Mis amigos, no todos

Contadme, amigos, cómo discurren vuestras vidas. Contadme, si aún seguís vivos, qué destino dais a mis letras, si os complacen o ya os son indiferentes. Yo ya no escribo para vosotros, sino por vosotros. Por no quedarme solo, a diario pienso que estáis ahí, que algo de mí os ha de llegar para sentirme acompañado. Lamento, de veras, que esto se haya puesto tan fácil, que con un simple golpe de tecla, mis cosas lleguen instantáneas a todos y a cada uno de vosotros, sin el más mínimo destino personal. Hoy, pensando en que sea diferente, voy a dirigirme a alguno que forma parte de ese grupo impersonal que incluyo en el «cco» del correo.

Hola, Cívico, que así te llamé siempre, desde nuestra amistad de patio de instituto, de la calle Santa Clara de Zamora, desde Los Tres Arboles de la rivera del Duero. Una amistad que no se perdió en el tiempo y hoy, recuperada, no hay día en el que no compartamos alguna cosa de las que están permitidas.

Catalina, Caty. Qué lejos quedan los tiempos en los que jugábamos con el chat de Yahoo o el icq. Tú eras simplemente Caty, Catalina, y yo el Oso, el Seductor. Tantas veces lo repetías que llegue a creérmelo. Yo bromeaba con el personaje que me atribuías, y tú, muy sensible, pedías inmediatas disculpas por si me habías ofendido. El largo chat siempre terminaba dejando algo para mañana, besitos de tu parte, besos de la mía y un «Cuídate»protector para cerrar el diálogo.

Paca, Paquita, Chisca, Jimena, amiga del alma, que es como decir que formas parte de mi vida, aunque lo del alma sea un eufemismo, para un no creyente como yo. Pudimos emparentar, Rebeca y Mario, nuestros hijos lo intentaron; mejor que no fuera posible a que se hubiese roto después de logrado. No tuvimos muchas ocasiones para sentirnos aburridos de conocernos, de sentirnos ramas de un mismo tronco, pero Juana, mi esposa te quería como a una hermana. Me sorprendiste con tu novela «Arrugas en el alma», novela tardía de la que no tenía precedentes sobre tu inquietud literaria. A partir de ahí, escribirte entrañaba un riesgo, pero ya habrás notado que soy un cafre que no cuida ni los estilos ni las formas.

Tere Casas, o simplemente Tere. No guardo testimonios de nuestra relación epistolar. Por casualidad encontré uno referido a un escrito mío, » El viejo y el espíritu», que con «hola chavalin –me dices –que te encantó, no el escrito, sino el viejo cascarrabias con una mochila llena de puntos y comas, ah, sin olvidar el machete que recortaba frases de esta perdida (en bosque de letras) aprendiz de escritora.  felicitome por haberte reencontrado. Y, hala, besillo». Sí, Tere, siempre estuviste entre mis destinos, quizá porque me gustaban tus críticas.

Claudia. Algo así como una nieta. No llevas mi sangre, llevas mi afecto. Y casi lo prefiero, porque seguro estoy de mi afecto, pero no de mi sangre.

Paqui. Francisco Hernandez. Como Cívico, perteneces al grupo de amigos de los días gloriosos de la juventud. Nada podrá hacer olvidar aquella amistad en la que no había negocios de por medio, sólo la necesidad de compartir inquietudes, confidencias, permanentes muestras de amistad. Hoy nos vemos menos, pero nos sentimos igual.

Pepe. Hay muchos Pepes, Pepe Puerto sólo uno, y es mi amigo. La amistad llegó cuando ya ambos buscábamos situarnos a la cabeza de las familias respectivas. La amistad se convirtió en relación familiar al ser distinguidos, mi esposa y yo, padrinos de su hija. Mantener la amistad con Pepe no ha sido fácil. El piñón fijo de Pepe, apenas permite la marcha atrás; o le sigues, o lo pierdes. Pero es un tipo por el que uno se jugaría cualquier cosa que estimes está en peligro.

Pino. MI ahijada. A veces me paso de complaciente, otras de crítico, en cualquier caso sólo son muestras de cariño. Claro, los excesos de cariño son contraproducentes, pero los superamos al considerarlos juegos de niños.

Annika, guapa, te conocí hace poco, en tu visita a nuestra casa con tus padres, amigos de mi hijo Mario. Te envío mis cosas en la esperanza de que la curiosidad por ver qué cuentan te ayude en tu estudio del español. Pregúntame qué significa algo que digo sólo para entendidos en anfibologías, eso sí, siempre con buena intención.

Antonio. El juglar de Mijas. En tí tengo dos motivos que me llenan de satisfacción: A y B. El significado que sea el que más te complazca.

Grisel. Argentina, cercana, me abrumas con tu afecto, por el que yo te devuelvo la miseria del mío. Nunca me fallaste cuando enviaba mis cosas al saco roto de la indiferencia.

Rebeca. Parecería que habíamos nacido juntos si se comparan nuestras historias respectivas. Algo siameses de las letras sí que somos. Nos distinguimos en algo importante: somos inevitables.

Miguel. Y Angel por más señas. Nada que decir, sólo espero que aciertes en que nos queda una segunda vida.

Paco. Y Marian, dos amigos a los que quiero como hermanos; no importa que sean catalanes.

Elsa. Esa mexicana ilustre que no se cansa de quererme. ¡Lastima que mi forma de corresponder sea la de prevenir que no me pase! Los castellanos, cuando nacemos, lo primero que nos aconsejan es: cuando mamá te de la teta, no olvides que son dos.

Y podría seguir, pero ¿quienes son esos lectores invisibles que desde LA CHINA a las ISLAS VIRGENES entran en mi página para leer «Por qué me hice maricón» o «Mi madre fue una puta»?Resulta sorprendente que dos títulos de por sí llamativos atraigan tanta curiosidad. Después de todo, no responden a lo que parece.

La limpieza ayer y hoy

Leo poco, en ocasiones me paro a leer cosas que antaño escribí; no las reconozco, aunque aseguro que son mías.

Viene a cuento un pasaje que describí en algún lugar de mi obra Doña Pilar. No se refería a un pasado lejano. Aún recuerdo cómo nos manteníamos limpios cuando sólo se disponía de una palangana, un cántaro de agua traído de la fuente, jabón fabricado por mi madre y la toalla de felpa. El rito obligado de lavarse (me refiero a lavarse integralmente) correspondía a los domingos antes de ir a misa, con la ropa de domingo y zapatos lustrados con betún. Evacuar el intestino y la vejiga en un orinal, que luego se vaciaba abriendo la ventana y arrojándolo a la calle al grito de ¡agua va!.

Eso que yo he vivido no es una fantasía. Cuando escribí lo que sigue, era consciente de que estaba reflejando una realidad cercana, y decía así:

«La higiene o la falta de ella, no era una situación propia de retrasados mentales y no debe inducir a pensarlo; quizá con la instalación del agua corriente en las casas las cosas empezaron a cambiar para aquellos que descubrieron la ducha, pero, incluso así, muy pocos se lavaban parcialmente (excepción de manos y cara) en una palangana, y completamente casi ninguno en tiempo desapacible; sólo en el verano, y después de las duras faenas, alguno decía refrescarse chapoteando en el corral con el agua de un barreño y desnudo de medio cuerpo para arriba. Ir aseado era asunto a tener en cuenta los domingos y fiestas de guardar; consistía en lavarse el cuello, la cara, la cabeza con jabón, aclararse ésta con una solución de agua y vinagre para suavizar el pelo o atacar la caspa, y ponerse una camisa limpia, calzones limpios y ropa de domingo. Las mujeres lo mismo, con las variantes de ropa propia del sexo. La limpieza de cintura para abajo no era integral sino selectiva y de tarde en tarde: ellos y ellas se limpiaban el sexo con un paño húmedo cuando el vello púbico se convertía en un amasijo de pelo y semen, o cuando se sentían escocidos en la entrepierna, a la que seguidamente se aplicaban polvos de talco. Las pelotillas de excremento, fijadas al bello anal, habrían de caerse por si solas con el tiempo, si antes no eran arrastradas por la piedra higiénica con la que se limpiaban el culo. Las mujeres usaban, en algunos casos, el agua de colonia a granel; los hombres, sólo después de afeitarse para evitar se enconaran los inevitables cortes. Y esto, que pareciera una exageración, supongo quedará avalado si me remito a la obra «El médico en casa», que guardo como un tesoro, y en donde se puede leer esta perla increíble: «La utilidad de los baños de limpieza es incontestable; se deberán usar una vez por semana. Ahora bien; en París, la estadística suministra como término medio dos o tres baños por año y habitante» No sigue el autor o autores explicando si por venir de París (no obstante), quizá su primera recomendación estaba siendo sometida a riguroso estudio sobre los posibles efectos secundarios que podían sobrevenir por bañarse tan a menudo, por lo que debiera tomarse con reservas. Y no es extraño que estas recomendaciones, lo mismo que otras en libros religiosos, conformaran los hábitos de muchas de aquellas gentes; una casa que se preciara de estar al día, debería contar con ese libro o similar, en el propósito ampuloso y casi eufemístico de disponer a mano de una «Gran Enciclopedia Práctica Ilustrada de Medicina e Higiene»

Como el olor que todos despedían era uniforme, difícil era distinguir quién era limpio y quién sucio, salvo aquel que trataba con caballos o cerdos de forma habitual, que el olor a estos animales siempre impregnaba de un tufillo desagradable para los demás y difícil de evitar. Los problemas con los dedos de los pies eran bastante comunes, y a los que en lugar de prevención por vía de la limpieza, lo que todo el mundo sabía era de remedios caseros para que cicatrizaran las llagas; menos sabían cómo evitar y luego curar el uñero, o uña que se incrustaba en la carne buscando espacio donde crecer; lo normal era que siempre terminara en acceso purulento y la inevitable intervención del médico rural, después de recomendar una previa limpieza a base de poner los pies en remojo, en agua y sal, para ablandar las costras.»

Yo viví estas experiencias; ahora hago literatura de ellas, pero sólo por encontrar la catarsis que me libere del pasado, del pasado, porque ahora, limpios como solemos estar, somos pasto de los virus, seguro que aprecian nuestra higiene.

Música versus soledad

Música para calmar la ansiedad, música para elevar el alma caída, música para desentumecer los oídos de silencio, música que penetra en la venas y las ensancha, música que te hace olvidar; olvidar es lo más maravilloso que te puede suceder. Mi ordenador está lleno de música, tengo donde elegir y elijo al azar. Con frecuencia corto a los primeros compases, no me pellizca los sentidos. Pero cuando la sigo y la sigo, mi cuerpo se transforma para dar cobijo a mi alma que se ensancha a la par que mis venas. Y cuando termina, ya nada es como antes; veo la vida, la que antes permanecía en las tinieblas.

Al mirar desde mi ventana, veo cosas antes desapercibidas. Para que mi vista se pose en la ciudad, antes he recorrido un campo que, milagrosamente, se me ofrece verde. Estaba acostumbrado a verlo sin el verdor de la primavera por culpa de la pertinaz sequía. ¿Qué ha sucedido, si no recuerdo que haya llovido en las últimas semanas? ¿Son mis ojos daltónicos los que cambian los colores? No es eso, no es eso. Hay árboles que resisten la sequía, hierbas que crecen con el rocío de las mañanas, no es una mancha verde, son aquellas muestras que sólo el alma abierta a la contemplación de la vida es capaz de suplir unos ojos que sólo te permiten ver la realidad. La vida es otra cosa. Allí donde la realidad te muestra el final de la vida, sólo el alma puede mostrarte que es el principio. Y la música, alguna música, te cambia por algo tan maravilloso como ver la vida, aunque permanezcas con los ojos cerrados por la soledad.

Lillie pide que la dejes…

Si me dejas tocar tu alma tus oídos repletos de silencios. Se unirán a turgente melodia. Atrás quedarán los vacíos diarios que ocupas con el móvil o el tv

Si me dejas que te toque el alma tu sexo fugitivo del deseo distante con frecuencia de tus manos recibirás frenético el instante redivivo. Te crecerán jadeos en las vísceras tus labios colmados de saliva han de olvidar su añeja sequedad
Si me dejas tocarte en el alma aunque sea por segundos será imposible retornar al tedio sin convertirlo en vehemente desafío.
(Titulos de la autoría Lillie Langtry están bajo registro legal en Safe Creative)

Yo te dejo, Lillie, haz de mí lo que quieras

Jose

¿Qué está pasando?

María preguntó a José, su marido, al llegar a casa del trabajo. La noticia acababa de darse en la televisión. En un corte de la programación habitual, el Gobierno decretaba el estado de excepción, según el Presidente, El País estaba ante una emergencia sanitaria y como medida excepcional, todos los ciudadanos deberían permanecer en sus casas. En sucesivos comunicados, se irían dando instrucciones complementarias.

María y José vivían en un piso alquilado en un suburbio de la ciudad. Dos habitaciones, una mini cocina, una pequeña salita comedor y un cuarto de baño con lo esencial. Tres ventanas que daban a un patio interior, donde de otras ventanas servían para comunicarse los vecinos y para tender la ropa en tendederos respectivos. El edificio, de cuatro plantas, sin ascensor, estaba situado en una calle estrecha, las ventanas que daban a la calle eran el privilegio de los inquilinos que podían pagar más por el alquiler. José y María vivian en una tercera planta.

José y María tenían un hijo de corta edad, cuatro años más o menos, que llevaba la madre a la guardería municipal a diario, allí le daban una comida y la merienda, todo por cuenta del Ayuntamiento. Esto suponía un alivio para la familia, pues José ganaba poco más del sueldo interprofesional y las horas extra que echaba. María ayudaba a la economía familiar con lo que le daban en una casa en la que limpiaba tres veces por semana, apenas para cubrir los gastos fijos para mantener la vivienda. La situación de la familia era de una precariedad manifiesta, nada excepcional, como ella había otras muchas, incluso en peores condiciones.

–En el metro se hablaba de que estamos con una enfermedad muy contagiosa que nos la habíamos traído de China. ¿Qué han dado las noticias?– preguntó Jose a su esposa.

–El Presidente del Gobierno ha cortado la tele para comunicar que debemos quedarnos en casa, no ha dicho que por una enfermedad, pero seguirá dando instrucciones.

Ha pasado un mes desde que María, José y su hijo han permanecido en casa, ahora ya saben todo lo que se dice está sucediendo. José no ha vuelto a trabajar, María tampoco, el niño ha estado con ellos, también la guardería había cerrado. La escasez de alimentos se empieza a hacer patente, las restricciones les permiten salir a comprarlos en la tienda de alimentación más cercana y con estrictas medidas anticontaminación. Cuentan los euros que tienen y los que pueden gastar, alargando, no saben cuánto, la situación. El Gobierno promete ayudas que no llegan, no a José y María.

José y María comienzan a inquietarse cuando ya llevan mes y medio en la misma situación. El alquiler de la vivienda han dejado de pagarlo, tampoco han abonado el recibo de electricidad y agua, aunque, de momento, siguen sin que nada haya cambiado. El propietario del piso quizá no ha querido o no ha podido exigirles que abandonen la vivienda. Pero José y María viven con esa permanente inquietud. Ningún organismo oficial del Gobierno da soluciones claras e inmediatas, aunque no paran de ofrecerlas a corto plazo. Para José y María, el tiempo ya se ha agotado, no les queda ni un euro para hacer la mínima compra de alimentos. Un vecino les da diariamente una barra de pan y un bric de leche, con eso se mantienen el matrimonio y el hijo, con eso y que José va al supermercado a diario y guarda en sus bolsillos algo de fruta y aquello que no tenga código de barras y le permita sacarlo sin ser detectado. José calla, es María la que pregunta constantemente:

–¿Qué va a ser de nosotros, Jose?

José siempre responde:

–No lo sé, María. Esta situación puede durar más de lo que podamos soportar.

–Dicen que no nos pueden echar del piso, y que nos van a dar una paga.

–No me lo creo, el Gobierno sólo quiere que esperemos como sea, no tiene otra salida.

–Si te parece, vamos cada día y por separado al super. Algo traeremos sin comprometernos.

Jose y María comenzaron a robar algunas cosas que les fueron ayudando a sostenerse. En una de esas ocasiones, José fue parado por un control policial. Le preguntaron de dónde venía. Contestó que del Supermercado. El policía lo miró de arriba a abajo y le dijo: «no veo la compra que has hecho» . José le respondió mientras se sacaba lo robado de los bolsillos: «no tengo otro medio para mantener a mi familia, cojo lo indispensable». El policía miró a un lado y al otro para asegurarse de que ningún compañero le observaba y le dijo a José: «Tendría que denunciarte, pero voy a hacer la vista gorda, como si no te hubiese pillado. Yo también tengo familia y sé lo que estarás pasando para verte obligado a hacer esto». Anda, vete a casa, y que no te veas obligado a cometer delitos mayores.» Antonio le dio unas tímidas gracias, y avergonzado por haber llegado a esa situación, se dirigió a su casa.

José comentó con María lo sucedido, y ambos llegaron a la conclusión de que si seguían así, en otra ocasión no tendrían tanta suerte, no temieron a una posible multa, que no podrían pagar, pero cualquier otra penalización por el delito de hurto sería para ellos inasumible moralmente. A partir de entonces, Antonio, al anochecer, se acercaba a los contenedores de la basura y hurgaba en bolsas y cajas. Siempre encontraba algo que aún podía ser consumido, y eso no era delito, aunque sí motivo de vergüenza para un Antonio siempre correcto que, ahora, se veía impotente para encontrar otra solución.

Mientras la prensa y demás medios de comunicación sólo hablaban de infectados, muertos y curados, dando datos falsos que beneficiaban al Gobierno, Muchas familias, como la de Antonio y María, vivían en la precariedad más absoluta. Seguramente en aquellas casas infectadas de pobreza, morían sus habitantes, no por la pandemia, sino por la extinción natural que provoca el hambre. Pero esas muertes no eran contabilizadas, formaban parte de las muertes naturales.

José, María y su hijo, siguen vivos, si vivir así es una suerte.

No sé…

Qué va a ser de mí, de nosotros, de todos los seres que pueblan esta tierra, minúscula en el espacio, pero grande para lo poco que somos cada uno de nosotros.

No es el caso que ocupa la inquietud del mundo. El pesimismo, el optimismo, la reserva de los que opinan no nos dan la clave. Algunos, científicos de prestigio, dicen, lisa y llanamente, que la humanidad ha entrado en periodo de extinción. No lo podremos comprobar, pues esa extinción no es inmediata, y todos nosotros habremos desaparecido de forma no natural, quizá precursores del final. Otros hilan fino y toman como razón y argumento que el hombre va camino de ser estéril y, por tanto, algo así como cuenta la serie «La Criada» (En un futuro distópico, no muy lejano en el tiempo, la tasa de natalidad del mundo se desploma como resultado de las infecciones de transmisión sexual y de la contaminación ambiental. Wikipedia). En la serie son las mujeres, ahora se dice que es el esperma el que viene, de forma alarmante, perdiendo calidad, que de esos polvos, vendrán los lodos correspondientes, y los niños sólo se verán en los álbumes de fotos familiares.

Los que mandan van a lo suyo. Nos animan de mil formas a creer que la solución está en sus manos. Especie que se extinguirá, según la premisa anterior. Nadie los echará de menos.

Y siendo de la especie que piensa, tampoco es para lamentarme. Somos de lo que comemos, y lo que nadie puede discutirme es que estamos hartos de comer mierda, y el resultado es el que se puede adivinar, sin necesidad de echar mano de ciencias como la prospectiva ( ciencia que trata de anticipar el futuro, tenerlo delante de la mesa, y modificarlo convenientemente para que no nos coja desprevenidos, según su creador Gaston Berger), porque si se pudiese diseñar el futuro, algo utópico, la cosa tendría solución. ¿Quién es tan iluso que crea que los humanos, a la orden de los que mandan, dejemos de comer mierda?

Bueno, aprovechemos el tiempo que nos queda, y que algún organismo supranacional envíe a tiempo al espacio a la última mujer fértil y el último hombre capaz de engendrar. No sé si valdrá la pena, pero nos permite soñar en la supervivencia de la especie. Despertaremos, y todo seguirá igual.

Historia jamás contada

Hubo un tiempo en el que todos éramos jóvenes, quiero decir que no éramos viejos. Parece una perogrullada, pero se explica mejor si digo que por entonces no nos preocupaba el futuro, vivíamos el presente con cierta pasión. La vejez quedaba lejos y sólo la teníamos en cuenta como una contradicción con el fin de la vida.

Sin preguntarnos la edad, los dos sabíamos que existía un desfase en nuestras juventudes respectivas; unos 25 años, más o menos, que la precisión poco importa. Ella pareció tomarme en serio, yo a ella sólo la respeté. Nos encontrábamos a menudo bajo el epígrafe de la literatura, sin otras pretensiones que ir marcando nuestros respectivos caminos, veredas, senderos, nunca autopistas. Los dos sabíamos que nunca llegaríamos a una meta importante. Quizá porque yo había empezado antes a caminar, le llevaba alguna delantera, pero al no existir metas, esa delantera nunca parecía que yo la iba ganando. Ella, eso sí, me veía como el señuelo a seguir, yo nunca como la presa a cazar.

Hoy, ya la juventud convertida en anécdota, nos confesamos; no habrá penitencias por nuestros respectivos errores, simplemente hacemos balance de un pasado cercano al presente para que nuestras respectivas vidas no sean nostalgia ni desespero. Ella me habla de sicólogos que la tratan de depresión, yo de mi paso por los quirófanos. Ambas circunstancias se enmarcan en una existencia precaria de la que ya no saldremos fortalecidos, tampoco derrotados.

Yo, por eso de no verme acabado para ella, quisiera ofrecerle una pequeña meta: que yo pare y ella me alcance, y juntos, sin prisa, caminemos mirando hacia adelante; no habrá horizonte, pero compartiremos el presente que nos queda, ese presente que yo prefiero llamar «siempre es hoy». Esta es una confesión de parte, una mini historia jamás contada. Quizá, al final, no haya historia y sólo literatura, pero esta vez, confieso que mi corazón ha latido desbocado al escribirla.

Mini cuento

Un padre, insatisfecho por la forma en que su hijo le correspondía, a él se dirigió en estos términos:

«Hijo, tengo que decirte que no comprendo tu comportamiento para conmigo. Mientras eras pequeño e, incluso, un mozalbete, nunca sentí tu desafección, al contrario, creo que tu padre era para ti el padre del que te sentías orgulloso, que te protegía y te enseñaba a dar pasos firmes por la vida. Y no estabas desencaminado, pues para mí no había nada más importante, y todo lo que hacía por ti, siempre era mi intención de que fuera para bien, para que todos los pasos que dieses en la vida fuesen los correctos. Mal padre habría sido si te hubiese dejado crecer a tu aire, bajo el pernicioso ejemplo de la calle, de otros chicos que no contaban con un padre como tú. ¿Qué hice mal para que ahora, ya mayor, no me dispenses el reconocimiento que deberías observar con tu padre? Apenas te comunicas conmigo, no me pides consejo, aceptas de mala gana el que te doy por tu bien. Sepas que sufro porque quisiera comprenderte, encontrar la razón que te ha llevado a ser así conmigo, y si tu explicación es la que alberga tu mente y nunca me confesaste, tendrás razón y yo habré estado equivocado. Te pediré perdón, lo único que puedo hoy hacer.»

Mientras estoy decía aquel padre, el joven, ya independiente del hogar paterno, en ocasional visita, permanecía sentado en un sillón del salón, parecía ensimismado con su teléfono móvil, tecleando espasmódico algún mensaje o siguiendo un juego compartido. Terminado que su padre hubo de hablar, dejó el teléfono sobre la mesa y levantó la vista dirigiéndose a su padre. Tomó el turno de la palabra y habló así:

«Te he escuchado, padre, aunque me hayas visto ausente. En realidad no podía mirarte mientras me hablabas. Quieres saber qué razón me lleva a comportarme de forma que que te preocupa o te duele, y te la voy a decir: Todo lo que has dicho, con ser cierto, careció de algo tan elemental como lo que no hiciste: cuando me equivoque no me corregiste, te enfadaste. Cuando lloré por algo personal, no me consolaste, me reprochaste que eso no era de hombres. Cuando quise hacer algo por mí mismo, no me empujaste, fuiste un muro infranqueable, porque lo viste inconveniente. Ahora, no es que quiera pagarte por todo lo que no hiciste, padre, es que es la única forma que tengo de evitar que mi padre siga pensando que necesito de su protección para no equivocarme. Mira, tú hiciste las cosas a tu manera, con la mejor intención; deja que yo ahora haga las cosas a mi manera, también sin mala intención.

El padre se fue y el joven siguió tecleando el teléfono.

Hoy ha salido el sol

Ni una nube empaña el azul del cielo. Hoy más azul porque no hay polución; no hay coches circulando, las casas ya no tienen chimeneas, sólo el humo de los cigarrillos, pero eso es poco, salvo para los pulmones de los que fuman y para la estadística de muertes por cáncer.

Hoy ha salido el sol, dicen, simplificando, que para procurarle al cuerpo la vitamina D que necesita. Pero ese sol ya no baña los cuerpos desnudos en las playas, en las piscinas de los hoteles, habrá que tomarlo abriendo las ventanas o saliendo al balcón. Es un gran desperdicio que ese sol que hoy ha salido se vaya sin proporcionarnos un poco de luz vivificadora. Nuestra única esperanza es que vuelva a salir como un permanente regalo para la vida.

Pero estoy hablando en pesimista. Ese sol que hoy ha salido será aprovechado por las plantas, por los animales que están libres, y así, gracias a que el sol no es el problema, los seres humanos podremos ver que el sol seguirá saliendo mañana. Hoy por hoy, el sol apenas nos importa: ni siquiera el sol nos saca de la oscuridad que nos rodea. El problema somos nosotros, la solución sólo en nuestras manos.