La manzana no era la solución

Ella no quería manzanas; no le gustaban las manzanas, de ninguna variedad, ni crudas ni confitadas. Odiaba las manzanas desde muy pequeña, desde que le dieron el primer puré de manzanas como postre o como complemento alimenticio y tuvo nauseas. Las odiaba más porque sus padres insistían en que comiera manzanas, sólo manzanas. A ella le hubiese apetecido comer otra fruta, y lloraba a su madre para que no se las diera. Pero su madre insistía en la bondad de las manzanas: vitaminas, limpiaban la dentadura, regulaba el intestino, y hasta, para animarla, le decía que eran fuente de belleza, que se le pondría piel de manzana, la piel más bonita que una niña podía exhibir con orgullo, o, por lo contrario, su piel sería arrugada si  comía manzanas. Nada de esto la convencía e insistía en que las manzanas le daban náuseas. La madre, preocupada por la carencia de vitaminas que su niña padecía, consultó a un médico. Obviamente el médico le aconsejó que le diera más verdura y otras frutas que le gustaran a la niña.

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A mi pensamiento lo mueven las pulgas

La paloma no vuela, tiene las alas rotas, remendadas,  y son de plata con reflejos de luna. Ella quiere volar y levanta una pata,luego la otra sin bajar la primera. Por un instante se siente suspendida en el aire. Desde esa posición forzada, susurra, grita, reclama  libertad, la libertad que le daba el vuelo sobre la mar negra, esa mar que se interpone entre el amor y el  firme suelo.

Si sus alas fuesen de oro, al menos podría oscurecer al sol, y aun varada en la firme tierra, podría tener el consuelo de ser un Ícaro pequeño.

No hay amores en libertad. Libertad implica el egoísmo de amarse a uno mismo y siempre querer volar, aunque sea sobre el  abismo donde se refugia el dragón de la soledad.

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Cuento nada retórico, para mayores con reparos

Estas y parecidas cosas  escribía yo en 2001, pero no penséis que para consumo propio, guardadas en una caja fuerte para que no vieran la luz cegadora de la crítica; no, tan pronto las terminaba, las daba a enviar sin pudor, sin encomendarme a ningún santo ante el previsible chaparrón que podía venirme encima. Disfrutaba de mi libertad de creación, y hasta me regocijaba imaginando las caras de algunos lectores ante tan insólito desparpajo, soez incluso. Curiosamente, cuanto más canalla me expresaba, mayor era el éxito de público. Llegué a pensar si también los lectores se sentían más libres después de leerme.

En fin, perdonad la osadía, si a alguien se le paró el reloj. Hoy todo ha evolucionado, y ya nadie conoce el significado de la palabra escándalo. 

El cuento se lo dediqué a una tal Tazz, que lamento no recordar si me retiró el saludo o se convirtió en mi incondicional.

***

Erase una vez (todos los cuentos deberían comenzar así) un hermoso hombre, pongamos que de 60 años, que escribía cosas, las más de las veces de tintes transcendentes. Tambíén algún poema cuando se le hinchaban los cojones al comprobar cómo  se despreciaba su pensamiento sutil y profundo, quizá porque los demás andaban en otras cosas más prosáicas, casi todas situadas entre el corazón y la entrepierna. El bello viejo estaba desesperado y no sabía qué rumbo tomar: si dejar la transcendencia y dedicarse a escribir en columna jónica, o mandar a tomar por culo todo lo relacionado con escribir y dedicarse a emparejar hormigas con cucarachas.

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Donde la verdad puede terminar siendo un cuento terrorífico

I

Leopoldo, Leo en lo sucesivo, es un hombre anormal; anormal, no loco; o loco, pero con esa locura absolutamente racional de los locos que hacen locuras sólo cuando quieren. De él dicen los que lo conocen que es un loco, y no que está loco. Leo utiliza la locura  para protestar, para no sentirse un innominado del rebaño, nunca para joder al prójimo si el prójimo no se ha insinuado públicamente, de lo contrario podrían haberlo recluido en un centro de salud mental. Leo, cuando protesta, no lo hace como todo el mundo. Si algo no le gusta, qué sé yo: de la política, de los precios, del comportamiento de sus vecinos, de un gasto excesivo que ha hecho su esposa… de cualquier cosa con la que no está de acuerdo o le desagrada, Leo, invariablemente, manifiesta su contrariedad subiéndose al tejado de su casa con una pancarta alusiva al caso que le perturba. Y para que no pase desapercibido a nadie, lleva con él un cencerro de considerables dimensiones que hace sonar hasta que se cansa, luego descansa y vuelta a empezar. Y no lo hace a cualquier hora: se levanta con las primeras luces y se encarama al tejado, en el que permanece hasta las doce del medio día, ni un minuto más ni uno menos. Luego baja y suele mezclarse con la gente que desde la calle le mira divertida o enfadada; en ocasiones atiende a algún periodista y se deja filmar por alguna televisión. Es ya todo un personaje popular. Raro es el suceso, político o social, que no tenga su réplica en la pancarta de Leo y luego divulgada por los medios: «Hoy la pancarta de Leo decía tal o cual cosa». Los políticos le temen por la gran difusión de sus protestas, y cualquier persona que es objeto de su atención, manifestada de forma tan peculiar, se abochorna, pues sus sentencias son inapelables. Es ya una especie de conciencia colectiva y un oráculo al que se le consulta para tomar posición ante los más variados temas. Sí algún día deja de subir al tejado, la gente se preocupa por él y llaman a su casa para interesarse por su estado. Hoy es uno de esos días en los que Leo no ha aparecido en el tejado. Seguro, piensan todos los que le siguen, Leo está enfermo, y alguno se decide a pulsar el timbre del intercomunicador del portal de su casa. Al otro lado, una voz de mujer pregunta quién llama y qué desea. «¿Está enfermo Leo?, pregunta el interesado. «No ¿Por qué?», pregunta la voz femenina. «Como hoy no ha aparecido en el tejado…», medio aclara el interesado. » Pues… no, no está enfermo. Hoy no ha aparecido en el tejado  porque no tenía nada que decir», dice la voz femenina desde el otro lado. «¿Es usted su esposa?», vuelve el interesado a preguntar. El interesado espera la respuesta en vano; nadie responde. Los que presencian la escena se intercambian consignas y se van retirando a sus tareas.

Seguro que mañana habrá una gran expectación; conociendo a Leo, mañana puede que proteste de sí mismo, por primera vez, y eso constituye una gran novedad.

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De cómo tiempo atrás fui esclavo de mi obra

Esto que sigue lo escribí en 2003. Hoy me resulta imprescindible traerlo aquí como testimonio de los avatares de un escritor, por entonces, ilusionado. Habla por sí sólo del mérito que supone haber superado aquella fase donde el fracaso estaba cantado. Hoy, 15 años después, las heridas han sido tantas, que ya no me queda piel donde pueda crecer la gloria que todo escritor espera recoger de su obra. Aún así, no he renunciado a seguir escribiendo. Martillea mi cabeza la frase de un escritor consagrado: «Escribir no es ser escritor». Ya no sé si soy escritor o sólo escribo.

***

Comencé hace siete años,  a escribir algo indefinido a priori. Tenía, entonces, poco oficio y mucho entusiasmo. En realidad, acababa de poner en práctica una vocación aparcada por mucho tiempo, toda una vida esperando el momento. Como era de esperar, mirándolo con la perspectiva de hoy, aquello más se asemejaba a un engendro que a una obra literaria aceptablemente estructurada, gramaticalmente aseada, conceptualmente inteligible. Los personajes más parecían monos chillones, que unos seres humanos consecuentes con voliciones corrientes. Su extravagancia moviéndose por las páginas de la obra se salía de los márgenes.

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Simplicio y la puta filósofa

Simplicio decidió ir de putas justo cuando se cumplía un mes de la muerte de su esposa. Tenía cincuenta y cinco años, se había quedado solo en casa, y aún su cuerpo andaba con la libido más o menos exigente. Durante la larga enfermedad de su difunta, pudo soportar la abstinencia aliviándose ocasionalmente a solas e, igualmente, el mes desde su defunción. Pero echaba de menos el contacto con una mujer de carne y hueso que diera paso a la manipulación pura y dura de su imaginación y la ayuda de una revista pornográfica que guardaba en su casa. Como no tenía relación con ninguna mujer que él supiera receptiva, le pareció que no tenía otra alternativa que la de recabar los servicios de una profesional del sexo. Tenía noticias por dónde en la ciudad andaban esas mujeres ofreciendo su mercancía, y allá se fue una noche de sábado. Una vez había llegado con su coche a aquel parque, su mirar  a una y otra fue suficiente para aquellas mujeres, que vieron en él una presa potencial en forma de cliente. Alguna le hacía señales de que parara, pero él seguía haciendo rodar su coche lentamente, pagándoles, como mucho, con una ligera sonrisa. Cada vez se veían menos y Simplicio pensó que tenía que decidirse por alguna o saldría del parque como si hubiese hecho un tour turístico para japoneses. Pensó que su indecisión había valido la pena, cuando divisó un cuerpo en la penumbra que parecía ser el último chiringuito de aquella feria. La verdad es que aquel cuerpo daba la impresión de ser el postre de un bufé bien surtido de viandas apetitosas, y Simplicio no lo dudó. Se aproximó al lugar donde se vislumbraba aquella figura con la sana idea de contratarla, si ella aceptaba, por toda la noche. Según se acercaba, podía Simplicio apreciar más y más los extraordinarios encantos de lo que sin duda era una mujer impresionante. Cuando llegó a su altura, ya algo tocado de impaciencia, paró su coche y esperó. La mujer salió completamente de la sombra y se acercó a la ventanilla. Simplicio nunca había ido de putas y no sabía nada del protocolo que se seguía en eso casos, así que decidió dejarse llevar por la iniciativa de aquella mujer.

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Dexter

Dexter es el título de una serie que estoy viendo. Como acostumbro con las series que me impactan, voy a dar mi parecer sobre ésta. Que nadie que me lea piense que estoy haciendo apología de  lo que allí se muestra. 96 capítulos en 8 temporadas. Voy por la cuarta y ya creo tener una opinión, al margen de como termine. Lo que la serie nos cuenta es que un hombre, Dexter, siente un irrefrenable impulso por matar a los asesinos que han burlado la justicia ordinaria. Le viene de pequeño, su padre advierte lo que parece inevitable y trata de encauzarlo dándole un código (el código Harry). La serie es una secuencia de asesinatos al estilo Justiciero, pero con el código Harry muy preciso y exigente, todos flashback son justificados para Dexter: los criminales deben morir, no andar sueltos valiéndose de artimañas para burlar la justicia. El material abunda y a Dexter no le falta trabajo. Forense de la policía de Miami, tiene acceso a todos los casos que ésta maneja. Inteligente que es, no deja huellas. Pero Dexter no es un psicópata al que  se le ve en la cara lo que intenta ocultar. Dexter es una persona normal, afable, poco hablador, buen amante con algún desliz, cariñoso con sus hijos adoptivos, responsable de su hijo natural y apreciado por sus compañeros policías. Por si al que visiona la serie le pareciera cuestionable la secreta actividad de Dexter, frecuentes flashback muestran a Dexter pequeño y a su padre intentando llevarle «por el buen camino». De esa forma se tiene la impresión de estar ante un espécimen humano inevitable, con pocas margen para la censura. Algo parecido a un humano que nace deforme.

Y si no se censura, ¿quiere decir que se admite o, incluso, que se aplaude?

Los códigos de la sociedad no siempre coinciden con los códigos personales. Podemos censurar las guerras, pero ahí están. Matar en el nombre de Dios, algo hoy habitual,  merece un tratamiento distinto para según qué sociedad. ¿Matar a un asesino, por más que nos repugne que siga vivo, está justificado? ¿La pena de muerte legal está justificada?

Dexter sabe que está sólo en la comprensión que se puedan tener de su actividad los demás, por eso la mantiene en secreto. Dexter no tiene conciencia de estar haciendo algo mal; su código es el que le dio su padre, Harry. Dexter no es el código de la selva o de una  sociedad garantista que protege la vida de los ciudadanos, sean o no asesinos. Dexter no se beneficia de las muertes que causa. Dexter no mata por venganza. Dexter no mata de forma indiscriminada. Dexter mata porque no puede evitarlo, y porque sigue un código estricto, el código Harry, Dexter se sitúa fuera de cualquier sistema que lo intente juzgar.

Yo tampoco lo juzgo.

 

 

Mujer contra mujer

4:39 PM. Es  Mayo de 2018. Acabo de recuperarme del sopor de mi pequeña siesta. Es una mala costumbre. Estoy seguro que parte de mi sobrepeso se debe al hecho de acostarme inmediatamente después de comer. Pero lo tomo como si fuese una necesidad vital; lo cierto es que esta siesta me permite luego dormir menos, trasnochar,  despertarme a media noche, vivir algo más cada día, aunque acorte mi vida contada en años. Enseguida tomo un café y enciendo un cigarro. Debe ser también una necesidad inevitable; estoy seguro que me da sosiego, desentumece mi cerebro aún somnoliento y me hace sentir que estoy listo para emprender mi aventura diaria de escribir; y aunque quizá esta costumbre acorte mi vida contada en años, vivo más intensamente el día a día.

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Soliloquios a las 5 h, AM

Soliloquio 1

Las causas jodidas (de infortunio) que pueden converger al mismo tiempo sobre una persona pueden ser infinitas. No dan respiro. Buscando un símil, sería como una nube de cuervos cayendo sobre un cadáver. Ni un rayo de luz sería capaz de atravesar tanta negrura. La persona que sufre un tal acoso, se pregunta, en primer término, qué ha hecho  para padecer de tan mala suerte. Cuando acepta que la suerte es algo inaprensible, que no se puede diseñar a gusto y medida, entonces se pregunta por qué, en un momento dado, confluyen en ella toda clase de desventuras y ninguna dicha. No teniendo respuestas a preguntas tan razonables, la persona pude preguntarse de qué le sirve intentar comprenderlo. Podría, entonces, resignarse y esperar que el futuro le sea propicio y le llegue  la ocasión en el que las venturosas circunstancia se abran paso entre las desdichas y, si no eliminándolas por completo, si sean lo suficientemente gratificantes como para considerarse una persona afortunada. Pero cabe preguntarse: si todo es tan azaroso y la persona tan inerme, ¿por qué se desea con ahínco ser feliz y no se desea con igual fuerza dejar de ser desgraciado? Mientras encuentro una respuesta lógica a tan razonable pregunta, yo sólo espero que me cambie la suerte.

Soliloquio 2

Me encuentro solo. Yo lo he buscado. Sé que en algún lugar impreciso de este mundo tengo un montón de amigos, que a una queja mía se volcarían en palabras de ánimo. Y, sin embargo, huyo de ellos. Pareciera que la soledad me es precisa para concentrarme en el dolor que me causan mis pesares. Como si no quisiera la anestesia que supondría compartirlos con alguien. Como si necesitara, sin distracciones, avistar sus idas y venidas, cayendo sobre mí con sus picotazos, en ocasiones sobre heridas aún abiertas. Me complazco incoherentemente en mi dolor, puesto que no hago nada por evitarlo. Si mi cara es el espejo de mi alma, no quiero que los demás la sufran contándoles mis desdichas. ¡Dejadme morir en paz!, grita el moribundo. Yo no puedo decir lo mismo. Ni estoy moribundo ni quiero la paz; sólo quiero estar solo.

Soliloquio 3

Hago un pacto conmigo mismo. Ya que estoy sólo y que así quiero estar, me propongo olvidarme de los pesares y aparentar estar lo más festivo que se me ocurra. Tengo que aparentarlo aquí, donde detecto que me miran, quizá incondicionales amigos que respetan mi soledad, públicamente pedida. Se lo debo a ellos. Y no debe suponerme gran esfuerzo. Y ellos me lo agradecerán, porque, como yo, se olvidarán que tengo eso genérico que he venido en llamar pesares. Así, por lo menos, no los tendrán por mí. Ese es mi pacto, amigos. Voy a ver cómo lo desarrollo. Por ejemplo, se me ocurre describir un hecho verdaderamente festivo. Hoy era mi onomástica. Con ese motivo, hoy en mi casa hubo una pequeña fiesta. Yo llamo fiesta, y para no exagerar, a cualquier cosa que convoque a mi solitaria vivienda, dos cosas fundamentales: la visita de más de dos personas y que suene el teléfono más de dos veces. Y esta circunstancia, indudablemente con motivo de mi onomástica, se ha superado en número: he tenido la visita de tres personas y, si no recuerdo mal, por lo menos cinco veces sonó el teléfono. Sin duda, y por mi onomástica, también la comida de mediodía ha sido especial. No vale la pena que la describa, no vaya a ser que mis amigos la entiendan demasiado sobria como para considerarla especial. El caso es que había ambiente de fiesta, y así la considero. Hasta me reí con alguna ocurrencia de mi nieto. También descorché una botella de vino de una reserva especial. Y me cantaron el «feliz, feliz en tu día». Como me debía a mis visitantes  y atender al teléfono, hoy no vi los telediarios, que a buen seguro hablarían de la inminente guerra. Dadas mis solitarias rutinas, hoy en mi casa era una verdadera fiesta. Todo eso sucedió por unas horas en las que puedo asegurar a mis amigos que me olvidé de mis pesares. Luego, cuando volví a quedarme solo y el teléfono dejó de sonar, no volvieron los pesares, como debería suponerse; me enfrasqué en una lectura sencilla, precedida de gran fama psicoterapeútica: «El caballero de la armadura oxidada», de un tal Robert Fisher. Luego me dio por sentirme algo fatigado y me dormí una horita. Escribir es, sin duda, una de las pocas cosas que me evaden de los pesares. Y en esas estoy, amigos. Mientras escribo esto, medianoche, puedo aseguraros que no siento mis pesares. Por favor, no tengáis en cuenta que más arriba dije que iba a aparentar estar de lo más festivo. Ahora me voy a la cama, así que no os preocupéis por mí, amigos.

Son cosas que escribí

A ver si, con suerte, pillo a Rebeca dormida.

Estás en esa edad, mujer, en la que las margaritas se han vuelto rosas. Tiempo para ti pasado en el que el deshojar los pétalos de una margarita te llevaba a ser amada, a no ser amada. Pero un poco más allá de aquella desilusión, volvías a tomar una margarita entre tus dedos, y de nuevo la liturgia: me ama, no me ama, me ama… Y sucedía que esta vez tu boca dibujaba una sonrisa y tu corazón  se sosegaba de su desbocada incertidumbre. Y casi siempre acertaba la margarita. Toma ahora una margarita como azar digital de tus ensoñaciones y habrás representado el esperpento. Sin embargo, decía, esas margaritas de antaño bien pudieran ser ahora rosas. Con las rosas no intentarías una predicción del tipo me ama, no me ama… Una rosa en tus manos sería para acercártela con lentitud a la cara,  con tu mirada perdida en algún recuerdo de juventud. Luego la olerías y, a continuación, harías que rozara levemente tus labios, para, finalmente, ponerla en algún recipiente con agua.

No pretendo evidenciar que tu edad de ahora sea para ti el condenarte a la nostalgia; puedes encontrar el amor, pero éste ya no será la plétora de tu felicidad, tan sólo será una rosa cortada que se marchita un poco cada día.

(JDD 2003)

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