Elegia por Jaime

Jaime era un caso típico de persona acomodada al papel forzado que pusieron en sus manos allá por su niñez. Su voluntad careció, incluso, de la única contingencia que disponemos a lo largo de la vida: seguir nuestro destino en lugar del que se empeñan en marcarnos. Fue así que sus padres lo metieron en el seminario, como el que dispone de un mueble de su propiedad.

Jaime, al principio, aquello lo llevó mal, pero allí estaban preparados para esas contingencias menores, producto natural de una voluntad infantil siempre rebelde a lo que marcan los cánones, y poco a poco, sin encrucijadas en su camino -no había caminos alternativos dentro de los muros de aquel centro-, tomó el único camino que visualizaba su dirigido y unívoco pensamiento. Así, Jaime, sin elección posible, se aferró a su profesión de fe, cimentada de miedos y esperanzas, y aceptó ser vasallo del Dios que le habían pintado; se volvió beligerante con los hombres libres y fue un buen cura, casi perfecto. Ponía tanto ardor en los cometidos de su ministerio, que llegaba a las gentes metiéndoles el miedo en el cuerpo, el mismo miedo que él sentía. En definitiva era de lo que se trataba. Pero como todo los miedos inducidos, era un miedo que cada cuál soslayaba a su modo; el que más y el que menos, fuera de su influencia, hacía de su capa un sayo y se tiraba al monte, gracias a Dios. Él los perdonaba siempre, ¡cómo no!, en el nombre del Señor, y no era severo en las penitencias, quizá por un cierto espíritu liberal, o agiornado, como decían de él los pedantes.

Jaime, de naturaleza exuberante, también era un hombre que se abrasaba de deseos. Cuando esto ocurría, siempre hacía lo mismo: imploraba a su Dios la fuerza necesaria para superarlos. Casi siempre lo conseguía, y digo casi, porque en sus sueños las cosas no eran así. Jaime no comprendía aquella doble vida, la de la vigilia virtuosa y la de unos sueños, al decir de él, siempre de pecado y sin su Dios como referencia. Y así iba transcurriendo su vida, seca de día en soles ardientes y por la noche húmeda de rocíos balsámicos.

Una noche fue especial, coherente de secuencias, larga de sensaciones, completa de satisfacciones, libre.

Jaime sentía vivir en un mundo diferente. Era un mundo sin Dios, sin pecado, sin miedos; no existían leyes, mandamientos, ni jueces de togas negras y ojos negros de fuego negro. La vida discurría placida y todos los humanos parecían felices y contentos. No se rezaba, ni se imploraba, ni se ocultaban, ni se exhibían; simplemente estaban allí, exentos de maldiciones y de prejuicios. Y Jaime vestía una blanca túnica -que no existía el negro-, y caminaba descalzo por un verde prado -que no existían caminos-, y un arroyo era la música, y las flores el aroma, y las nubes, viajeras, carrozas blancas que transportaban veloces los pensamientos efímeros de los hombres. Todo eran sensaciones; no se pensaba, ni se razonaba, ni se imaginaba, ni se hablaba, sólo se sentía. Y en aquel mundo de los sentidos, Jaime los desplegaba todos, los abrazaba todos, los entregaba y los recibía todos, fundiendo su cuerpo con otro cuerpo, el cuerpo de una forma etérea en forma de mujer.

Cuando Jaime despertó, intentó volver al sueño. Jaime estaba extenuado, bañado de sudores que resbalaban sobre su cuerpo en perlas de nácar. Y cerró los ojos para no ver el día del pecado, de la virtud vencida, y de nuevo se dormía. Su corazón, roto de espasmos, dejó dormir, al fin, a aquel martirizado cuerpo para siempre.

Lloras Arbol

Desde mi venta, a veces, contemplo un árbol de fronda verdísima, con aspecto de tener una salud envidiable. Ese árbol vivirá más de cien años, si no es pasto de las llamas. Sobrevivirá sin quejarse, incluso en un año hostil de pertinaz sequía. Para eso ha extendido sus raíces en el profundo suelo en una longitud equivalente a su parte aérea. Y debe tener treinta metros. Según me contó un viejo del lugar, ese árbol lo plantó su padre cuando él nació. Era un pequeño arbusto.
—¿Cuántos años tiene usted? —le pregunté
—Setenta y cinco años —Me respondió
—Luego ese árbol tiene setenta cinco años.
—Así es, quizá un añito más hasta que fue arbusto.
Reflexioné, luego que dejé al viejo. Ese árbol me sobrevivirá, incluso si alcanzo la edad de cien años.
Hoy me acerqué a ese árbol con una idea en mi mente. Con una navaja tatué en su tronco una pequeña inscripción: «¿Has sufrido alguna vez?».
No esperaba que el árbol me respondiera, pero me senté a su sombra y contemple aquella pregunta, repitiéndola mentalmente. Lo lógico era no esperar allí a que nada sucediera, pero como siempre que nada sucede en mi entorno, mi imaginación viene a suplir ese vacío con mil y una cosas; es mi mundo.
Así estaba, medio absorto, cuando, de pronto, desconecté la imaginación. Mis sentidos detectaban algo digno de considerar. Las escisiones que había practicado en la corteza del árbol brillaban. Luego comenzaron a cubrirse de un líquido lechoso, para más tarde éste deslizarse tronco abajo en pequeños hilos como arroyos en miniatura. De nuevo, y ante aquella visión, mi imaginación me volvió a mi mundo, donde sabía que todo era posible.
—¿Lloras? —le pregunté.
Y como si aquel árbol se incorporara a mi mundo mágico, me responde:
—Llevo viviendo más de setenta y cinco años y nadie me había herido hasta hoy. ¿Tú qué crees?
Le pedí perdón,  y me fui pesaroso de allí. Ya en casa, y para no sentirme mal, me dije que todo había sido cosa de mi imaginación, que aquel árbol ni había sufrido y por ello llorado, y que, por supuesto, no me había respondido a la pregunta que le hiciera. Pero no conseguía del todo salir de aquel mundo imaginario. Con una cuchilla de afeitar me hice dos pequeños cortes en uno de mis muslos. Brotó sangre y sentí un dolor agudo. Nadie me oyó decir: Viejo árbol, ya sé lo que has sentido.
(JDD 2003)

Elena y el Deja Vu

Helena buscaba en las profundas simas de su memoria una explicación que le permitiera comprender aquel fenómeno.
Estaba segura de no haber vivido nunca aquella experiencia. Pero, ¿cómo entender que, en varias ocasiones, especialmente cuando la vigilia se fundía con el sueño, su aparente realidad la transportaba a un idílico escenario, un lugar donde la naturaleza parecía recién estrenada, sin asomo del deterioro actual? Y en ese escenario, ella compartía la exclusiva pertenencia de todas los cosas con un hombre, pero no un hombre con aspecto más o menos bello según los parámetros de la belleza masculina. Aquel hombre tenía todos los signos de ser lo que los científicos antropólogos llaman en la actualidad un homínido. Un cuerpo nada atractivo, pues su corta estatura, cubierto casi enteramente de pelo, sus pequeños ojos, su boca grande y otros rasgos físicos le asemejaban más a un mono que a un humano. Y de ella misma, algunas imágenes imprecisas que había obtenido reflejadas en el agua le aseguraban que su aspecto no era el actual y que guardaban similitud con su compañero. Y eso no era todo. Helena revivía en plenitud aquella existencia sin memoria de un antes y un después.

Continuar leyendo «Elena y el Deja Vu»

estaba proximo el verano


Estaba próximo el verano. Había llovido fuerte la noche anterior y el río bajaba crecido. Un grupo de amigos salimos del Instituto. La tarde era aún larga y el río era para nosotros un objeto de deseo. Allí fuimos los tres, quizá cuatro, pero no recuerdo al cuarto. Cuando el río estaba crecido era imposible intentar bañarse en él; la corriente era fuerte y nuestros conocimientos de la natación muy primarios; apenas si nos sosteníamos a flote en aguas profundas. Por donde nos acercamos, el agua había formado una isla. De este lado sólo era un brazo de agua, una especie de asa; por el otro estaba el cauce principal. “Vamos a cruzar a ese islote”, propuso alguien. Nos quitamos la ropa, excepto el calzoncillo. Y metimos los pies en el agua para cruzar andando aquel pequeño cauce secundario. Recuerdo que notaba la fuerza del agua por debajo de mi pecho. A duras penas conseguía afirmar mis pies sobre el fondo. Íbamos los tres –o los cuatro- separados no más de dos metros, unos de otros. Mi amigo comenzó a desplazarse hacia abajo de la fila que formábamos y se le veía manotear con fuerza intentando incorporarse a nosotros. Sus pies no debían anclarse suficientemente en el fondo y su cuerpo era poco a poco llevado por la corriente. No apreciamos el peligro en el que se encontraba y él tampoco pedía ayuda; sólo manoteaba desesperadamente.
Fue en unos segundos que desapareció engullido por el agua. Llamábamos pozas a los lugares del lecho del río que eran más profundas que el entorno, siempre peligrosas. El desplazamiento le debió llevar a una de esas pozas y en ella se hundió para no volver a aparecer, ni siquiera una mano para señalar su posición a título de despedida.
Mi otro amigo y yo, medio envarados de la impresión, regresamos a la orilla de partida. Recuerdo la dificultad que tuvimos para alcanzarla. Una vez en tierra firme, miramos atónitos a la superficie del agua, aún sin creernos que nuestro amigo pudiera haberse ahogado. Esperábamos verle reaparecer. Estábamos tiritando, de ese frío que producen los malos presagios. No recuerdo todas las sensaciones que experimenté después. Pero una no se me olvidará jamás, fue cuando mi amigo y yo, después de recoger la ropa, fuimos a casa de los padres, y aquel grito desgarrador de la hermana, luego de la madre, de las vecinas, que velozmente llegó a todos los rincones de la ciudad.
El río lo devolvió al día siguiente, pero lo devolvió sin alma.
Y a nosotros, sus amigos, por mucho tiempo nos pareció estar viviendo un sueño. Luego, volvimos a atender la llamada del río. Los objetos de deseo cuando traicionan a los demás, se convierten para uno en un atractivo fatal del que es imposible escapar; piensas . que eso del azar no va contigo, porque si no contó contigo en aquella ocasión, la misma situación jamás volverá a repetirse.
Y así fue.

el escritor atribulado

Quería escribir, sólo escribir historias que imaginaba. Vivía encerrado en su mundo, un mundo grande o pequeño, de sueños con pesadillas y otros, ocasionales, amables y reparadores. Pero era su mundo y lo asumía con estoicismo.
Un día decidió ver qué sucedía en el otro mundo, el que estaba fuera de sus pensamientos, pues, aunque lo recordaba, llevaba ausente de él mucho tiempo. Y lo primero que hizo fue encender un viejo televisor que había mantenido apagado todo ese tiempo ausente. Pensaba el hombre que esa era una buena ventana para de forma rápida ojear el exterior. El televisor no se había muerto de esperar y funcionó.
El mundo seguía viéndose en blanco y negro porque su televisor era antiguo. Pero ese detalle no le importó. Se fijó en los contenidos. No apreció ninguna diferencia con el mundo que recordaba, después de repasar las diversas cadenas que sintonizó. Y decidió que no valía la pena seguir buscando algo nuevo que le llamara la atención. Decidió, entonces, encender una vieja radio que guardaba casi como un adorno antiguo en el pequeño cuarto donde escribía. Todo seguía igual, salvo alguna variación en la música que se escuchaba y qué a él le pareció horrorosa. Desencantado, apago también la radio. Se puso a pensar si habría algo en el mundo exterior que fuese mejor que su mundo imaginario o, por lo menos, algo interesante que pudiese compartir o alternar con el mundo hecho a su medida y gusto. Para saberlo, ya sólo le quedaba salir a la calle, ponerse en contacto con la gente, visitar lugares públicos, incluso ir al cine para comprobar si las películas de ahora le gustaban tanto como las que recordaba de antaño. Tuvo mucha duda antes de dar ese paso. Temía que, agotada esa ultima oportunidad, tuviese que volver a encerrarse en su mundo para siempre. Pero tenía que hacerlo, porque también eso formaba parte de su pensamiento, y cuando su pensamiento elaboraba una idea, él siempre la había seguido para ver adónde le llevaba. Así construía sus historias.
Respirando hondo, se pidió a sí mismo coraje para dar el gran paso. Debió ser suficiente, pues abrió la puerta y salió a la calle. Miró perplejo las hileras interminables de coches que circulaban por la calzada. También la mucha gente que caminaba deprisa por las aceras. Le agobió mucho tanto movimiento sin sentido para él. “Todo sigue igual en el mundo, menos en mi calle, invadida por gentes anónimas y autos”, pensó. Recordaba su calle como un paseo casi peatonal, donde sólo ocasionalmente algún automóvil la cruzaba. Recordaba que la gente paseaba, se saludaba, se paraban y charlaban en parejas o en grupos. Tanto había cambiado su calle, que quiso saber si un pequeño parque frondoso donde él gustaba ir, sentarse en un banco y leer, todavía estaba allí, a unas cuantas manzanas de su casa y en la acera opuesta. ¿Pero cómo atravesar aquel río metálico? Él nunca había visto semáforos ni pasos de cebra, así que no los buscó. Tampoco estaba muy ágil como para sentirse capaz de sortear aquellos coches, y sintió miedo de ser atropellado. Pero era muy fuerte su deseo de volver a aquel remanso de paz, frescor y escuchar de nuevo el susurro de las copas de los árboles mecidas por el viento. Tenía que buscar el medio de cruzar la calle, sin riesgo físico. Se paró mirando a los coches. ¿Se pararían ellos si intentaba cruzar? No veía que nadie cruzara, así que esa especulación se quedó sin respuesta. Los espacios entre cada automóvil eran mínimos y circulaban a gran velocidad, según el apreció. Le sería imposible esquivarlos, serpenteando sin ser atropellado por alguno. Ya estaba a punto de desistir, cuando notó que los coches iban ralentizando su marcha hasta pararse unos detrás de otros. Esa era la ocasión propicia para pasar. No le ocupo pensar a qué se debía aquel fenómeno. Y con temor, comenzó a buscar los mínimos huecos y avanzar por ellos hasta el otro lado. Todavía tuvo un susto, pues una motocicleta casi se le echó encima, circulando ruidosa e inverosímilmente entre las hileras de coches como si con ella no fuese aquel enorme tapón de coches. Al fin, suspirando, el hombre se vio en la otra orilla. Por la acera no le era fácil caminar, pues era tanta la gente que circulaba en ambos sentidos y todos apresurados, que volvió a sentirse impotente, aunque como no era peligroso que una persona le atropellara, decidió ir avanzando en acordeón. No reconocía los edificios, así que debió recurrir al recuerdo. Cuando él iba de casa al parque solía tardar una media hora, eso sí, sin obstáculos y si no se paraba con alguien. Ahora podría tardar el doble, calculó. Tampoco era tanto, una hora.
Recorrió, probablemente, doble de la distancia, pero no encontró ningún parque; ni siquiera pudo vislumbrar el lugar donde entes se encontraba. Tampoco preguntó a los viandantes, pues le pareció que todos tenían un cierto gesto de vivir en sus micromundos, aunque rodaran por éste. Quizá ni le oyeran preguntar. Apesadumbrado, nuestro hombre volvió por sus pasos de regreso a casa. Cuando creyó haber desandado el camino, comenzó a buscar con la vista el edificio donde vivía. Al menos, pensó, eso no ha cambiado. Y empezó a impacientarse al ver que no reconocía el inmueble. Recordó, ya al borde del desespero, que tiempo atrás la comunidad de vecinos había decidido revocar la fachada y pintarla. Se maldijo por haber salido de casa y no ocurrírsele volver la vista atrás. Desde el otro lado de la calle no podía apreciar ningún detalle que, habiendo permanecido igual, le recordara que allí estaba su casa. Por otra parte, aquel río metálico se había puesto de nuevo en movimiento y le resultaba imposible intentar cruzarlo.
Cuando ya la luz del día iba dando paso a la luz artificial de las farolas, el tráfico se fue aclarando, y el hombre ya vio la posibilidad de cruzar.
No sabía el hombre que a menos tráfico más velocidad de los coches. Resultó atropellado.
Después de quince días en un hospital, no recordaba nada, ni de su mundo ni del que quiso saber si había cambiado.

el abuelo y su primer poema (recuperado)

–Abuelo, qué estás haciendo?
El niño, de ocho años, entró en el estudio donde un hombre encorvado sobre un teclado trataba de sacar una sinfonía a su corazón. En la pantalla, unos primeros versos. Había leído que la poesía es un pecado de juventud y que un poeta viejo es un monstruo. Había escrito todos lo géneros, pero nunca poesía. ¿Quién mejor que un viejo para describir la ternura?, se dijo. Y quiso probar que el monstruo era quien había sentenciado esa frase.
–Estoy escribiendo un poema –dijo el viejo
–¿Y qué es un poema, abuelo?
–¿Nunca oíste hablar de la poesía?
–Sí, de la poesía, sí. Leemos poesías en el cole, y la Seño nos las da para decirlas en la fiesta de fin de curso.
–Bueno, pues la poesía se hace con poemas. Y los poemas con versos.
–¿Y a quién le escribes tu poesía?
–A una niña ya mayorcita, algunos añitos más que tú. Una gitanita a la que obligaron a casarse con un hombre que no quería.
–¿Y cómo dices?
–Todavía estoy empezando a escribir mi poema, pero ya lo tengo guardado en mi cabeza. Te leo:

Revuelo de campanas
Tocando están a boda
Visten la niña de blanco
Y él prepara la alcoba

–¿Qué es revuelo de campanas, abuelo?
–Ahora no se hace, pero cuando yo era un niño, en mi pueblo había una iglesia que tenía un hermoso campanario con campanas chicas y grandes. Cuando había una boda, y en otras ocasiones, le daban vueltas a las campanas, todas a la vez, y sonaban muy alegres, anunciando algo bonito.
–¿Una boda es algo bonito?
–Depende. Pero las campanas no saben distinguir
–¿Y quién es el que prepara la alcoba?
–El novio. Pero no me preguntes y deja que continúe.
El viejo vuelve al teclado, mientras su nieto mira el desgranar de letras en la pantalla

Revuelo de campanas
Están tocando a boda
La niña piensa en corceles
Y él prepara la alcoba.

–Abuelo, has vuelto a repetir lo de las campanas y tocando a boda.
–Sí, cariño, ya lo sé. Es que es así. Lo hago para darle importancia a las campanas que están tocando a boda, y también para que no se olvide.
–¿Y qué son corceles, y por qué la niña piensa en corceles?
–Corceles son caballos jóvenes. Es como si dijera que la niña pensaba en sus amiguitos.
–Bueno, sigue, abuelo.

Revuelo de campanas
Tañendo están a muerte
Tú, niña, yaces de espaldas
Él no pensaba en quererte

–¿Qué pasó, abuelo? ¿Se murió la niña?

–Así es, pequeño. Pero no te lo puedo explicar. Algunos dicen que la poesía no se explica. Es algo que se siente muy hondo, como un quejido profundo para el que no hay palabras que lo expliquen.

–Antes decías que las campanas cuando daban vueltas era porque anunciaban algo bonito. ¿Es bonita la muerte de una niña?
–A veces, a veces es lo más bonito que a una niña le puede suceder.
–Decías, abuelo, que la poesía es algo que se siente. ¿Y por qué tú sientes eso que cuentas?
–Sucedió en ese pueblo en el que viví cuando tenía más o menos tu edad.
–Las niñas no se casan, abuelo.
–No deberían, hijo. Pero esto tampoco te lo sabría explicar.
–Pues no me he enterado del cuento, abuelo.
–No es un cuento, pequeño, es una poesía.

José D. Díez / 1 de Julio de 2005

ay, joven jose

¡Ay, niño José!
Crecerás entre algodones reciclados en el agua clara del arroyo
Tus manos ateridas se calentarán a la llama de un candil de aceite usado
Verás las golosinas, los juguetes, a través de los cristales
Comprobarás que tu estómago no tiene fondo
Surgirá el sexo de tu cuerpo como una fuente artesiana de colores
Llenarán tus sueños de miedos y pecados, y más miedos
Se aprovecharán de tu inocencia para redimirte
¡ Ay, joven José!
Te vestirán del revés de otras ropas usadas
Presumirás de todo sin tener nada
Te sacudirás el Cielo y el Infierno como quién se sacude el polvo
Comenzarás a dudar que tus ojos ven lo que ven
Amarás a la fuerza de tu deseo onírico
Querrás conquistar desde tu posición de vencido
Seguirás sin saber si tu estómago tiene fondo
Caminarás sin rumbo a la meta soñada y regresarás despierto al principio.
¡ Ay, José ya hombre!
Aceptarás que ser comienza por aceptar no ser y seguirás no siendo
Trabajarás para romper todos los maleficios
Fruto de tu trabajo, tendrás el fruto del amor
Dejarás para siempre de trabajar
Verás pasar los días contando los amaneceres que quedan
Hurgarás en tu mente los motivos de tu escepticismo
Verás señuelos que ocultan trampas
No caerás en la tentación, te librarás del mal
¡ Ay, viejo José!
Tu vida se apagará sin dejar deudas
Tu muerte, al menos, no se cobrará una cruel factura, porque nada de ti quedará para cobrarse.
Habrás caminado por la vida por la fuerza del destino, sin dejarte ni un instante contemplarla.
Cuando las estrellas, el sol, la luna no formen más el techo ornamentado de tu vida; cuando ya no queden sino sombras, deberías decir adiós sin rencor, porque tampoco sabrías a quien culpar.

siento angustia

Siento angustia cuando, desde mi ventana, observo esas mujeres que hacen encaje de bolillos mientras se cuentan historias de otras tantas mujeres ausentes.
O aquella comunidad con tendederos comunes para secar la ropa. Las bragas haciéndose sitio en los abigarrados alambres, sin otro título de propiedad que el tamaño.
O aquella playa en horas punta, donde los pechos descubiertos de las mujeres sólo compiten con los castillos de arena que hacen los niños.
O la pasarela de la casa de lenocinio donde las mujeres ataviadas de lencería ofrecen su esperanza.
O las intuidas mujeres que se maquillan para tapar los senderos que hicieron al caminar.
O las que se acercan a la barra de un bar para pedir calor para sus entrañas.
O aquellas que, por la mañana, hacen la cama donde durmieron sus sueños.
O aquellas que se arrodillan ante el Crucificado espiando (digo espiando) sus pecados de pensamiento.
Siento angustia, sí, por todas esas mujeres que no fueron jamás deseadas.
Y por las que lo fueron y nunca sintieron el calor del deseo.
Y por las que, pasados los años, no renuevan la virginidad violentada.
Y por las que escriben fantasías en segunda persona.
Es mi angustia tan lacerante, que si hubiese quimioterapia para el alma me la aplicaría. Deberé aceptar que está en fase terminal, sin remedio posible.

anabel

Anabel hace honor a su apostrofado nombre; es una mujer bella. Une a su belleza la juventud; una juventud a la que apuntan ya más realidades que promesas. Además, ella asegura en sus círculos íntimos que es virgen, y nadie está allí para desmentirlo. Es inteligente, alegre e hija única de padres ricos. Todo puede ser explicable menos ser virgen. Pero lo es. ¿Cómo puede ser eso? Ella, con pocas ganas de hablar del tema, dice que preserva su virginidad para el hombre que acepte por esposo. Pero para que ella se case, el hombre también deberá ser virgen.
Los amigos y amigas se sonríen:. “¿Cómo podrás tener la certeza de que un hombre es virgen?”, le preguntan a la vez que le sugieren la imposibilidad. Creo que estás perdiendo el tiempo. Los hombres son capaces de mentir sin que se le note la mentira. La fisiología del hombre no manifiesta un estado de virginidad o la pérdida de la misma”, le dicen entre otros razonamientos. Anabel, en lugar de contrarreplicar con argumentos contrarios, se limita a encogerse de hombros. Este encogerse de hombros hace pensar a los escépticos que Anabel va por la vida de farol en ese asunto, pero nadie puede demostrarlo. Alguna amiga hasta se atreve a decirle: “Mira, Anabel, cuando creas estar ante el hombre virgen de tus sueños, lo que te sucederá es que preferirás creerte que es así” Anabel no responde y vuelve a encogerse de hombros. Un extraño comportamiento, ¿verdad?
Anabel tiene hombres en su entorno que la aman, se insinúan, la pretenden. Pero debe conocerlos bien, sabe de sus amoríos fallidos, de las mujeres con las que estuvieron antes y deducirá que ninguno es virgen como ella, a la que no se le reconoce ningún idilio previo. Naturalmente, a ninguno de esos hombre se les ocurre presentarle la credencial de ser virgen; lo más que hacen es tratar previamente de convencer a Anabel de que eso que mantiene es un anacronismo, una tontería. Pero Anabel debe darse cuenta. Como comprenderá el significado de las sonrisas de sus amigas, que no vienen sino a ocultar su sentimiento de considerarse agredidas por la “pretenciosa” postura de Anabel. Si, al menos, Anabel adujera razones morales… Anabel nuca mencionó estas razones; en realidad hace confesión de agnosticismo. Cuando, en alguna ocasión, alguién le preguntó: “Anabel, ¿por qué esto es tan importante para ti?” Ella, en lugar de encogerse de hombros, se decidió a responder: “No lo sé, supongo que es una fijación mía, como para otra mujer fijar otra condición para amar a alguien”. Esta respuesta podía ser entendible por cualquiera, pero no para el que la escuchaba, que, sin argumentos, se limitaba a encogerse de hombros también.
Un día, en una reunión de amigos con motivo de un cumpleaños, a Anabel le presentaron un joven desconocido para ella. Se lo presentó su mejor amiga. Previamente, esta amiga le dijo a Anabel: “ te voy a presentar a alguien como lo que tu buscas, además es guapo, inteligente y con una buena profesión”. Anabel, le preguntó a su vez: “¿Cómo sabes que es lo que busco?” La amiga le sonrió: “Porque yo estuve con él, no tuvo más que pedírmelo, incluso ni pedirlo, hacerlo, y me dijo las mismas idioteces que dices tú. Sois tal para cual, y con tu pan te lo comas”
¿ Fue convincente la amiga para Anabel?
Anabel debió tener sus dudas; podía ser una estratagema de su amiga para que dejara de ser ofensiva para las demás mujeres, en particular para ella, con su virginidad como mérito. No obstante, Anabel y aquel joven se conocieron en la fiesta y debieron sentir una atracción recíproca que se tradujo en una amistad primero y lo que para todos era un noviazgo después.
Pero algo sorprendente sucedió. Un día, ambos rompieron la relación. Los amigos y amigas de ambos se preguntaban qué había sucedido. Todos estaban persuadidos que había sido por algo relacionado con la virginidad, pero, ¿por parte de quién? Ambos, por separado, se encogían de hombros cuando alguien preguntaba, lo que exasperaba a los intrigantes curiosos. Alguno, más osado, cuando en ausencia de ambos se comentaba el tema, llegó a suponer que ambos habían sentido perder aquello, porque para cada uno era su bien más preciado, no objeto de trueque equilibrado. A lo que otro, en repuesta a lo anterior escuchado, quizá enfadado por tanta sandez, exclamó: ¡Serán homsexuales…!
Alguien más, afirmando con la cabeza, añadió: “Inconfesos”. Y todos se miraron boquiabiertos.

mi canario

Canta mi canario en su jaula que se la pela. Es como un telonero de la primavera que se acerca preparando líricos, amorosos, alérgicos encuentros. Mi canario debe tener un mecanismo que le impulsa a emitir esos trinos extenuantes, quizá como llamadas angustiadas a las hembras que revolotean libres en el campo próximo. Si yo me oculto, algunas, con recelosas aproximaciones, terminan posándose por el exterior de la jaula. Yo las observo y también a mi canario, para ver el efecto en ellos. Tan pronto una hembra está cerca, mi canario deja de cantar y salta de palito en palito, sin intentar evadirse. Nació enjaulado y no tiene percepción de la libertad. Para él, todo su espació vital se reduce a la jaula, y no por imposición sino por destino. ¿Qué hacen las hembras libres, le consuelan, tratan de penetrar, le incitan a ser seguidas en una evasión imposible? No aprecio tal cosa. Las hembras, silenciosas, ausentes de los probables ardores de mi canario, se dedican a recoger del suelo los pequeños granos de alpiste y a picotear el trozo de manzana pellizcado entre los alambres de la jaula. Luego, cuando ya han dado buena cuenta de aquella comida fácil, vuelan lejos. Yo las sigo con la mirada, y sucede que algún canario macho las espera, o las acompaña en el vuelo, y allí donde se detienen, las fecundan. Nunca los oí cantar, creo que mi telonero los vio sin sentir frustración y mucho menos celos; él siguió cantando, seguramente porque era la primavera.

Eso de más arriba lo escribí en el año que indica. Ayer murió mi canario. No murió de viejo, aunque en él ya habían muerto muchas de las características que hacían de él un pájaro notable. Y no voy a pasar por alto por qué murió, porque yo fui responsable de su muerte, por más que fue involuntario por mi parte. Colgué la jaula de la rama delgada de un árbol. Lo hice con la mejor de las intenciones: para que le diera el sol y porque allí revolotean otros pájaros. Con el peso de la jaula, la rama se desgajó y cayo al suelo. Cuando lo advertí, corrí allí y vi a mi canario conmocionado. Lo cogí y lo introduje en mi pecho para darle calor por ver si así se reanimaba. Pareció adquirir cierta viveza y lo deposité en su jaula envuelto en un paño suave. No se movió de allí en las horas siguientes. Le visitaba de tiempo en tiempo y no abrigaba esperanza de que se recuperara. Respiraba mal. Cuando me levanté, esa pequeña cosa que yo estimaba como a alguien de la familia, había muerto.
Lo enterré haciendo un hoyo al lado de un naranjo, mientras, en silencio, le decía: Chupi, no habrá vida eterna para ti, el cielo ya está lleno de ángeles.