos escritos no hablan de mí, sino de supuestos protagonistas de la historia. ¿Hubiese sido diferente el resultado si esos títulos los hubiese transformado en: «Por qué se HIZO maricón» y «SU madre fue una puta? Estoy seguro que sí, así escritos carecen del morbo que condiciona la voluntad del lector; no darían lugar a que diariamente alguien desconocido, que nunca me comentó, cayera en la red de un título sugerente.

Por tanto, siendo así que se explica, voy a poner atención a los próximos títulos con los que encabece mis escritos, con la única mala idea de sugerir al lector una posible perla que no puede obviar. Luego, puede que se lleve una decepción, pero Google Analytics lo habrá incorporado a sus estadísticas. Y aunque según dijera David Lloyd George: «No se puede alimentar hambrientos con estadísticas», lo cierto es que se utilizan profusamente para condicionar pasiones e intenciones. En mi caso sólo me indican que, en ocasiones, acierto con los títulos que pongo a mis escritos. Esto no puede envanecerme, seguro que el lector que comience a leer uno de los títulos mencionados, se sentirá defraudado y se dirá: «¡Bah! , putas y maricones los hay a montones, no me interesa», y abandonará la lectura.


El tren a ninguna parte

El tren está parado en la estación, no en vía muerta, está esperando que su máquina lo ponga en movimiento o por alguna razón más. ¿Por qué lleva parado tanto tiempo? No se sabe, quizá está esperando a un pasajero importante que se ha retrasado. ¿Y por qué se puede haber retrasado ese pasajero? La causas son múltiples, apuntando algunas, puede ser porque el vehículo que le llevaba a la estación se averió en el camino, o porque algún imprevisto le retuvo en casa. Habría de ser muy importante el pasajero para que el tren retrasara su salida: un rey, un presidente del gobierno… No se ve que estén mecánicos operando en el tren, así que no es la causa una posible avería. Pero el tren tiene asignado un destino, de lo contrario lo habrían situado en vía muerta. Ya lleva días, meses, años en la misma situación. El tren ya muestra deterioros por el paso del tiempo, nadie lo mantiene, y lo sorprendente es es que a él siguen subiendo pasajeros sin preocuparles que ese tren lleva mucho tiempo sin ponerse en movimiento. Lo sorprendente, también, es que no termina de llenarse. El fenómeno debe tener una explicación no fácil. Hay sucesos que escapan a toda comprensión, pero que existen, no en los sueños, no en la imaginación, sino en la vida real, y convivimos con ellos sin pedir que nos los expliquen o buscar nosotros mismos su razón de ser. Es así que vivimos inmersos en esa nebulosa del desconcierto, de la ignorancia , del a mí que me importa. Y todos, absolutamente todos, nos subimos a ese tren a ninguna parte, aunque todos, absolutamente todos, creamos en su destino.

De mi cuerpo y mi alma

Cuándo llegará el día, la hora, el minuto, el segundo que mi alma abandone mi cuerpo desagradecida de haber sido tanto tiempo el cobijo fecundo.

Cuándo mi cuerpo se quedará sin ese alma que le dio dolor, angustia, pesares y penas y en contadas ocasiones paz y calma.

Qué me pidió que no le diera en prueba de amor, si yo sólo saciaba mi sed en sus aguas, aunque más que saciarme me producía ardor.

Cuando decida que quiere abandonarme, aburrida de un cuerpo viejo y marchitado, no importa, en polvo se convertirá mi carne

y para ella su existencia se habrá acabado.

¡Eza hortografia!

https://www.youtube.com/results?search_query=blog+de+ortografia

Que nadie se avergüence, que nadie mire para otro lado, que nadie lo considere un insulto al tomarlo como una insinuación, falta de delicadeza, al poner en duda su perfecto conocimiento de la ortografía. Escribamos para publicar, para una carta de amor, para cualquier motivo con el que queramos expresarnos, escribir correctamente marca una diferencia notable que puede darnos prestigio o tomarnos por algo analfabetos. Podéis hablar como os de dé la gana, en vuestra jerga o como un pasota; eso no queda impreso.

No dudo que muchos de mis lectores, y los que no lo son todavía, tienen una ortografía casi perfecta, eso depende de haberla estudiado, haber leído o, también, de un poco de sentido común. Creo que este último supuesto me lo aplico a mí mismo, pues siempre me negué a estudiarla. Lo que si hice fue leer un par de novelas y sólo fijarme en la ortografía. Que fue un arduo trabajo, pero me di cuenta que después de cien páginas observando la ortografía, las siguientes aplicaciones ortográficas comencé a tenerlas por obvias. Había aprendido a escribir sin faltas, o las menos posibles. Hoy no estoy completamente seguro de si escribo correctamente o la meto doblada en ocasiones. La sintaxis, esa parte de la gramática que estudia la forma en que se juntan las palabras para formar oraciones correctas, es aún una asignatura pendiente. Debo leer varía veces una oración que me resulta confusa y variar algún aspecto que la convierta en expresión inteligible sin lugar a dudas.

Bueno, pues arriba os dejo un enlace de un gramático simpático que nos enseña las faltas de ortografía más frecuentes. Veréis que tiene un blog en el que, en diversos videos, con agradable forma de enseñar, nos pone ante la evidencia de no estar nadie exento de ¨culpa¨ ortográfica. Pero si creéis que no os hace falta, adelante, estáis en el buen camino para alcanzar el Nobel de literatura.

La soledad en la cama

Un tercio de nuestra vida lo vivimos en nuestra cama, solos o acompañados. Desconozco el origen del hecho común por el que los esposos duermen en la llamada cama de matrimonio. Pudo ser parte de un deseo compartido en la primera época del amor recién estrenado, pero pasado algún tiempo, supongo que a todos los que han pasado por esa experiencia les hubiese gustado disponer de ese espacio libre de tropiezos que obligan a recolocarse, adoptando, a veces, posturas incomodas..

Mi cama de matrimonio ya sólo guarda el nombre, ha dejado de ser lo que fue. No utilizo más que la mitad de ella, la otra mitad permanece sin deshacer. Podía haber intentado hacer que hubiese vuelto a ser integralmente funcional, pero no ha sido el caso.

No ha sido el caso en su significado natural ni lo será. Pero stricto sensu mi cama ha vuelto a cumplir con la función para la que fue diseñada. Mi gatita ocupa ahora el otrora espacio vacío. A veces extiendo la mano y no la detecto, pienso que habrá ido a comer o al arenero donde hace sus necesidades, pero me inquieta su ausencia . Es muy joven para ser sexualmente madura, así que por ese lado no ha lugar a tener celos, por suponer que se ha ausentado a la llamada de un amor callejero . Cuando vuelve, me tranquiliza, su compañía no me incomoda, ni siquiera cuando se mete en mi espacio, me ronronea al oido, me da palmaditas con sus manos, tampoco si se pasea por mi cara. Pienso si eso es consecuencia del amor que le tengo recién estrenado . Pasado algún tiempo me abandonará por otro amor de su especie, porque sea madre y busque un espacio privado. Mi cama será grande, no de matrimonio, desaprovechada, volverá a ser la soledad de una cama semi vacía.

Son las seis de la madrugada cuando esto escribo, y como si quisiera consolarme, mi gatita no para de pasearse por mi cara. Interrumpe lo que escribo, pero no me molesta, le paso mi mano por el lomo y termina por alejarse. Yo de vez en cuando extiendo mi mano para asegurarme que no me ha abandonado.

Cuando se pierde la dignidad y se convierte en miseria

Hablamos de nosotros obviando aquellos aspectos que ponen en entredicho nuestra dignidad más o menos exigente. Muchos de esos aspectos los reservamos en la intimidad más estricta, en nuestra casa, en el cuarto de baño, en la cama, en algún rincón sombrío. Cualquier aspecto indigno se asume sin gran quebranto, se queda para nosotros o, todo lo más, se comparte con quien te acompaña en la intimidad. ¿Qué sucede cuando un aspecto indigno alcanza la categoría de miseria? Coincidimos todos en llamarla de otras formas, todas con benevolencia; “que pena de hombre, mujer o niño, qué triste vida la suya…”

¿Quién se atreve a exponerse en publico mostrado una miseria que, siendo sólo accidental en el ámbito privado, nos sume en nuestra propia vergüenza y la expresión nada indiferente de quien nos observa, con muestras de asco y hasta provocándole el vomito?

Podría calificarse de natural, ricos y pobres no libres de sufrirla.

Como efecto secundario del tratamiento que he recibido de radioterapia, inevitable durante algún tiempo, la diarrea es protagonista principal. Todos los días, en cualquier momento, he de pasar por ese trance indigno, indigno por que no avisa, no te da tiempo a llegar al water, y nada que lleves puesto es suficiente para contenerla y un reguero de heces vas dejando por el camino. Lo indigno de esto no es el suceso en sí, que ya te lo habían anunciado los médicos, lo es el hecho de tener que limpiar tú mismo la suciedad que has provocado y antes de que alguien de tu familia se vea obligada a sustituirte. No sería lo mismo de estar imposibilitado por una enfermedad paralizante en el que enfermeras, cuidadores, familiares te asintieran postrado en el lecho.

Puedo contarlo. Me levanté urgido por la necesidad de ir al water. Llevo puesto un protector que recoge heces y orina en caso de incontinencia. Me separan cinco metros del water, esperaba llega a tiempo. No fue así. Me quité el protector a tope de heces, me lavé, me duché, y por el cálculo que hice, creí haber dado por finalizado el trance diario; la cantidad se correspondía con el alimento ingerido el día anterior. Hasta me llenó de optimismo, teniendo como referencia la más de diez veces necesidad de ir al water de días anteriores. No obstante me puse el protector porque había decidido ir al súper a hacer algunas compras.

Todo parecía estar bajo control. Yo era una persona más entre la numerosa clientela con la que me cruzaba. Sin previo aviso, que me hubiese dado tiempo a llegar a los lavabos, el esfinter se abrió y una considerable cantidad de heces abandonó mi cuerpo. El protector parecía funcionar, lo que me había sucedido seguía perteneciendo al ámbito de mi intimidad, afortunadamente todos mis vecinos llevaban mascarilla, y supuse que no les llegaba el hedor de mi cuerpo descompuesto. Suspendida la compra, me dirigí a la caja y regresé a casa. Al salir del coche, noté que un líquido corría por una pierna. Pero estaba en casa, en el ámbito de mi intimidad. No era para estar contento, me horrorizó pensar que en el súper se hubiese producido el reguero de suciedad que, en ocasiones, había dejado por el suelo de mi casa.

Quizá diréis que no es un tema para ser publicado, pero lo hago con la intención de preveniros. Nadie está libre de pasar por un trance parecido, no abandonéis vuestro ámbito íntimo, podéis cagaros en cualquier lugar donde os observen… y tendréis que soportar la sensación de miseria que conlleva.

De un árbol y una planta

No fue natural, o no se esperaba tener que calificarlo de natural. Aquel árbol estaba destinado a ser eterno, eterno dentro de los parámetros naturales; muchos, muchos años. Fue el aire el que lo inseminó y la tierra la que lo engendró. Creció lento pero de forma sostenida. Gozaba de buen alimento y aire puro para respirar. Se pavoneaba ante otros árboles vecinos, su ramaje era esbelto, sus hojas le daban un aspecto festivo cuando las acariciaba el viento.

Un buen día, al lado del árbol creció una plantita botánicamente desconocida. Primero fueron dos hojas, luego una tallo, luego más hojas. Al contrario que el árbol, la plantita crecía de forma inusitada, parecía querer alcanzar cuanto antes la altura del árbol. El árbol, condescendiente, lejos de hacerle sombra para que se marchitara, la protegía de los vientos huracanados, las lluvias torrenciales, la caída de las hojas fertilizaba la tierra que la alimentaba. Pasado algunos años, ambos constituían una hermosa pareja de hecho; se amaban a su manera, sin otras discusiones que las propias de una convivencia estrecha, nada que ensombreciera la harmonía llamada a durar eternamente; repito dentro de la eternidad que les es concedida la los seres mortales.

Pero en aquella fronda había lugar para otras plantas, para otros árboles, para otros idilios. Y así, al lado de la planta y del árbol de esta historia, comenzaron a brotar otras plantitas, tímidas al principio, osadas después de alcanzar cierto porte. El árbol, lejos de ignorarlas, las aceptó como nuevas compañeras y les brindó su amistosa protección. Esto no gustó a la planta que había crecido primera cerca del árbol, los celos se fueron convirtiendo en enfermedad y comenzó a ignorar a su árbol protector y pareja sentimental , ni siquiera se interesó por una enfermedad que provocó que al árbol se le amarillasen las hojas y sus ramas quedasen desnudas de su hermosa vestimenta. A la planta ya sólo le interesaba el nutriente que obtenía a su lado.

El árbol, que había hecho todo por aquella planta, comenzó a darse cuenta que aquel idilio había sido ficticio, interesado, y tomó la determinación de darlo por finalizado. Al árbol ya sólo le quedaba las otras plantas que habían crecido cercanas, que nunca le habían exigido nada en una relación alejada de compromisos, de condiciones. Agradecía que le consideraran el abuelo que les contaba historias pasadas o imaginadas, y al árbol que le mostraran un cierto afecto, muy de estimar en su decrepitud.

Hoy el árbol ya no tiene otra preocupación que su planta vecina termine por penetrar en sus raíces y le robe el poco tiempo de vida que le queda. Pero pondrá remedio a esa posibilidad, le dará a la planta el último alimento que la ha venido sosteniendo a su lado.

No se sabe de qué alimento se trataba, el caso es que, poco después, la planta comenzó a languidecer. El árbol ya no hizo nada por evitarlo.