Filosofo, luego soy más tonto de lo que pensaba

Tomo prestado este párrafo: «La palabra filosofar se refiere a lafacultad de pensamiento a través del cual la persona se permite contemplar, interpretar, analizar e incluso reflexionar sobre un tema en particular con el fin de entender la realidad».

O sea, que si yo filosofo, no necesito una formación que me dé instrumentos para entender esa realidad, ya he nacido con ellos, y con ellos emito una opinión sobre cualquier cosa, sin que cambie la cosa en sí. Todos poseemos la facultad de filosofar, pero cuando uno intenta transmitir lo que piensa sobre un asunto concreto, entonces cometes una estupidez. Y yo he cometido y sigo cometiendo la estupidez de escribir lo que pienso; mayor estupidez, si cabe, que decirlo de viva voz. 2020

Aquí una muestra.

A veces pienso que nunca he existido. Desde los albores de la humanidad hasta mi gestación, y corrieron millones de años, de mi existencia sólo había bocetos que habrían de contar con el azar para concretarse en un proyecto. Ese azar quiso que dos gametos se encontraran y procedieran a crear un cuerpo humano. Durante nueve meses, ese cuerpo se fue perfilando, con arreglo a códigos aún desconocidos, sin conciencia de existir. Luego nació lo que todos llaman un niño. Durante algunos años de la vida de ese niño, ese ser no tuvo conciencia de existir que almacenara en su memoria, ya que se limitó a seguir el proyecto marcado siguiendo, una vez más, códigos desconocidos, tan desconocidos, que nadie podía visualizar de antemano el resultado final de ese proyecto. Los siguientes años, aunque en otros aspectos, ese cuerpo siguió acentuando sus perfiles. Pero, aunque mi memoria me sitúa en un espacio concreto, con unas vivencias concretas, mi conciencia de existir se limita a lo que mi memoria suministra a mi pensamiento. La memoria no es fiable, por cuanto no es exhaustiva; aparentemente sólo me presenta limitados hechos difusos, que nada me asegura correspondieran a una realidad de mí como ser vivo. A esa memoria difusa, le sigue otra más concreta que, cuando la utilizo, parece darme información de un ser en plenitud de existencia. Pero si en este instante dudo de mi existir, razón de más para dudar de esa existencia a la que me retrotrae mi pensamiento con ayuda de la memoria. Ya, en este presente, la situación en relación con la conciencia de existir, no me permite estar seguro de que existo. Para que eso fuese posible, mi pensamiento, en relación con mi pasado, debería no ser dubitativo, con intermitencias,  y sí exhaustivo en la de suministrarme información total de mi pasado. ¿Cómo puedo tener conciencia de que existo si mi memoria está plagada de lagunas parecidas al vacío más absoluto? Pongo como ejemplo unos trazos como estos: – – – – – –  – – -. Alguien, con limitada imaginación, dirá que son guiones en secuencia intermitente; otros verán que esa secuencia intermitente señala un trayecto rectilíneo; otros irán más allá y dirán que les sugiere  un trayecto concreto con comienzo y final. En definitiva, nuestro pensamiento se elabora no de forma universal, y quizá por eso lo de que el pensamiento no es verdad ni mentira. Pongamos, ahora, que mi memoria es eso: unos flashes intermitentes, como esos guiones. Con ellos yo podría, igualmente, razonar que definen una existencia concreta, como una visión imaginaria. Pero cuando ambas cosas son posibles, tener que mi existencia depende de una  de esas posibilidades, me lleva inexorablemente a dudar.Escribo esto cuando no se me ocurre otra cosa alternativa, otra prueba de que puedo no estar en este mundo.(JDD 2003)

De la verdad que duele, dicen (reeditado)

Me censuran, se duelen, no comprenden algunos que hable de tanta desesperanza, de una visión fatalista de la vida en todos sus aspectos, incluida la no vida. Así, dicen, mis escritos producen desasosiego, cuando no terror, ¿por qué?, me preguntan a continuación. La respuesta no es sencilla. Sería sencilla para los que escriben de todo lo contrario, para aquellos que muestran (no sé si ven), los aspectos amables que se pueden, y hasta se deben, perseguir y, a veces, se consiguen. Al fin y al cabo, la vida, dicen, es un reglo, y debe disfrutarse, o perseguir todo disfrute que, escondido o no, se puede esperar de ella. Yo no dejo de tener en cuenta esta posibilidad, pero parto de una constatación indubitable: la vida tiene aspectos negativos objetivos que acontecen inevitablemente, como el dolor, la angustia, la incertidumbre, las carencias esenciales, la muerte como un fenómeno más de la vida… Y esto que a todos acontece, en más o en menos, excepto la muerte por la que todos han de pasar o llegar a ella y sin alternativa, crea un estado permanente de ánimo que no se puede soslayar. Escribir sobre todo esto no se hace por amargarle la vida a los lectores, que estaban tan a gusto sin pensar en ello o pasaban por una buena racha. Tampoco porque el escritor sea masoquista. Escribir no es complacer a los fervientes optimistas o darle ánimos a los que padecen; escribir es poner las palabras al servicio de los sentimientos, no de la demagogia. Estoy seguro que mis escritos de la desesperanza, del sufrimiento, de la insignificancia del ser, deben suponer una especie de bálsamo. Un bálsamo no cambia dolor por placer, sólo lo aminora. Y es que el hombre que sufre, en ocasiones su mayor sufrimiento lo constituye el pensar que nadie le comprende, que está solo en su miseria, que nadie es capaz de hacer una interpretación de su estado. Yo confío en que mis escritos no hacen mal a los optimistas; tampoco a los que pasan por un estado de felicidad, de bienestar, de bonanza general. Yo sólo espero que los que sufren, tengan quien les escriba y se digan después de leerme: «Justo esto me sucede a mí, y pensé que yo era el único…». Y que los otros, mientras disfrutan de bienestar, piensen que ese estado sólo es la antesala del sufrimiento y que hay alguien que estará aquí para relatarlo.(JDD 2003)

Cosas (reeditadas)

¡ Levántate, cabrón! Acércate a esa rosa sin romperla, aspira hasta que llenes de su perfume todo tu cuerpo, verás que la vida tiene al menos olor. ¡Levántate, cabrón! Acércate a esa rosa sin romperla, lame el rocío de sus pétalos, verás que la vida tiene al menos sabor. ¡Levántate, cabrón! Acércate a esa rosa sin romperla, abre tus ojos y contempla, verás que la vida tiene color. ¡Maldito cabrón, has roto la rosa! (JDD 2002)

***

¡ Mendigo asqueroso! No puedo soportar tu visión, ahí, postrado en cuclillas, con la mano tendida, mostrando la mugre, uñas largas y negras, una mano inerte, y esa barba que te nace sin ganas, y esos ojos que parecen no mirar nada, y esos pies descalzos, ensuciando el pavimento, y ese olor nauseabundo que atrae a las moscas coprófagas. Y todo tú, desecho humano. ¡Qué imagen tan deprimente! Si no me causara repugnancia tenerte de cerca, te preguntaría: ¿qué comes, qué bebes, cómo duermes, qué piensas de tu existencia, qué sueñas, cómo amas, viajas más allá de la ciudad donde te pudres, crees en algún dios redentor, has leído alguna obra maestra, escuchado una sinfonía, visitado un museo de pintura, sabes qué es Internet, una lavadora automática, un microondas, un frigorífico, un colchón anatómico, after shave, desodorante? No, no quiero tú respuesta; sé que me dirías: «deme una limosna o déjeme en paz». Y yo habría de responderte: mira, al menos puedes disfrutar de algo que yo no tengo: paz. Por eso te odio más, maldito . (JDD 2002)


Las cosas como son (reeditado)

Las cosas como son. Resulta que cuando nos preguntamos por qué» las cosas son como son» y no de otra forma que quisiéramos, la respuesta casi siempre es: «Las cosas son como son». Para abundar en ese axioma, permítanme que traslade aquí un fragmento de mi obra «No aseguro que volví». El dicho fragmento se enmarca en la situación de un hombre que vuelve de un largo coma y se plantea cómo serán las cosas en el mundo cuando abandone la clínica.***Cosas como ésta que a continuación describo, ocupaban la mayor parte de mis largos tiempos de soledad. Solía hacer un ejercicio previo de relajación y, con los ojos cerrados, comenzaba mi traslación a escenarios que seguramentese hallaban más allá del horizonte pequeño de mi realidad. Y así, por ejemplo, aparecía en un prado de fresca y altísima hierba. Sentía su presencia de ondulaciones inquietas y sus caricias en mi piel. Sentado, hundido hasta la cintura en aquella alfombra verde, miraba lo que me rodeaba: un escenario, nunca mejor expresado, de ensueño. Caía el agua enruidosas cascadas, que descendían como cabelleras plateadas desde los altos picachos que perdían sus cumbres entre brumas, y luego se remansaban en un lago de aguas negras, sólo festoneado por la espuma de pequeñas y blancas olas que rompían suavemente en la costa. Este ir y venir de las olas parecían traerme mensajes que me complacían. En el horizonte, no lejano, la música parecía surgir del silbar de los árboles, que se mecían esbeltos, como abanicos que me enviaban una brisa cálida. Y yo respiraba hasta lo más hondo de mi ser todos los aromas de la vida, sintiendo que todo mi cuerpo se bañaba de placer. Y en aquel éxtasis, me dejaba caer de espaldas sobre la alfombra húmeda que formaba la hierba, y miraba al cielo contemplando las nubes, blancas como algodones, que se trasladaban veloces, formando figuras que evocaban aves migratorias. Era tan fuerte la sugestión que experimentaba, que luego, cuando me desconectaba de aquel embeleso, podía jurar que yo había estado allí. Pero no era fácil sustraerse a otra visión menos gratificante, y es que la memoria, a veces, se interpone entre tu imaginación y el pensamiento. Entonces, mis recuerdos se aposentaban como águilas negras sobre campos quemados, llenos de muñones renegridos o de cuerpos retorcidos que apenas dejaban vislumbrar sus miembros. Y las nubes, ocultas, manchadas por el humo gris negruzco, que el pálido sol trataba de perforar en su obligación de vivificar tanta muerte allí abajo. En casos como éste, y eran más frecuentes de los que mi voluntad imponía a mi mente, sentía, como si los viera presentes, que todo mi ser se estremecía de pesimismo, y me tapaba con el embozo de la cama, como si mis párpados no fueran suficientes para echar cortina sobre tanta desolación contemplada. En cualquier caso, seguro que al otro lado de la cárcel de mi cuerpo, las cosas seguían siendo así, en ilógica convivencia, y mi axioma favorito venía una vez más en mi auxilio: las cosas son como son. La vida era un mosaico de contradicciones. A mi gente, quiero decir, las personas que vinieron a visitarme en la habitación que ocupaba, tanto mis padres como mis conocidos o desconocidos amigos, mis cuidadores, mis enfermeras, cada cual con sus coherencias colectivas o sus increíbles absurdos individuales, siguieron siendo como personajes de varias comedias que se representaban a la vez, intercambiándose los papeles que debían encarnar en cada momento de la percepción de mi propia existencia. Las cosas son como son, me decía como corolario balsámico, y, a continuación, mi espíritu se refugiaba en el sueño, estado en el que todo parecía seguir igual pero, a veces, al contrario.Tan acostumbrado estaba a mi pequeño mundo de despropósitos, que llegué adesear que al otro lado de mis cuatro paredes las cosas no fueran diferentes. Y me daba miedo el momento de enfrentarme con una realidad que contradijera mis hábitos y me forzara a comprender de nuevo el normal discurrir de las cosas. Un ser paradójico como yo sólo podía sentirse bien entre paradojas, y mejor cuanto más absurdas e incomprensibles. Para una normalidad no me valía decir «las cosas son como son», pues difícilmente aceptaría la verdad que no me complaciera. Dícese de los locos que son felices porque no se plantean cambiar las cosas del sentido que ellos les dan, y yo, que presentía que las cosas no podrían tener otro sentido que el que previamente se había prefigurado para ellas, tenía por fuerza que ser una de esas cosas. Por eso deseaba vivamente no dar ocasión a que la realidad de las cosas abrumara mi indefensa realidad de cosa fácilmente manipulable por las demás cosas. Y aunque los médicos no aventuraban un próximo restablecimiento, yo empecé a pensar en el momento de tener que dejar mi mundo, el que con tanta facilidad manejaba, y tener que enfrentarme con el mundo que trataría de condicionarte sin permitirte la calma de un» las cosas son como son», para que te amoldaras a las cosas como ellos quieren que sean. ¿Qué mundo me esperaba al otro lado? ¿Mi gente sería mi gente?Cualesquiera que fueran los papeles que desempeñaban en la comedia de la vida, ellos me pedirían que me integrara en la escena, que no desentonara. Todo lo más que me permitirían sería que, si lo quería, pasara desapercibido. Pasar desapercibido, no existir para ellos. No, en todo caso yo lo que quería es que fueran ellos los que pasaran desapercibidos para mí. Pero para lograr tal propósito, debía introducir una modificación sustancial en mi lema favorito. Las cosas son como son implicaba cierto fatalismo, de aceptación resignada, que bien valía para donde estaba, pero que no habría de valer para el exterior, ese mundo que intentaba por todos los modos condicionar tus comportamientos. Tampoco podría ser cambiado por «las cosas como deben ser» o «las cosas como tienen que ser», pues introducía un voluntarismo que yo estaba lejos de adoptar como intención. Si las cosas tenían entidad propia para ser ciertas cosas, no debían ser, no tenían queser, pues ya lo eran. En consecuencia, si debían o si tenían que, sería porque se trataba de otras cosas. Las cosas son como son, implicaba, decía,la tragedia personal de sentirte inmerso en ellas, ser como un juguete en manos de un niño travieso, avocado a ser roto en cualquier momento. Con este juego de las palabras, las frases y sus significados según y cómo, pasaba mucho tiempo preparando mi salida de la clínica. Y en un momento creí encontrar la solución: «las cosas como son». Las cosas como son, parecía suponer que no te imponían un determinismo inevitable. Tampoco un voluntarismo superior a la comprensión de quien las contemplaba. Las cosas como son, lo eran a posteriori, es decir, se determinaban mediante tu propia percepción y al margen de cualquier otra percepción diferente. En definitiva, mi conclusión era, que no deberíamos aceptar que las cosas son como son, y que las cosas como son cumplía con el importante requisito de estar supeditadas a la percepción que de ellas pudiera tener cada individuo. Era cierto que estas disquisiciones, no sé si filosóficas, servían para ocupar mi mente cuando las cosas reales la dejaban ociosa. No sabía si tenían algún sentido o si constituían un monumento a la majadería, o si venían o no a cuento. Era mi pensamiento y la comprensión del mismo no era necesaria, ni siquiera para mí; las cosas volvían a ser como eran. Lo cierto era que sólo tenía dos opciones para elegir cuando saliera de la clínica. Elegir una u otra tenía que ser determinado por mí antes de dar el primer paso que me condujera al exterior. Una opción sería enfrentarme con un mundo que contradecía a mi memoria. Tendría que aceptar que mis padres vivían y encontrar una explicación a por qué yo los recordaba muertos.También por qué aquella pareja que se presentó contra mi memoria, y que no siendo mis padres, yo hubiese querido que lo fueran. Y mis amigos con sus contradictorias vidas, que yo los recordaba muertos también y con otros recuerdos. Tendría que renegar de mi memoria anterior, y toda increíble nueva realidad debería ser por mí asumida con un fatalista «las cosas son como son». Pero también tenía otra opción: dejar de lado todo ese mundo de contradicciones en el que la comprobación de cualquier realidad supondría un quebranto para mi pensamiento- de forma que no haría más que acrecentar mi angustia por la incertidumbre de pensar si estaría vivo o estaría muerto, si despierto o soñando. Me sentiría desplazado de una realidad previsible, en un laberinto de difícil salida. Dejar ese mundo y empezar una nueva vida en otro donde todo fuera nuevo. Las nuevas experiencias sustituirían a la memoria antigua y las contradicciones vividas serían sólo complejas contradicciones de mi pensamiento, que, según había escuchado alguna vez, no era verdad ni mentira.

Derechos reservados. José D. Díez, 1998



Pasado, presente y fururo

No somos conscientes, o todo ha sucedido tan rápido, que hemos pasado de los juguetes de madera, de las películas sin sonido en blanco y negro, del amor furtivo, de las comidas frugales a base de puchero, de una vida hecha para vivirla sin espejismos, a una existencia en la que ya disponemos de recursos inimaginables sólo hace una pocos años. Nada es igual hoy que ayer.

Hoy está ahí, no son proyectos a largo plazo. De Julio Verne, Isaac Asimov, Ursula K. Le Guin, Philip K. Dick,  J. G. Ballard, Ray Bradbury, Stanisław Lem, todos, y muchos otros que no se mencionan, fueron grandes visionarios de lo que el mundo podía ser o llegar a ser. Todos sus empeños por adelantar el futuro hoy se han visto superados, y no olvidemos que no han debido pasar siglos, muchos aún vivimos de cuando todos eso era pura fantasía y seguimos vivos inmersos en la realidad que ha superado cualquier ficción. Hoy se relatan los logros que la ciencia ha hecho posibles. A Julio Verne le ha sucedido Elon Musk, con proyectos en industrias como la automovilística y coches eléctricos, energías renovables, inteligencia artificial y viajes espaciales como llevar a la humanidad a Marte y establecer allí una colonia de un millón de seres humanos que pueden asegurar la permanencia de la especie, y la fecha está casi a la vuelta de la esquina: año 2050. Y a nuestro alcance, la realidad virtual, la realidad aumentada, La inmersión o la introducción de alguien en un cierto ambiente, ya sea real o imaginario, los robots, las máquinas que sustituyen la manos de obra humana se quedan viejos de un día para otro. Nuestra capacidad para asimilar tantas cosas increíbles se deja llevar sin asombros, como algo natural, algo que nos viene dado como si todo lo contrario fuese imposible. Ni siquiera lo ponemos en duda, aquellos que somos dados al escepcismo.

¿Y qué será de todo esto cuando nuestros hijos, nuestros nietos y sucesivas generaciones, vivan su propia realidad? Tendríamos que volver a ser unos visionarios como los que nos precedieron, porque nada que la ciencia pueda alcanzar está escrito en manuales de consulta; la ciencia ficción será el recurso permanente que tendremos los humanos para predecir el futuro. Y nos equivocaremos de nuevo al quedarnos cortos.

Después de escribir lo que antecede, mis neuronas se preguntan si no somos los humanos los dioses de la creación; la única diferencia es que esta creación no empezó hace seis días y al séptimo nos hemos puesto a descansar.

No sé qué hacer

Estaba harta de ver cuatro paredes en cualquier lugar que estuviera de mi casa. O me había tomado demasiado en serio el confinamiento por el virus o padecía de una especie de esquizofrenia. Me pregunté cómo estaría la calle y, después de dudarlo, decidí salir al balcón. Me puse la estúpida mascarilla y hasta unos guantes de los que se ofrecen a la entrada de los supermercados. Antes de salir, pensé si debía tomar alguna otra precaución. El virus podía circular por el aire de la calle esperando instalarse en cualquiera que no estuviese debidamente protegido. La mascarilla sólo cubría una parte de mi cara, básicamente la respiración por boca y nariz, pero y los oídos, la cabeza, el resto de la cara, ¿es que esa zonas no estaban expuestas? La solución sería ponerse una bolsa de plástico que cubriera mi cabeza hasta los hombros y anudada al cuello. Y eso hice. Sólo podía aguantar unos segundos, hasta consumir el oxigeno que contenía la bolsa. Una vez segura de no tener ni un centímetro de mi cuerpo al descubierto, salí al balcón. Por la calle pasaban algunos transeuntes, pocos, me sorprende que sólo lleven mascarilla. Pero mi sorpresa es aún mayor al ver a mi vecina, que en el balcón colindante, sin mascarilla, sin guantes, con un escote de vértigo, brazos desnudos, se apoya indolente en el barandilla de su balcón mirando la calle . Debió advertir mi presencia que vuelve la cara, y al verme de esa guisa, no puede reprimir una carcajada. «Pero, Rosario – me interroga – ¿qué pinta es esa? Por lo del virus, toda precaución es poca, le contesto». «Pues no será por el virus que mueras, pero será por hipoxia si no te quitas esa bolsa». La verdad es que ya estaba sintiendo algo de mareo, pero tenía que volver a entrar en casa para quitármela, mi vecina era, a mi juicio, una insensata, seguro que se contagiaría. Ya en casa, con sumo cuidado me quito la bolsa, agradecida por respirar el aire puro, luego la mascarilla y finalmente los guantes, todo metido en la bolsa vuelta del revés, la cerré con un nudo y la tiré al cubo de la basura. A continuación me lavé las manos con desinfectante y ya me quedé algo más tranquila. Pensando en el irresponsable comportamiento de mi vecina, estaba segura que se contagiaría, y no pude menos de tener una nueva preocupación: ¿ Y si el virus atraviesa los resquicios de las puertas y penetra en mi casa? Me llevó toda una mañana sellar las puertas y ventanas con papel celo. Ahora estaba segura. Pasados unos días eché en falta algunos alimentos básicos, el aire que respiraba me producía fatiga y mareo. Tuve miedo, me moriría, no del virus, de mi esquizofrenia en grado de estupidez absoluta. Y como esa muerte no era mejor que si moría del virus, decidí adoptar la alternativa de mi vecina: enfrentarme al virus a pecho descubierto. Más aún, sali en bikini al balcón. Mi vecina que me vio, volvió a soltar una carcajada. Entonces comprendí que ni tanto ni tan poco.

De la muerte no es el final, o sí

Falleció en silencio, agotando todos sus recursos vitales. Un colapso general orgánico, dijeron los médicos una vez comprobado el encefalograma plano. Lo taparon con una sábana y en la misma cama se lo llevaron al depósito de cadáveres.

Pero la muerte sólo era aparente. De siempre creyó que la muerte que todos llamaban muerte, no era el final. Y en esas estaba. Había muerto oficialmente, según el protocolo establecido para dar por muerto a un ser humano. Nadie pudo imaginar que aquel cadáver estuviese emprendiendo un viaje a otra vida. Algunos podían asegurarlo, otros dudarlo, los más negarlo.

¿De dónde, cómo pudo confirmar que aquello que él estaba seguro sucedería, ahora era una realidad? La realidad sólo se constata con los sentidos y los suyos habían dejado de funcionar. ¿Es que en su cuerpo había algo más que materia, que no había participado de la muerte orgánica de la que hablaban los médicos? ¿ Y qué percepción podía tener ese algo inmaterial de una vida diferente? ¿Qué cuerpo, qué sentidos le permitían ser consciente de su nueva vida? ¿Algo de este mundo que había dejado volvía a estar presente, con sus gozos y sus sus sombras? ¿Existía en esa nueva vida la capacidad de enamorarse y ser amado? ¿Los manjares serían físicos o no tendría necesidad de alimentarse o saciar su sed? ¿Qué en su nueva existencia le complacería hasta sentir el gozo que algunas cosas de la vida dejada le había proporcionado? ¿Cómo sería el lugar, su nueva morada, habría flores cada primavera? Y todos los que como él habían transitado de la vida a ésta nueva, ¿se encontrarían para formar amistades, organizarse para crear un orden que les impusiera algún líder? Cierto que el Universo es casi infinito y podrían vagar por él sin encontrar obstáculos, pero sería eso lo que se esperaba de la nueva vida? El muerto, que no estaba muerto, no llegó a comprobar que algo inmaterial había abandonado su cuerpo. Si sucedió como siempre había creído, es pura conjetura que nos hacemos mientras estamos vivos, y si hemos acertado o no, tendremos que morir, así que nadie vivo se atreva a afirmar que la muerte no es el final. Pueden, eso sí, seguir creyéndolo.

De la belleza y la fealdad

En mis dos escritos anteriores ponía ante la curiosidad de mis lectores lo que para mí eran dos exponentes de la caótica Naturaleza, que no dejaba de sorprendernos al no tener elementos que la justificaran.

Buscando en Internet el hombre más feo del mundo y la mujer mas bella, elegí éstas entra una amplia galería de hombres y mujeres verdaderamente feos y guapas ¿Por qué elegí a éste ejemplar de hombre feo y el de la mujer bella? Pero el hombre parece feliz, ríe, mientras que la bella no parece sentirse satisfecha. Y esta impresión mía, probablemente equivocada, es la que me sugiere escribir sobre la fealdad y la belleza, cuando lo propio sería glosar la belleza de la mujer de la foto.

La fealdad, como la belleza son términos relativos, subjetivos cuando los define el hombre. Que la belleza nos eleva el espíritu y la fealdad lo deprime son cosas que se sienten al margen de la observación visual del objeto. Nos puede emocionar una pintura, una escultura en la que el artista sólo plasmó su obra sin pretender que fuera bello el modelo. Nos puede deprimir ver que una rosa se marchita y abandona del todo su belleza. El efecto es, como digo, subjetivo . Pero de esto se ha hablado mucho y hasta tesis filosóficas que pueden satisfacer al más curioso y exigente.

A mí, y siguiendo la motivación de mis anteriores escritos, me interesa un aspecto, probablemente, sin interés para la mayoría . ¿Por qué la Naturaleza es tan caprichosa (caótica) en la manifestación de su creatividad? Es causal o casual? Los causaladictos responderán que asi previamente ha sido dispuesto por un ente superior, hacedor de todas las cosas. El casualadicto dirá: no, no ha habido un designio supremo, la Naturaleza es el resultado de una caótica combinación de elementos absolutamente casuales. ¿Qué diríamos si se impusiera el concepto causal como único motivo? Lo menos que se nos ocurriría sería decir: a qué jugaba este hijo de puta cuando creó esto? Lo dejamos, pues, en que la causalidad nos indispone más que si aceptamos la casualidad de todo lo que existe.

Los dos ejemplares que ilustran este escrito tienen más fácil ser explicados desde una perspectiva casual, en la que han podido intervenir la genética, la combinación celular del feto, una malformación congénita del hombre y, por contra, una ordenada síntesis de la creación que nos complace al observar a la mujer. En cualquier caso, ¿por qué el hombre decimos que es feo y la mujer bella? Haceos esa pregunta y veréis que no tenéis respuesta. No es suficiente que una os eleve el espíritu y otra os deprima. Yo cuanto más miro al hombre, me digo: más feo ya no puede ser, y no me afecta. Y si miro a la mujer, me duele pensar que esa belleza no sea eterna, recordando el ejemplo de la rosa.


¿Y esto?

Pues esto, queridos amigos, es una de esa extrañas criaturas que la Naturaleza ha tenido a bien contar con ellas para asombro de los humanos, porque si no es así, ya me diréis qué broma es ésta.

El bicho se llama o lo hemos llamado Tardígrado, sólo porque se desplaza muy lento. Y ahora asombrense hasta la incredulidad más absoluta. Se pueden creer que el animalito, entre otras, puede sobrevivir en el vacío, soportar temperaturas de -150 y más de 150 grados, vivir en estado de latencia años en cualquier estado fisico en el que se le recluya, que, por supuesto, puede vivir en la Luna y en otros planetas si se dan las mínimas condiciones? Véase el recomendado artículo: http://www.iucr2011madrid.es/que-son-los-tardigrados/

Cuando uno se entera de que este ser existe, lo primero en preguntarse es por qué y para qué. Como somos muy dados a suponer la razón de las cosas, en relación con este extraño ser, concluimos que no tenemos pajolera idea de la razon de su existencia. Y no es para menos, dadas la extremas e imposibles condiciones de supervivencia que soporta. Ahora bien, dicho lo anterior, también podemos concluir, a la contra de los que sostienen la causalidad de todo lo que existe, y aunque curándose en salud admiten el principio de incertidumbre (Heisenberg y Born), que nada más casual que la vida, en cualquiera de sus formas; los elementos químicos que han dado origen a la vida han tenido ocasión de unirse en infinitas combinaciones , con resultados tan dispares como éste. Así se expresa Hume, que niega que toda causalidad se fundamenta en la experiencia y que es la experiencia la que categoriza la causalidad y su existencia anterior. Pero si nos referimos a la Vida para entender los procesos que la crean, ahí mejor dejarlo para los fanáticos que dan sus personales definiciones sin aceptar siquiera el principio de incertidumbre al que he aludido antes. Y hay para todos en un intento de dar por sentado que la Vida se puede explicar con la Ciencia en su concepción amplia, la Química, la Filosofía, la Religión, Pero todas ellas no explican ni podrán explicar por qué existe un ser viviente que se llama Tardígrado, que no es de otro mundo, aunque seguro que también, que vive entre nosotros y nos supera en capacidad de supervivencia, por más que dispongamos de la experiencia para alcanzar ciertas metas causales.

Y es una flor

La naturaleza sorprende. No existe una uniformidad ni siquiera en las especies. Es una flor, sin duda, «flor cadáver»; en la clasificación científica Amorphophallus titanum, literalmente «falo amorfo titánico». ¿Es de este mundo? Claro que sí. ¿Parece maravillosa? Lo parece. ¿Te la llevarías a casa, a tu jardín, a tu amada? Pues claro. Qué preguntas más tontas; una flor es una flor, y cuanto mas extraña más apreciada. Pero no te equivoques, a veces sólo tenemos en cuenta las apariencias para juzgar un hecho, en este caso una flor. ¿Qué sorpresa nos guarda esta flor? De momento, si la ocasión se presenta, porque visitas botánicos que la cultivan, de la planta sale un enorme pene que llega a alcanzar 3 metros de altura. Luego, en la base, se desplegará la flor propiamente dicha, como un cáliz. Su visión causa más asombro que admiración. Te entran ganas de acercarte y tocarla para comprobar que no es un sueño. A medida que te acercas, puede que mires al suelo por si has pisado algún excremento que huele mal. Te sigues acercando y miras a un lado y al otro buscado algún animal muerto. Pero no, ni has pisado un excremento, ni hay por allí ningún animal muerto, el olor fétido que te llega es a carne podrida. Quieres compensar aquel hedor desagradable y acercas tu nariz a la flor, ella es una flor, sinónimo de fragancia. Y te retiras a punto de vomitar; es la flor que, detrás de su extraña belleza, desprende efluvios apestosos insoportables. Y te dirás: ¿por qué la Naturaleza en esta ocasión se ha equivocado? Esa flor, debido a su olor nauseabundo, atrae a numerosos insectos que, después de libar sus jugos, transportan pegado a sus patas el polen que servirá para que otra planta similar florezca y que luego polinizada se transforma en una baya roja o amarilla. Sólo una especie de insectos es atraída por el mal olor, otros lo son por los olores que apreciamos los humanos. Pero esta distinción entre buenos y malos olores, la Naturaleza sólo los ha establecido para perpetuar las especies, nunca sabremos sus razones.

Todas aquellas cosas que nos parecen extrañas, incluso nos repelen, forman parte de este mundo, lo quieras o no. Si pudiésemos preguntar a muchas especies qué piensan de los seres humanos, seguro que dirían: son un horrible error de la naturaleza., apenas si aportan algo que no sea destrucción.