La maleta

Dejaron a los invitados bailando. Se habían casado a mediodía. Presidieron el banquete junto a sus padres y padrinos. Todos comprendieron que los novios quisieran desaparecer cuanto antes de allí. Con alguna chufla graciosa de los asistentes, que hacían velada mención a lo que iban a hacer, se fueron algo sonrojados.

Habían reservado la suite nupcial en un hotelito coqueto, íntimo, situado en una montaña cercana a la ciudad, en plena naturaleza salvaje, recomendado por amigos que ya lo habían utilizado para ocasión similar.

Llegaron con el coche regalo de boda de los padres del novio. Se acercaron con una pequeña maleta al mostrador de la recepción y se identificaron:

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El director de cine

El director de la película estaba sentado en su silla de director, no en vano la silla tenía en su respaldo escrito DIRECTOR, bien visible y con letras gordas, para que nadie lo ocupara por distracción.

Delante y detrás de él pululaban un sinfín de personas, muchas de ellas ayudantes con cometidos concretos en la película que estaban rodando. El director era un hombre muy serio, con cara de pocos amigos y hasta un pelín cruel con la gente que manejaba, siempre a su antojo, sin discusión posible. Estaban rodando una escena de amor romántico en un parque con los dos protagonistas principales, hombre y mujer en este caso, jóvenes y de buen ver. Sentados en un banco, y previa colocación sugerida u ordenada por el director, se disponían a iniciar la escena, sólo esperaban la orden

–¡Silencio, se rueda!

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Un perro viejo

Era  un perro  viejo. Ya no cazaba, ya no guardaba la casa, tenía eccemas en la piel y preocupaba a sus dueños que transmitiera alguna enfermedad a sus hijos pequeños, era, en definitiva, un perro que molestaba. El veterinario del pueblo sólo estaba para atender a los animales productivos; jamás nadie le había llevado un perro ni para curarle ni para aplicarle la eutanasia y así evitarle sufrimientos irreversibles o una mala vida. Eso costaba dinero. Los perros de aquel pueblo nunca morían de muerte natural; cuando convenía a sus dueños, eran envenenados o tirados vivos a una poza sin salida, que ellos llamaban el cementerio de los perros. Los dueños del perro que cuento en esta historia verídica no se apartaron mucho de esos procedimientos expeditivos y crueles, pero no sospecharon el desenlace.

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Tita

–¡Tita, Tiitaa…! ¡Ven aquí, enseguida!

Tita era el nombre familiar, cariñoso, que Antonio utilizaba en ocasiones para nombrar a su esposa Francisca, Paca, Paquita. Esas ocasiones, últimamente, eran sólo en circunstancias de una situación límite. Tita era el nombre que Antonio había utilizado de forma exclusiva cuando fueron novios y durante un corto tiempo después de casados. A Francisca, Paca, Paquita le encantaba porque le parecía una demostración de amor, y ella el objeto de ese amor exclusivo con nombre propio. Ahora, después de muchos años felizmente casados, no era lo mismo. Cuando lo escuchaba se estremecía. Algo grave le estaba sucediendo a su esposo. Sabía que aquella urgencia no era porque la esperaba en calzoncillos para mostrarle la tienda de campaña desplegada, por más que esta demostración fuese ya una rareza. No, Francisca temía lo peor y no se hacía ilusiones. Dejaba presto lo que estuviese haciendo y, no exenta de temor, entraba en el estudio de su esposo. El estudio de su esposo, de su uso exclusivo, era un cuarto pequeño, atiborrado de enciclopedias, diccionarios, libros de segunda mano y… ¡dos ordenadores! Allí, Antonio se encerraba casi todo el día y parte de la noche. Era su forma de pasar el tiempo de ese estado ambiguo de jubilado. Aquellas dos ventanas le permitían escrutar qué pasaba por el mundo y desarrollar una afición tardía, cual era la de leer y escribir. Y utilizaba simultáneamente las dos ventanas: una para escribir y otra pare leer. Había sustituido, así, el uso de los libros y el folio de papel en blanco. 

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Por presumir de algo

 

La regadera da una perspectiva comparativa. También la foto muestra lo que hay encima, ese muro blanco colgado en el vacío.

No me gusta presumir de nada, hace tiempo que comprendí que es lo más fatuo que puede hacer el hombre (y la mujer), y por ende lo más inútil. Pero, ¡joder!, que frisando los 80 años, me haya propuesto sanear un derrumbe en la casa de mi hija, que se produjo como consecuencia de un fuerte temporal de lluvias y dejó en peligro una esquina de la plataforma donde se eleva la casa y una terraza, pareciera, también,  lo más fatuo que se me podía haber ocurrido.

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En un lugar…

En un lugar donde discurrió mi niñez, recuerdo que aquel día el sol no salió para todos,  como cada mañana.

Iluminó con intensidad una humilde casa, un hogar en el que hacía frío, pero se quedó fuera, sin ayudar a una madre. Ella calentaba, expeliendo su aliento, cálido de fiebre, a su hijo recién llegado. El hijo quería vivir, la madre quería que viviera, nadie más asistía a aquel misterio; era el misterio de la maternidad, a solas con sus protagonistas.

La madre debió morir porque se quedó exhausta de mirarlo, o porque se quedó sin aliento.

El niño , por un tiempo, la debió llorar, como lloran los niños desatendidos. 

Solo, el niño, ya no pudo vivir sin la mirada de su madre y sin su aliento. Debió ser por eso que murió en sus brazos.

Por la puerta que se abrió, entró el sol y un padre borracho. El sol se quedó un buen rato intentando vencer a la muerte.

Me contaron, yo era un niño, que el padre se fue por el brocal del pozo de su casa en busca del infierno. La muerte de la madre y del niño fue declarada muerte natural; habían muerto sin quererlo.

El suceso que sobrecogió a la gente de aquel lugar fue la  forma de morir del padre, pero  la historia es la que yo cuento.

Me llevaré conmigo todas las historias

Me llevaré conmigo todas las historias que no conté

Historias de ficción que llenaron mi vacío

Historias que escondí en los pliegues de mi memoria

Historias vividas en las que yo era el personaje imaginado

Historias que no me atreví a vivir por temor a morir

Historias de amor juvenil que me hicieron hombre

Historias de hombre que me volvieron niño

Historias de pecados mortales que no me mataron

Historias de mujeres que se llevaron mi inocencia

No me siento capaz de contar esas historias

Son las historias que alimentan mi alma

Son las historias que vivifican mi cuerpo

Son los recuerdos que conforman mi vida

Porque si las contara, ya no serían mías

Porque si las contara, nadie querría vivirlas conmigo

Son historias de soledad, la soledad que he vivido

Y yo, escritor de historias, que así me limito

Qué puedo contar que sea viejo, tanto como ese árbol centenario

Que, sin embargo, florece cada primavera a los sones del sol que lo calienta

O esa roca que se desgasta por el amor del viento o de la lluvia

Y que yo veo, impávido, como si su destino fuese dejarse querer

O de esa vieja que cumple cien años y aún respira aromas de sueños

O de esa joven eterna, que no envejece porque nunca nació

O de los astros que me han visto pasar sin ellos dormirse en la noche

Hay muchas historias que podría contar para los necios adultos.

También para los niños que aún  sueñan con cuentos

O para los adultos que se sienten niños y quisieran  historias nunca vividas

También para aquellos que mueren sin tener su propia historia

Podría empezar diciendo: hubo un tiempo en el que se podía soñar despierto

Los niños soñaban con poner sus nidos en los árboles centenarios

Los jóvenes soñaban con descubrir el amor sobre una cama de piedra

Los viejos sus falsas gestas a sus nietos absortos y hambrientos de cuentos

La roca soñaba, yo lo sé, que le nacía musgo en las oquedades umbrías

Los astros, yo lo sé, guiñaban complicidades a los hombres que se sentían dioses

Todo eran sueños, y, cuando de soñar se sentían cansados, se dormían para vivirlos

Y esas historias que reclaman ser contadas cuando se producen

Que llevan en su desarrollo la enjundia de una existencia que se extingue

El furor de la vida que cohabita sin freno hasta que la muerte le devuelve la calma

Se olvidan, no se recuerdan, nunca fueron una realidad si alguien no las cuenta.

No sé que hacer con tanta historia, si nadie se la ha de creer.

Matilde

Confieso mi fascinación por las hormigas, algún post anterior habla de ello. ¿Cómo podía dejar de glosar otro espectáculo que ayer tuve la fortuna de observar? ¿Cómo podría encontrar mejor personaje para llevar a esta página diaria? Los que me leéis podéis esperar de mí cualquier cosa, motivos he dado de mi camaleónica  disposición literaria.  ¿Es de extrañar, pues, lo que a continuación relato? ¿Alguien me va a tachar de visionario? Juro que no es una fábula, que es lo que he observado y descrito , que lo único que he imaginado es el nombre que le he dado a mi protagonista: Matilde.

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Escuchando a Fanny

Escuchando a Fanny, tengo la impresión, la firme convicción, de que sólo las putas conocen bien a los hombres. Con ellas no valen fingimientos, saben muy bien del pié que cojean. Saben, por ejemplo, cuándo un hombre es un verdadero hombre y cuando es una mierda de hombre, lo que es más frecuente. Ellas, cuando están follando y gritan: ¡Oh, mi amor! ¡Me vuelves loca! ¡Apenas puedo aguantarlo…! ¡Voy a correrme…!, como tienen dominio sobre esa cosa que tienen entre las piernas, aprovechan para ver el efecto que causan sus exclamaciones en el tío número cuantos que tienen debajo, encima, por detrás… La conclusión es siempre la misma: están más al tanto de esas expresiones que de obtener placer, menos de darlo; o sea que tratan de controlar esas expresiones modulándolas para calcular cuánto han de cobrar. Y así, “los malditos hijos de mala madre, veinticinco llevo en toda la noche, y ni uno de ellos me ha dejado satisfecha. Luego, cuando estoy sola, tengo que masturbarme para sentir alivio. No encuentro un tio que me haga, de veras, gritar, hasta que salten las tejas. Vosotros me llamáis fría si me niego a hacer el sesenta y nueve… Hijos de mala madre a quienes no les funciona la cabeza, el corazón, las tripas, el cipote, las pelotas…” La Fanny que así se expresa es la mujer corriente con su marido, con su amante, pero estas no lo dicen, quizá ni lo piensan. “Ellas necesitan de media hora de atención, sólo media hora, y ellos en quince segundos caen desmadejados, algunos antes de conseguir entrar…”
Después de escuchar a la desolada Fanny, entiendo algo más por qué las mujeres se refugian en la poesía erótica, en la prosa erótica más que los hombres, porque las mujeres necesitan creer que hay hombres de verdad, y esas historias que escriben, que leen, les hace vivir de una ilusión. Pero las pobres putas no leen ni escriben poesía erótica.

Nota: La Fanny de estos dos últimos posts es la protagonista de la novela Fanny Hill, una novela erótica de John Cleland publicada en Inglaterra en 1748.

Fanny

FANNY

Fanny, eres un personaje de ficción. Sí, lo eres, no me discutas. Fue un  loco escritor, en su mente, quien te creó. Perverso,  jugó contigo a putearte. Fuiste una puta sin darte opción, eso dice en el prólogo.. Y no fue eso lo peor. Tu creador también  quiso que fueses huérfana de una forma peculiar. Tu madre os abandonó, pero no se fue al Cielo; se fue a un burdel.. Tu padre, severo, volcó su odio en ti, porque le recordabas a su esposa. Y el autor, dueño de tu vida, hizo que te enamoraras, y pensaras que así ibas a salir del infierno, pero más y más en él te metió. Tu joven amante no te quería, sólo violar tus quince años. Pensaste en casarte con él  y, para engañarle, le dijiste que estabas preñada. Él era de buena familia y tú, de mala. Y te quiso eliminar de la peor manera posible. Cinco amigos te violaron después de emborracharte. Sobreviviste. «¿De quién es el hijo? ¡Mala puta, contesta, si con cinco te acostaste!.»  Y te abriste el pecho. Entre tus pechos te clavaste un cuchillo de cocina. ¿Fue un milagro que salvaste? No,  fue el autor sanguinario que te dio la oportunidad,  quería envilecerte mucho más. Y te volvió a enamorar de un joven petimetre, todo dulzura y bondad, que te correspondió a su manera. Parecías redimida de tanta crueldad  como te estaba infligiendo la vida. Pero el autor, maldito sea,  no estaba por la labor. Mejor seguirte jodiendo y acabar con tu  esperanza. Querías con él hacer el amor y delante de él te mostraste desnuda de cuerpo y alma.  Estabas tan escuálida, la herida aún no cicatrizada y la huella de tus violadores aún en tu piel marcada, que el joven sintió la náusea, y te dejó allí tirada. Y para olvidarte se fue de putas. Tú, en las sombras, le seguiste y,  ¡maldito autor!, le viste follando con una vieja gorda, y tú lloraste  como lloran los niños que se pierden en la noche.

Yo ya no podía más y cerré el libro, leí el nombre del autor, maldije su mala sombra, luego puse un registro en la página 123, y eran 580. Mañana seguiré leyendo, me dije, la obra parece interesante.

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