juan y su hermano antonio

Yo me llamo Juan y soy hermano mayor de Antonio. Nada de lo que voy a contar sería digno de ser contado si no fuese uno de esos relatos que parecen más bien cuentos; lo digo por el ingrediente fantástico que destila. Yo soy periodista y escribo como periodista; es decir, que lo mío es relatar acontecimientos ajustándome a los hechos ciertos, y aunque pueda, en mis ratos de ocio, escribir otras cosas puramente literarias, en este caso no puedo menos de recurrir al medio oficio de escritor de fantasías, que también soy, para poder contar un hecho real pero fantástico, muy a mi pesar, pues tratándose de mi hermano, bien quisiera que su caso no fuese tachado de cuento. El lector, por supuesto, podrá, si así lo desea, elegir entre considerarlo un relato o un cuento, sin tener en cuenta cuál sería mi deseo.

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la mitomana

Era una mitómana de las que los sicólogos, siquiatras y demás especies ocupadas en el estudio de lo raro que acontece en el cerebro del ser humano, hubiesen dicho que su tendencia a fabular la impulsaba luego a creerse ella misma uno de los personajes de sus fábulas. Y sucedía que, cuando no le quedaban personajes que mantener vivos en sus fabulaciones, se veía tan sola, que condenaba a todos por haberles mentido o haberla utilizado. No valía que estos se mostraran reales; eso era pecata minuta y ejercicio de evasión. Ella, para sentirse mito, necesitaba ser primus inter. pares en los círculos exquisitos de los que se rodeaba en su imaginación. No soportaba que alguien le dijera: mira, chica, pon los pies en la tierra y procura que no te muerdan las culebras, que los hombres suelen avisar o, al menos, se les ve venir en sus intenciones. No, ella, viviendo en tierra mítica, creía que sus elegidos nunca la traicionarían. Sucedía que la traición, para ella, era dejar de ser mito, pues entonces lo equiparaba a una culebra imprevisible. Y como los mitos son como humo que se desvanece cual fantasma que no consigue perpetuarse, ella, ahora, siente que se desvanece como mito de sus propias fábulas. Y sufre del síndrome de la levedad del ser, algo que, si le dura, la convertirá en pura evanescencia. Pero, aunque esto sólo describe un síntoma, quiero añadir que parecía buena persona.

miguel es un fantasma

Miguel es un fantasma, un desgraciado subproducto de esa trituradora que llaman Internet. Él antes era un hombre normal, sin otras pretensiones que las de ser un hombre corriente, ocupado íntegramente en sacar adelante a su familia.
Fue cuando creyó que ese capítulo estaba cerrado y bien cerrado, con todos los números hechos, y que podía sobrevivir en condiciones básicas, que le dio por escribir y cuidar sus plantas como medio de evadirse de una realidad que no se cierra sino con la muerte.
Ahora, Miguel, va de la imaginación a los sueños como el que transita por las nubes que crean la fantasía. Es una especie de místico sin sustento divino; una especie de asceta con el cuerpo en estado vegetativo. No así su mente, que, como la de Don Quijote, delira soñando con los mundos fantásticos que él mismo crea. Tal es su propensión a desfigurar la realidad, que todos sus personajes son máscaras de un carnaval negro, a veces deleznable, caricatura de un mundo en el que no todas las cosas son malas.
Miguel lo manipula todo con su imaginación destructiva de cánones establecidos. Parece soñar con el caos total.
Miguel ya no es recuperable, y es un peligro para todo aquel que caiga en su mundo de palabras. Es un peligro porque les impide pensar por sí mismos; en su lugar, rellena su cerebro con las secreciones paralizantes de sus fantasías, sin posibilidad de retorno, o, al menos, un retorno sin abismos.
Pero Miguel no es culpable. El también es víctima. Una persona que sufre una tal transformación, tiene en su exculpación el haber caído, sin saberlo ni pretenderlo, en ese aquelarre en el que todos buscan sus propios paraísos. Una vez allí, unos se convierten en arañas y otros en moscas, en partenogénesis continua. Unos y otros terminarán destruidos por sus insaciables apetitos.
A Miguel le espera la hartura infinita que terminará bloqueando su alma. Cuando esto suceda, su cuerpo y su alma serán sólo un desecho de ese caos que todos contribuyeron a crear sin pretenderlo.

rompia el espejo

Rompía el único espejo que tenía cada vez que se miraba desnuda. Era un impulso incontenible. No soportaba que el espejo la viera tal y como era y se lo dijera sin ningún detalle gentil, considerado, por su parte.. Ella, luego que se calmaba, decidía comprar otro espejo y probar con él tener mejor suerte.

Eran ya muchos los espejos rotos Con el nuevo, ahora dudaba desenvolverlo del papel que le habían puesto en la tienda. Al final decidía colgarlo sin retirar el envoltorio. Luego se desnudaba para observarse, y como no distinguía ninguna figura, tímidamente se acercaba al espejo y con sus uñas rasgaba una tira de papel, de arriba abajo.

Estando cerca del espejo, éste parecía ver sólo una franja de su cuerpo que a ella le parecía insuficiente, pues no lo reconocía como suyo, por lo que procedía a rasgar otra tira de papel. En esta ocasión, ya distinguía algún rasgo que le era familiar, pero no como para sentirse ofendida por el espejo.

Animada por la experiencia, procedía a rasgar otra tira de papel. Miraba la imagen que le devolvía la sección ampliada del espejo, y torcía el gesto; el espejo, groseramente, le mostraba alguno de sus defectos. Ella se movía a izquierda y a derecha y comprobaba que el defecto desaparecía, para, en un instante, volver a aparecer. Era como si el espejo le quisiera recordar que no viviera de la ilusión de creerse perfecta y que se aceptase como él le decía que era.

Ella no soportaba esas insinuaciones y comenzaba a enojarse con el espejo. El espejo, pacientemente, se limitaba a mostrarle la figura que ella quería ver, fuese la que le complacía o la que le disgustaba; era un espejo fiel a sus principios de no engañar a su dueña.

Cuando ella consideraba que aquellas imágenes parciales de su cuerpo podían no ser suyas, se ayudaba con las dos manos y terminaba de quitar el papel que aún cubría el espejo. Lo hacía con los ojos cerrados, temiendo que el espejo la desnudara por completo. Intermitentemente los abría y cerraba quedándose con la imagen fugaz de su cuerpo. Creía, mientras permanecía con los ojos cerrados, que en esa ocasión el espejo había sido justo con ella, nada ofensivo, veraz.

Pero el proceso se repetía y poco a poco iba perdiendo la fe en aquel espejo. En la misma medida, ella se iba enojando más y más, porque el espejo se había vuelto recalcitrante en mostrarle sus defectos. Hasta que no pudiendo resistir más, enfurecida insultaba al espejo, lo descolgaba y lo estrellaba contra el suelo.

Por un momento miraba los trozos esparcidos por doquier, los mismos que repetían su imagen. rota. Luego los barría, los tiraba a la basura, y como no quería creerse lo que el espejo le había dicho, salía de casa a comprarse otro.

Esta historia no cuenta si ella, finalmente, aceptó su imagen y hubo un último espejo que no rompió, pero bien pudo suceder que con el último espejo ella no decidiera desnudarse más frente a él. Era una de esas personas que viven de espaldas a su realidad y sólo quieren un espejo que .las mienta. Pero, ¿quién dijo que los espejos nunca mienten?.

dialogos sordos con mi perro

Mi perro se llama Blacky. Es un perro especial. Junto con Chupi, mi pájaro, son todo mi mundo social. Digo social, a sabiendas de que muchos dirán que lo social siempre se refirió a las relaciones entre los seres humanos. Bueno, pues aunque sea así, mi perro y mi pájaro son casi humanos, al menos esa es la percepción que yo tengo. Cuando les hablo, sé que me escuchan, pues cambian de actitud. Mi perro me mira expectante, y mi pájaro, pía de una forma diferente a cuando está solo. Y yo sé que cuando les hablo, ellos se expresan a su manera. Y son ellos mis únicos interlocutores, encerrado como estoy en esta especie de burbuja que yo me he creado para no contaminarme de las perniciosas influencias externas. Porque yo estoy enfermo, de una enfermedad rara. Cuando me descuido y me incursiono en el exterior de mi burbuja, siento que flaquea mi ánimo, que siento repulsión por mis semejantes, y que todo mi ser se siente extraño en ese ambiente que yo percibo como hostil, sin apenas excepción.
Sin quererlo, los ecos de lo que sucede en el exterior traspasan las débiles paredes de mi burbuja. Son como ruidos causados por una jauría de perros callejeros, asilvestrados, que han tomado posesión de las calles. Sólo son ruidos, ya que no me atrevo a asomar la cabeza para comprobar qué hacen, además de hacer un ruido infernal. Percibo en mí cuerpo un escalofrío y me oculto asustado en mi interior más íntimo. Mi perro, cuando no hago nada, cuando me ve con la mirada perdida, inmóvil sentado en un sofá, se acerca a mí. Antes de importunarme con sus zalameros roces y lamidos de mis manos, pronuncia unos guau cortos, intermitentes, espaciados. Sé que de todas mis posturas, esa es la que más le debe preocupar. Sé que quiere que le atienda, que hable con él, que salga de ese trance que él interpreta como un momento especialmente malo para mí y que le cuente. Y al tercer o cuarto guau lo consigue. Salgo de mi trance y le miro. Menea la cola y espera sin dejar de mirarme a los ojos. Yo, entonces, sólo le digo: “¿Qué?”. El da un salto y se sitúa encima de mis piernas, y comienza a serpentear sobre mi pecho, progresivamente, hasta alcanzar mi barbilla, y cuando la tiene a distancia, me da un lametazo tímido, como esperando no molestarme demasiado. Si yo, entonces, continuo hablándole, él se sienta sobre mis piernas, me mira a la distancia de dos palmos y escucha, siempre escucha muy atento cada palabra que salé de mi boca, mirándome de frente. A veces balancea su cabeza, como hacemos los humanos cuando escuchamos algo sorprendente o que no comprendemos por parecernos anormal; también, y según el tono de mi voz, él parpadea dejando ver unos ojos tristes, opacos, o, por lo contrario, brillantes, expresivos en la manifestación de la alegría que siente. Interpreta perfectamente mi estado de ánimo y se mimetiza de inmediato de solidaridad, tanto para compartir mi alegría como mi pena.
Poco antes de ponerme a escribir sobre esto, estaba en uno de esos trances en los que con frecuencia me sumo. Había estado oyendo, que no escuchando, la radio y a los comentaristas profesionales de la situación sociopolítica de mi país. Era fácil establecer el contraste en los comportamientos de esas personas, a las que oyes reiteradamente a lo largo del año. Los sucesos últimos habían sido históricos, como ellos gustan llamarlos, y ellos estaban ahí, como siempre, para interpretarlos. Pero sus interpretaciones no eran asépticas, coherentes con sus posicionamientos diferentes pocas horas antes. Todos, veladamente o de forma clara, parecían subidos al carro del vencedor; todos, veladamente o a las claras, hacían leña del perdedor. Era así, que oí que mi perro dijo ¡guau! Abandoné mi trance y le miré. Mi perro esta vez no movió la cola ni esperó a que le hablara. Por primera vez, mi perro, con aspecto cansado, se acostó sobre mis pies y adoptó la postura de dormitar.
Pensando en su extraño comportamiento, yo volví a caer en trance.

cinco cartas para miguel

No es que Miguel fuera un donjuan; le faltaba el porte caballeresco, bravucón y embaucador de los hombres de lance y espada. Tampoco era ese tipo de hombres con luz propia que tanto gustan a las mujeres; le faltaba proyección social, esa forma de estar en todas partes. Mucho menos era un mujeriego en el sentido clásico de aficionado a las faldas levantadas; le faltaba la condición de libertino mínimo. Miguel era un hombre normal que sólo tenía un encanto: sabía escuchar a las mujeres y conversar con ella. Saber escuchar a las mujeres es decisivo para un hombre normal si quiere comerse alguna rosca. Las mujeres, siempre en guardia ante los hombres por un complejo atávico de inferioridad -algunas lo han superado- se sienten interesadas por un hombre que las escucha, y las escucha como un melómano escucha la ejecución de una partitura, con cara de transpuesto. La mujer, ante un hombre así, se siente penetrada, penetrada en el sentido de comprendida u objeto de curiosidad e interés. Una mujer que se encuentra un tal hombre no puede prescindir de él.
Miguel era ese tipo de hombre que no sólo las escuchaba, sino que convertía en importantes todas las palabras que la mujer le dirigía. A veces sus observaciones o respuestas estaban, dialécticamente, por encima de los pensamientos de la mujer, y no porque fuese más inteligente, sino porque estaba más entrenado. Las mujeres, lejos de apreciar tal asimetría, sentían que sus palabras eran importantes, cuando merecían replicas tan sustanciosas, aún más cuando eran incomprensibles para ellas.
Cinco mujeres se bebían los vientos por Miguel, buscando, hasta con ansiedad, sentirse escuchadas por él. Y nunca se sentían defraudadas, a pesar de no recibir de Miguel la más mínima concesión a la lisonja o beneplácito si no lo merecían. Miguel, a veces, las trataba con dureza, según el caso. Pero una mujer prefiere siempre la dureza a la indiferencia.
Se podría decir que Miguel había llegado a “coleccionar” cinco mujeres habituales de su verbo. Esto no es nada normal. Difícil es para un hombre recabar la atención de, no ya de cinco, sino una sola mujer a la que sólo le presta sus oídos y sus consideraciones con alta apariencia de profundidad. Quizá ese alto número de “adictas” lo había conseguido después de ser menospreciado por ciento. Pero no por este motivo, que sólo él conocía, Miguel se sentía afortunado-desafortunado, halagado-humillado. Miguel consideraba este hecho una carga liviana que, como un vestido, tapaba y abrigaba su soledad, sus carencias objetivas. De no tener a esas cinco mujeres, probablemente, Miguel se habría sentido el ser más inútil y despreciable de la creación.
Pero, a Miguel, también esas cinco mujeres le causaban algún quebranto. Escucharlas le terminaba produciendo jaqueca, mal sueño, nerviosismo. Era, ciertamente, agotador conversar con aquellas cinco mujeres muy diferentes entre sí, con temperamentos tan dispares como los que van desde lo meloso o melifluo hasta lo áspero o escabroso. Pero aún peor cuando alguna de aquellas mujeres intercambiaba los papeles que representaba. Miguel, a pesar de su entrenamiento, se sentía incapaz de contemporizar con aquella especie de guirigay de gallinas alborotadas o esperando sumisas que las pise el gallo. A veces se enfadaba tanto, que las cinco mujeres se ocultaban por un tiempo, para luego volver recelosas a su habitual querer conversar con él. Miguel las atendía como si nada hubiese pasado, y vuelta a empezar.
Un día, Miguel creyó conveniente convocar a la vez a las cinco a una charla de grupo. Pensaba Miguel que ellas mismas advertirían que era un hombre contradictorio y sacarían la consecuencia de que era un farsante. Con esto no pretendía Miguel quitárselas de encima, más bien comprobar hasta qué punto aquellas mujeres estaban “colgadas” de él, al margen de su capacidad para complacerlas a todas a la vez, algo que él suponía no entiende ninguna mujer.
Ninguna asistió a su convocatoria. Miguel, entonces, se sintió un juguete exclusivo de aquellas mujeres, como esos que los niños malos nunca comparten.
A partir de esa experiencia, Miguel cambió de proceder: a las dulces hasta el empalago, las trató con severidad y mala educación, viniese o no a cuento; a las ásperas, con dulzura casi angelical, igualmente sin merecerlo.
Hoy, Miguel, tiene una legión de mujeres que le buscan, deseosas de escucharle. Miguel es el hombre más popular de Internet, eso sí, exclusivo para cada una de ellas. Miguel, pacientemente, sigue sin comerse una rosca, pero acumula tal entrenamiento, que confía le sirva algún día para batir alguna marca y sentirse, de verdad, importante.

la mujer que no dejaba de llorar

Lloraba porque sí, lloraba porque no, lloraba porque quizá. Lloraba por todo. Tenía los ojos enrojecidos de tanto llorar. Y que nadie la consolara, porque lejos de parar su llanto, éste se convertía en desgarrado, lastimero, de tal forma que parecía volverse loca de algún sufrimiento desconocido por el común de las gentes. Su marido, hombre bondadoso, lleno de ternura, sabía que no podía hacer nada que estuviese en sus manos para que su esposa dejase de llorar. Tampoco le preguntaba qué le sucedía, pues una vez que le preguntó, su esposa se puso histérica sin responder. El esposo sufría la extraña enfermedad que tenía su esposa, pues eso debía ser y no por una causa más o menos convencional y por la que cualquiera podía llorar, aunque, desde luego, no de forma tan continuada. Hasta dormida, hacía pucheros y dejaba exhalar suspiros. Un caso verdaderamente notable, que los médicos, psicólogos y otros notables científicos no sabían diagnosticar y tampoco tratar. Se llegó a pensar si estaría poseída por algún demonio que le estuviese infringiendo un permanente sufrimiento en su alma, pues que los análisis del cuerpo, todos habían dado que éste no padecía de nada que pudiese interesar al sistema nervioso. ¿Qué se podía hacer? Y sobre todo, ¿que podía hacer el marido, que a la postre era el que tenía que sufrir el que  su querida esposa tuviese aquel desconocido dolor o pena? A veces, contemplándola sin poder hacer nada, él mismo lloraba, y lo hacía a escondidas, pues si su esposa lo advertía, lo único que conseguía era acrecentar su llanto. Lo cierto era que aquella situación le estaba empezando a trastornar; no comía apenas, no se concentraba en el trabajo, casi no dormía, y, por supuesto, se sentía incapaz de hacer el amor a su mujer, ni siquiera proponérselo.
Un día, cuando ya la gota debió colmar el vaso de su paciente actitud, el esposo le dijo a su mujer que se iba de casa, que la dejaba, que no soportaba más aquella situación; al menos, cuando estuviese lejos de ella, podría imaginarla llorando por su ausencia, lo cuál era mejor que imaginar por qué lloraba sin tener, aparentemente, ningún motivo. La mujer siguió llorando a su ritmo, sin que sus lágrimas o gemidos aumentasen más o menos al escuchar a su esposo. Y tal como lo dijo lo hizo. Tomó lo imprescindible, pues no pensaba en una ausencia definitiva, y se fue.
Aquella mujer, nada más cerrar la puerta su esposo, dejó de llorar. Se fue al cuarto de baño, se dio un buen baño de espuma tonificante, se puso unas compresas frías que le descongestionaran los ojos, se vistió, inusualmente elegante, se maquilló y salió a la calle. Se dirigió a un despacho de abogados con experiencia en divorcios y pidió que iniciaran los trámites para el suyo, alegando abandono del hogar por su marido.
(JDD 2003)

la moneda insignificante

Un hombre iba caminando por una calle de su ciudad y vio una moneda de 5 céntimos de euro en la acera. Era un hombre bien situado económicamente, pero se agachó y la recogió, no sin antes dudar si valía la pena el esfuerzo de agacharse. Una vez en su mano, la limpió de algo de suciedad adherida y la miró. No pareció tener la intención de juntarla con otras monedas que, seguramente, llevaba en su monedero, pues siguió con ella entre  los dedos índice y pulgar de su mano derecha, frotándola sin parar. Mientras esto hacía, nuestro hombre pensaba cómo habría ido a caer al suelo esa insignificante moneda. No encontrando circunstancias plausibles para un hecho así, piense el lector en lo difícil que resulta encontrar una razón para que una solitaria y pequeña moneda se nos caiga,  el hombre tuvo un luminoso pensamiento, después de descartar el agujero en el bolsillo o el desprecio de su propietario por ella, que la habría tirado. Hombre que era dado a la fantasía, su pensamiento consistía en que, probablemente, aquella moneda tenía un significado esotérico y que para él se traduciría en un acontecimiento fuera de lo normal. Pensó, luego, si debería esperar a que tuviera una señal que le hiciese sentir que algo nuevo y extraordinario empezaba a sucederle o, por lo contrario, era él el que debería provocar que ese suceso se correspondiera con lo imaginado. ¿Qué podía hacer con esa pequeña moneda? Casi nada se podía adquirir con 5 céntimos. Pero esto, con ser frustrante, no era, pensaba el hombre, el destino señalado por los hados para esa moneda. Tenía que encontrar algo verdaderamente iniciador del proceso de ese acontecimiento que, finalmente, resultaría extraordinario, y para el que precisaba esa moneda y no otra de las que llevaba en su monedero. Nada, no le ayudaba su imaginación en la búsqueda y hallazgo que precisaba; todas las posibilidades, o le parecían ridículas o inviables, dado el pequeño valor de la moneda considerada aisladamente. Frustrado porque su imaginación se viese tan limitada cuando le estaba exigiendo respuestas, el hombre, después de mirar la moneda, quizá esperando que hablase, la dejó caer al suelo y siguió andando. No había dado tres pasos, cuando alguien le tocó el hombro por detrás. Se volvió y una hermosa joven  le dijo: «Se le ha caído esta moneda». El hombre la miró en silencio, sin poder articular la palabra de agradecimiento procedente en estos casos.  La joven pareció nerviosa, seguramente pensando que a aquel hombre no le había parecido bien que le advirtiera de la pérdida de algo casi sin valor. Pero al hombre no era eso lo que le sucedía, sino que, retomando de nuevo el protagonismo su imaginación, pensó que allí estaba el inicio del hecho extraordinario que había esperado poco antes.
En efecto, después de romper el silencio, uno u otro, que eso no importa, el hombre y la mujer caminaron juntos en una charla que, obviamente, tenía que ver con la moneda. La joven, subyugada por la fantasía de aquel hombre, terminó por confesarle que estaba encantada de que por aquella moneda le hubiese conocido. El hombre, creyendo que su fantasía y aquella moneda, en esta ocasión, le habían proporcionado algo real y hermoso, se propuso no romper con aquel fortuito encuentro y quedaron en verse en otra ocasión que fijarían por teléfono.
El hombre era soltero y de buen ver; ella joven y hermosa. Se casaron y son felices. A la moneda le compraron un joyero muy valioso para ella sola.
(JDD 2003)

Nunca le contaron un cuento

Un hombre muy muy rico quiso que le contaran el cuento jamás oído. Hombre hecho a sí mismo, nunca le contaron cuentos cuando era un niño, al igual que nunca tuvo juguetes. Con la inmensa fortuna que amasó, compraba un ejemplar de todos los juguetes que salían al mercado, más por despecho, que por interés en los mismos. Pero no podía evitar una obsesión:  quería  que le contaran un cuento inédito, que le hiciera sumergirse en la posterior fantasía a que induce todo cuento en un niño. No le valían los cuentos clásicos, de los que ya había tenido noticia, además, esos cuentos y todos los ya escritos tenía que leerlos, y eso no le interesaba; él quería que se lo contaran, casi que lo improvisaran, como hacían padres y abuelos con los niños.
Puso un anuncio no sólo en en los diarios, revistas, sino en las emisoras de radio de todo el país que decía así:
«Soy un hombre mayor, vivo sólo y tengo una gran fortuna. Nunca supe cómo debe sentir un niño cuando le cuentan un cuento. Aquel que me cuente un cuento inédito, que me haga sentir como un niño, recibirá de mí, y en prueba de gratitud, la mitad de mi fortuna. Este anuncio no es una broma y así lo tengo declarado ante notario. Póngase el interesado  en contacto llamando al teléfono 900 111 222 333 y recibirá concreciones sobre esta oferta»
La llamada era gratuita para el que estuviese interesado. Naturalmente, el anuncio causaba primero  perplejidad y luego hilaridad en casi todos los que lo leían. Nadie se lo creía. Algunos pensaban que era uno de esos anuncios con trampa para ver cuántos ingenuos había en el país; otros cosa de algún loco maniaco depresivo con ganas de notoriedad; otros llegaban más allá, y elucubraban mil y una fantasías escabrosas.
Pasaba el tiempo y nadie llamaba a ese teléfono, ni siquiera para hacer una broma de mal gusto o por la curiosidad de ver hasta dónde llegaba quien estuviese detrás de tal extravagancia. El hombre rico, ante tal fracaso, no sabía qué hacer. Consultó a agencias publicitarias, de las más prestigiosas, y le sugirieron que no pusiera anuncios, sino que lo anunciase él mismo en la radio y televisión; le presentaron maquetas de cómo debería hablar, estar vestido, ambiente habitual  y lo que debería decir. Y así lo hizo. Ahora el anuncio era más verosímil para quién lo escuchaba o veía, pues la figura, aleccionada por los publicistas, que presentaba el hombre rico, no dejaba lugar  a dudas: un hombre con aspecto bonachón, bien vestido, paseándose por los magníficos jardines de su casa y mirando de frente.
Pero tampoco, en esta ocasión, se presentó ningún candidato. Unos pensaban que era muy difícil el reto: sentir un hombre mayor como un niño al que se le lee un cuento…, poco menos que imposible. Otros, que el cuento, para merecer esa recompensa, debería ser sublime. Además, quién podía estar seguro de que ese hombre no mintiera y después de escucha  el cuento, dijera que no le había hecho sentir como un niño, y de esa forma no tener que entregar la mitad de su fortuna? ¿Cómo podría notar el efecto el autor del cuento? Muchos escritores trataron de recordar qué habían sentido ellos al escuchar el primer cuento de su niñez, pero ninguno lo recordaba; pensaban que sólo les gustó. Otros preguntaron a sus hijos, pero los hijos no supieron explicarlo. El tema llegó a ser motivo de discusión y debate acalorado en los medios públicos: ¿Qué siente un niño al escuchar un cuento, el primer cuento?
El hombre rico tuvo que desistir de que alguien se presentara a tan extraña convocatoria.
Estaba nuestro hombre pesaroso de que su fortuna no le pudiera hacer recuperar el tiempo perdido, cuando se le ocurrió salir a la calle y pedirle al primer niño que encontrase, que le contara un cuento inventado por él, por lo que le compraría la bicicleta más bonita del mercado. Y salió de su casa con la esperanza iluminando su cara. Nada más salir, un niño harapiento, descalzo, sucio, desnutrido, se acercó para pedirle limosna…
—¿Sabes algún cuento? —le preguntó al niño.
—No señó, no sé
—¿Nunca te contaron un cuento?
—No señó.
—¿Tú madre tu abuela no te cuentan cuentos?
—No señó. Yo no tengo madre y tampoco abuela.
—¿Con quién vives, pues?
—Con los hermanos.
—¿Qué les pasó a tus padres?
—Mi madre se murió y mi padre está en la cárcel.
—Comprendo. Oye, y tú, ¿podrías contarme un cuento, un cuento que te inventaras?
—¿Y qué me da usté?
—Lo que quieras.
—¿Me compra usté unos zapatos?
El hombre rico, con los ojos empañados en lágrimas, tomó de la mano a aquel niño y entró en la zapatería más próxima.
Nota del autor: El cuento termina aquí, porque a él tampoco le contaron cuentos cuando era un niño, y ahora tiene que inventárselos.

Naci ciego

Tiene cuarenta  años. Es ciego de nacimiento y ha sido sometido a una  operación esperanzadora. Frente a él, en el momento de retirarle las vendas, están su esposa, mujer abnegada que se casó por amor, y sus dos hijos, varón y hembra, de trece  y quince años respectivamente, además de los facultativos. Un facultativo ha instruido  a la esposa e hijos para que no muestren sus emociones y traten de sonreír. Ellos deben ser las primeras imágenes que perciba  el esposo y padre. Un facultativo comienza despacio a retirarle la venda. Ya sólo tapan sus ojos sendas compresas. Es el momento decisivo para comprobar los resultados de la operación. El paciente aparenta tranquilidad, no así la familia, que disimula su ansiedad con la sonrisa forzada que les han recomendado. El facultativo, también inseguro del resultado, retira una primera compresa con la mano algo temblorosa. El párpado está cerrado  y así se queda. Le retiran la segunda compresa, e igualmente el párpado cerrado. Es un instante eterno. El facultativo le susurra: «Puedes abrir los ojos». El paciente eleva un poco sus párpados y los vuelve a cerrar, luego inicia un nuevo intento, éste permitiendo mayor abertura, y los párpados se detienen a medio camino. «Vamos, Tomás, abre completamente tus ojos y mira». El paciente reinicia la apertura hasta elevar completamente los párpados. Sus  ojos no se puede decir que sean bellos, más bien parecen  los ojos de un pez. Estáticos, enfocan lo que tiene delante. Él paciente sabe que allí están su esposa e hijos esperando el milagro. Todos están pendientes de su reacción antes de dar rienda suelta a la alegría o  a la tristeza. El paciente no hace nada, sólo mantiene la proyección de sus ojos dirigidos al frente. Así durante 20 segundos. La esposa e hijos han dejado de sonreír; presienten lo peor. Uno de los facultativos se acerca con una linterna, especial en oftalmología, y proyecta su haz de luz sobre uno de los ojos, mientras lo observa  con una lente lupa. El ojo no muestra ningún síntoma de reacción ante la luz. El facultativo tuerce el gesto. Lo intenta con el otro, nada, los ojos parecen de cristal inerte. El facultativo mira a la familia con esa expresividad del fracasado. La esposa rompe a llorar; los hijos tiene sus ojos empañados en lágrimas. De repente, el paciente mueve los labios y pronuncia una frase: «Siempre pensé que ver sería otra cosa». Gran alborozo en la sala. La esposa se echa en los brazos de su esposo. Los hijos la secundan en un abrazo múltiple. Los facultativos permanecen en sus sitios sonrientes. Cuando la situación emocional se recupera, uno de los facultativos, sorprendido quizá por la frase que han escuchado, pregunta: «Tomás, ¿cómo esperabas que sería ver?» El paciente le responde: «No sabría responderle, doctor, nací ciego.